En los manuales de historia de la música se suele describir el Canto Gregoriano como el origen de la música occidental. Es verdad. Pero no debemos olvidar que antes de él existía ya una tradición musical basada en la recitación de los textos sagrados. En los primeros siglos del cristianismo, en los que la tradición judía todavía pesaba mucho sobre las primitivas comunidades, se adoptaron formas y costumbres propias de la sinagoga. La manera de recitar los textos pudo ser una de ellas. Desde antiguo en las reuniones de los creyentes la lectura de los libros sagrados se hacía con un procedimiento que no era exactamente hablado, pero que tampoco era el propio canto. Es lo que técnicamente conocemos como la cantilación: una recitación solemne que cumple una doble función. La primera es la que podemos llamar utilitaria: elevando la voz llega con más claridad al auditorio. La segunda es espiritual: la palabra que se proclama es la palabra divina, por lo que debe revestirse de un ornato especial para su transmisión. He aquí una de las claves de la espiritualidad del canto: su texto, revestido solemnemente de una manera especial sirve a los oyentes para degustar las palabras sagradas en un plano distinto al resto de los textos. Ya en el siglo IV San Agustín nos informa de la existencia de estos procedimientos cuando en sus Confesiones al dudar de la legitimidad de la emoción que le producían: «…las dulces melodías con las que se suelen acompañar los salmos de David…», por ello pensaba que pecaba y que sería mejor «…seguir la costumbre del obispo de Alejandría, Atanasio, que hacía recitar los salmos con tan débil inflexión de la voz que más parecía decirlos que cantarlos». Esta débil inflexión de la voz nos transporta a las lecturas declamadas de los textos sagrados que aún hoy está presente en muchas culturas
En la cantilación, además, se ponen de relieve las cualidades intrínsecas de la lengua propia en la que se recita. En el latín estas cualidades son muy claras. Desde hacía siglos los gramáticos latinos habían estudiado un fenómeno por el cual una sílaba en cada palabra era más aguda que las otras. Cicerón (siglo I a.C.) en su De Oratoria especifica: «Existe en el hablar una especie de canto escondido… La naturaleza ha puesto, para regular la armonía del lenguaje, sobre cada palabra un acento agudo y sólo uno…». Ese canto escondido (cantus obscurior) relaciona el acento con el canto. En plena era cristiana otro gramático, Martianus Capella (siglos V-VI) en su De Nuptiis Mercurii et Philologiae nos dice que: «El acento es… alma de la voz y germen de música… de la misma manera que acento casi se dice “al canto”…». La relación del acento con el canto estaba clara para los gramáticos de la época y algunos teóricos de la época carolingia continuaron hablando en esos términos cuando nos dicen que …accentus quasi ad cantus est… («…el acento es casi como el canto…»).
>Otro de los procedimientos naturales del discurso latino es la puntuación. La revalorización del texto mediante el respeto a la puntuación ayuda a la comprensión de éste. Esas pausas forman parte del discurso y son indispensables para su respiración e inmediata comprensión. Normalmente estas puntuaciones se producen al grave, aunque no siempre. En las frases interrogativas las lenguas mediterráneas se eleva la voz para terminar las últimas sílabas en un registro más agudo. A medida que las cantilaciones fueron estabilizándose y los recitadores estereotipaban sus procedimientos, la puntuación al grave fue desarrollándose y sus inflexiones se hicieron cada vez mayores. Igualmente los acentos se dirigían cada vez a regiones más agudas. La combinación de estos dos procedimientos contribuirá al desarrollo definitivo de las melodías de la Iglesia latina, perviviendo aún hoy en los tonos de oraciones y lecturas.
Triste música aquella que solamente se contentara con poner de relieve las cualidades intrínsecas del canto y no buscara una expresión propia de su esencia. Por ello era inevitable que la cantilación presentara un tercer procedimiento estrictamente musical y utilizado ya en las formas más arcaicas de salmodia: el jubilus o melisma, es decir la melodía pura colocada sobre una sola sílaba. Como decía san Agustín: «El que se regocija (Qui jubilat…) no pronuncia palabras, sino que lanza cierto grito de alegría sin palabras…». Ciertamente común a otras prácticas directamente relacionadas con el cristianismo —recordemos, por ejemplo, el mundo hebreo— constituye la más genuina expresión de alabanza a muchas de las deidades en distintas épocas y culturas.
Como consecuencia de la aplicación de estos tres procedimientos, podemos decir que el canto en la iglesia cristiana nace como la recitación de un texto sagrado en el que los acentos cantan al agudo, las finales se dirigen al grave y el procedimiento del jubilus adorna determinadas sílabas en palabras a menudo importantes.
