Calendario rural
MS 35313Date c 1500«Title Book of Hours, use of Rome» (the ‘London Rothschild Hours’ or the ‘Hours of Joanna I of Castile’).
El tiempo medieval es, sobre todo, un tiempo religioso y clerical.
Tiempo religioso porque el año es, en principio, el año litúrgico. Pero el año litúrgico —característica esencial de la mentalidad medieval— va siguiendo el drama de la Encarnación, y la historia de Cristo, desde el Adviento a Pentecostés, se ha visto rellenada poco a poco de momentos, de días significativos, tomados de otro ciclo, el de los santos. Las fiestas de los grandes santos se intercalan en el calendario cristológico y la fiesta de Todos los Santos (1 de noviembre) se convierte, junto a Navidad, Pascua, Ascensión y Pentecostés, en una de las más grandes fechas del año religioso. Lo que refuerza la atención de la gente de la Edad Media con respecto a estas fiestas, lo que las confiere definitivamente su carácter de fecha es que, aparte de las ceremonias religiosas especiales, y con frecuencia espectaculares, que las caracterizaban, eran los hitos de la vida económica: fechas de los pagos agrícolas, días de fiesta para los artesanos y los obreros.
Tiempo clerical porque el clero, por su cultura, es el dueño de la medida del tiempo. Sólo él tiene necesidad de medir el tiempo para la liturgia y sólo él es capaz de hacerlo, al menos de una forma aproximada. El cómputo eclesiástico y sobre todo el cálculo de la fecha de Pascua — sobre el que se debatió durante mucho tiempo en la alta Edad Media entre un método irlandés y otro romano— son el origen de los primeros progresos en la medida del tiempo. Sobre todo, el clero es el dueño de los indicadores del tiempo. El tiempo medieval se halla regido por las campanas. Los repiques hechos por los clérigos y por los monjes para los oficios son los únicos puntos de referencia de la jornada. El repique de las campanas permite conocer el único tiempo cotidiano que se puede medir de forma aproximada: el de las horas canónicas, por el cual todos se rigen. La masa campesina se halla sometida de tal forma a ese tiempo clerical que el licenciado Juan de Garlande, a comienzos del siglo XIII, da esta fantasiosa pero reveladora etimología de campana: Camparte dicuntur a rustías qui habitant in campo, qui nesciant indicare horas nisi per campanas («Las campanas reciben su nombre de los campesinos que habitan el campo y no son capaces de conocer las horas si no es mediante las campanas»).
Tiempo agrícola, tiempo señorial, tiempo clerical: lo que caracteriza en definitiva todos estos tiempos es su estrecha dependencia del tiempo natural.
Lo que es evidente para el tiempo agrícola lo es también, si se observa atentamente, para los otros dos tiempos. El tiempo militar está estrechamente unido al tiempo natural. Las operaciones guerreras comienzan con el estío y terminan con él. Tan pronto como terminan los tres meses del servicio obligatorio en la hueste se produce la desbandada de los ejércitos feudales. La formación del ejército aristocrático medieval, basado en la caballería, acentúa esta dependencia. Una capitular de Pipino el Breve (751) ratifica esta evolución. En adelante la hueste se reunirá en mayo y no en abril para que los caballos puedan nutrirse en los prados reverdecidos.
La poesía cortesana, que toma su vocabulario de la caballería, llama al tiempo en que el enamorado corteja a su dama, «el servicio de verano».
El tiempo clerical está igualmente sometido a este ritmo. La mayoría de las grandes fiestas religiosas no sólo reemplazan a fiestas paganas que se hallan, a su vez, en relación directa con el tiempo natural —la Navidad, por poner el ejemplo más conocido, se fijó para que sustituyera a una fiesta del sol en el momento del solsticio—, sino que, lo que es más importante, todo el año litúrgico se adapta al ritmo natural de los trabajos agrícolas. El año litúrgico abarca, desde el Adviento a Pentecostés, el período de reposo de los campesinos. El verano y una parte del otoño, momentos de la mayor actividad agraria, quedan libres de grandes fiestas con la única excepción de la pausa de la Asunción de la Virgen, el 15 de agosto que, por otra parte, se consolida muy lentamente, no entra en la iconografía hasta el siglo XII y no parece imponerse definitivamente hasta el siglo XIII. Santiago de Vorágine da testimonio de un hecho significativo: el traslado de la fecha primitiva de la fiesta de Todos los Santos para no entorpecer el calendario agrícola. A esta fiesta, proclamada en Occidente por el papa Bonifacio IV a comienzos del siglo VII, se le había señalado la fecha del 13 de mayo siguiendo el ejemplo de Siria, donde la fiesta había aparecido en el marco de una cristiandad esencialmente urbana. A finales del siglo VIII se trasladó al 1 de noviembre porque, a juicio de la Leyenda áurea, «el papa creyó más conveniente que la fiesta se celebrara en un momento del año en que, la vendimia y la recolección acabadas, los peregrinos encontraran mayor facilidad para alimentarse». Este período que abarca desde el siglo VIII al IX, que es el mismo en que Carlomagno da a los meses nuevos nombres que evocan en general los trabajos rurales, parece ser el momento decisivo en que se remata, como hemos visto, la ruralización del Occidente medieval.
El carácter fundamental de esta dependencia del tiempo natural de las estructuras temporales de la mentalidad medieval —mentalidad de una sociedad rural primitiva— en ninguna otra parte se manifiesta más claramente que en los cronistas. Entre los principales acontecimientos, aquéllos resaltan lo que les parece extraordinario con respecto al orden natural: las grandes épocas de frío, las epidemias, las hambrunas. Esas anotaciones tan valiosas para el historiador de la economía y de la sociedad se derivan directamente de la concepción medieval del tiempo como duración natural.
Esta dependencia del tiempo medieval con respecto al tiempo natural se halla incluso en el mundo del artesanado o del comercio, más desligado en apariencia de esta servidumbre. En el mundo de los oficios, los contrastes día-noche, invierno-verano se reseñan en la reglamentación corporativa. De ahí procede habitualmente la prohibición de trabajar durante la noche. Muchos oficios tienen un ritmo de actividad distinto en invierno y en verano; los canteros, por ejemplo, a finales del siglo XIII, perciben salarios distintos en plena temporada que en la estación muerta. En el mundo de la actividad comercial, la navegación mercantil, en la que se ha querido ver uno de los motores de la economía medieval, se para durante el invierno, al menos hasta finales del siglo XIII, hasta que se generaliza el uso de la brújula y del timón de codaste. Los navios se paran y permanecen amarrados, incluso en el Mediterráneo, desde comienzos de diciembre hasta mediados de marzo; en los mares septentrionales incluso más.
No cabe duda de que el tiempo medieval cambia —todavía lentamente— a lo largo del siglo XIV. El éxito del movimiento urbano, los progresos de la burguesía de comerciantes y de empresarios que sienten la necesidad de controlar más de cerca el tiempo de trabajo y de las operaciones comerciales —sobre todo las bancadas, con el desarrollo de la letra de cambio—, rompen y unifican el tiempo tradicional. Ya en el siglo XIII, el pregón o la trompa del vigilante indicaba el comienzo de la jornada, y pronto la campana del trabajo aparece en las ciudades comerciales, sobre todo las ciudades con industrias textiles, en Flandes, en Italia y en Alemania. Además, el progreso técnico, fomentado por la evolución de la ciencia que criticaba la física aristotélica y tomista, rompe el tiempo y lo hace discontinuo permitiendo con ello la aparición de los relojes que miden la hora en el sentido moderno, vigésimocuarta parte del día. El reloj de Gerbert, hacia el año mil, no era más que un reloj de agua, parecido al que describía en el siglo XIII el rey de Castilla Alfonso X el Sabio, aunque éste más perfeccionado. Sin embargo, a finales de este mismo siglo es cuando se lleva a cabo el progreso decisivo con el descubrimiento del mecanismo de escape, de donde nacen los primeros relojes mecánicos que se extienden rápidamente por Italia, Alemania, Francia e Inglaterra y después por toda la cristiandad en los siglos XIV y XV. El tiempo se hace laico, tiempo de los relojes de las torres o atalayas, que se consolida frente al tiempo clerical de las campanas de las iglesias. Mecanismos frágiles todavía que se averian con frecuencia y que siguen siendo tributarios del tiempo natural, puesto que el comienzo de la jornada varía de una ciudad a otra y arranca con frecuencia de ese momento siempre variable que es la salida o la puesta del sol.
No obstante, el impulso es lo suficientemente fuerte como para que incluso Dante —laudator temporis acti— se aperciba de que está a punto de expirar una forma de medir el tiempo, y con ella toda una sociedad, la de nuestra Edad Media.
Cacciaguida lamenta aún este tiempo difunto:
Fiorenza, dentro della cerchia antica,Ond’ella toglie ancora e terza e nona,si stava in pace, sobria e púdica.(«Florencia, dentro del círculo de sus antiguas murallas, donde se halla aún el reloj que anunciaba tercia y nona, vivía en paz, sobria y virtuosa.»)
Pero antes de esa gran sacudida, lo que importa a los hombres de la Edad Media no es lo que cambia, sino lo que perdura. Como alguien ha dicho, «para el cristiano de la Edad Media, sentirse existir significaba sentirse ser, y sentirse ser suponía sentirse no cambiar…, sentirse subsistir». Era, sobre todo, como sentirse dirigido hacia la eternidad. Para él, el tiempo esencial era el tiempo de la salvación.
Entre el cielo y la tierra tan íntimamente unidos, incluso tan inextricablemente mezclados, hay sin embargo una extraordinaria tensión en el Occidente medieval. Ganar el cielo desde aquí abajo: este ideal lucha en el espíritu, el corazón y el comportamiento con un deseo no menos violento, pero contradictorio: hacer descender el cielo a la tierra.
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Jacques Le Goff
La Civilización del Occidente Medieval
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Calendario rural
MS 35313
Date c 1500
Title Book of Hours, use of Rome (the ‘London Rothschild Hours’ or the ‘Hours of Joanna I of Castile’)