Con el tiempo los cantores de las distintas regiones elaboraron melodías que eran familiares a las tradiciones propias de su tiempo y de sus lugares de origen. No olvidemos que en estas épocas la música, y gran parte del saber, se transmitía de manera oral. San Agustín en uno de sus diálogos dedicado al maestro —De magistro— es preguntado por su discípulo Deodato: ¿Para qué cantamos? La respuesta es contundente: Cantamos para recordar. Si bien los textos contaban con la escritura que facilitaba su aprendizaje y conservación, las melodías todavía no tenían un sistema de notación que permitiera su escritura. Como nos dice san Isidoro († 636) en sus Etimologías: «Si los sonidos no son retenidos en la memoria por el hombre, perecen, ya que no podemos escribirlos». Precisamente va a ser la aparición en la segunda mitad del siglo VIII del nuevo repertorio romano-galicano, el que va a acelerar la búsqueda de un sistema de escritura musical, aunque no será exclusivo de este repertorio. Los deseos de Pipino y de su hijo Carlomagno de unificar la liturgia y el canto, se vieron inmersos dentro del movimiento cultural que conocemos como el Renacimiento Carolingio en el que se especificaba de manera clara la preferencia por lo escrito. En su Admonitio generalis promulgada en 789, el entonces Carlos, rey de los francos manda que «…en cada monasterio o escuela episcopal, los niños practiquen la lectura de los salmos, las notas, el cálculo de las fechas y versiones correctas de los libros católicos…», insistiendo así en la importancia del aprendizaje de la lectura y de las notas. Para facilitarla se elaboró en los scriptoria un nuevo tipo de letra, la minúscula carolina, cuyo nombre indica quién fue su impulsor. Con el tiempo en diversas regiones del imperio surgieron variados intentos de escritura musical que cristalizarían en los primeros neumas, signos que intentan representar los movimientos de la melodía. Tras unos balbuceos de notaciones llamadas paleofrancas que duraron todo el siglo IX, se llegó a una notación plenamente desarrollada de la que conservamos un códice completo que data aproximadamente del año 922-3. Ese manuscrito conocido como el Cantatorium de san Galo (Suiza) es el primer y mejor ejemplo de la que se conoce con el nombre de notación sangalense.
Esta notación, junto a las francesas, consta de unos signos que «hablan» a la imaginación del cantor, quien previamente ha aprendido de memoria la melodía. Los signos escritos en los códices no indican las alturas absolutas de los sonidos, sino solamente su movimiento ascendente o descendente, aunque sí precisan los matices rítmicos de manera detallada (a este tipo de notación se la denomina in campo aperto, en campo abierto ya que no indica los intervalos). Hemos de imaginar cuál es el papel y la esencia de esta escritura. En la mente del cantor se encuentran las melodías previamente memorizadas. Ante la presencia de un códice con neumas, éstos hablarían directamente a su imaginación a través de la vista y permitirían que mediante la emisión de la voz, esos signos previamente memorizados se convirtiesen en sonido real.
El introito Gaudeamus omnes, en neumas del siglo XIV (Graduale Aboense).Tras varios intentos de reflejar las alturas en los manuscritos de la zona de Aquitania, y que consiguieron un sistema bastante eficaz de representación de los intervalos, pero no exento de la memorización, no será hasta el siglo XI cuando en Italia Guido d’Arezzo († 1080) conciba un sistema que permita reproducir una melodía que, como nos dice el propio monje benedictino y pone en boca del Papa Juan XIX, emocionado ante la magnitud del hallazgo: «…nunca antes se había oído». No solamente consiguió representar la altura de los sonidos de manera inequívoca, sino que además inventó un sistema de reconocimiento de los mismos mediante una sílaba asociada a cada uno de ellos: la solmisación, lo que más adelante conoceremos de manera genérica como solfeo.Con la adopción de este sistema apoyado en la transmisión e interpretación del Canto Gregoriano, se abría la puerta a la invención de nuevas músicas. De ahí la importancia del Gregoriano como punto de partida de la música occidental y de los procedimientos que han conseguido perpetuarla en el tiempo.UN MARCO ESPIRITUAL Y UNA CLASIFICACIÓN FUNCIONAL
Como música funcional que es, el Canto Gregoriano no se canta de manera gratuita. Está orientado a unos fines: la liturgia y la oración. Durante siglos la liturgia de la iglesia ha desarrollado un marco propio que podemos dividir en dos grandes articulaciones: la Misa y el Oficio Divino. La primera es la manifestación por excelencia del mensaje cristiano: la entrega del Maestro que deja su cuerpo y su sangre para fortalecer a sus discípulos. Como tal la Misa constituye el centro litúrgico y universal de las reuniones de los cristianos. El Oficio Divino es otro tipo de expresión por el que las comunidades monásticas se reúnen a determinadas horas del día para orar en común. Aunque las primitivas reglas monásticas establecen algunas particularidades en su celebración, el esquema más universal es el promovido por Benito de Nursia († 547), que establece una división en ocho Horas de acuerdo con un pasaje del salmo 118: «Siete veces al día te alabo y a medianoche me levanto para darte gracias». Como dice el propio San Benito en su Regula monachorum: «…tributemos las alabanzas a nuestro Creador… a laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas, y levantémonos a la noche para alabarle [maitines]». Una vez más la música sirve como vehículo de alabanza. Junto a varios tipos de cantos y oraciones la base textual de las Horas está constituida por la recitación de los 150 salmos durante el ciclo semanal, interpretados con unos estereotipos musicales que denominamos tonos salmódicos y que hacen referencia a unas sonoridades sistematizadas en los ocho modos que clasifican las melodías gregorianas. Pero esta clasificación es hija precisamente de la hibridación producida en la segunda mitad del siglo VIII que dio como resultado la aparición del Canto Gregoriano. Por ello muchas de las piezas pertenecientes al Oficio Divino se han transmitido con unas melodías que se resisten a esta clasificación, dejando entrever que hubo otras fórmulas melódicas además de las que se hicieron oficiales en la época carolingia.
No ocurre lo mismo en el repertorio musical destinado a la Misa. Éste se ha transmitido de manera monolítica en varios cientos de manuscritos. Seguramente fue compuesto siguiendo el espíritu de los ocho modos, el llamado Octoechos. A pesar de tener notables diferencias, los cantos de la Misa y los del oficio Divino presentan ciertas similitudes. Quizá la más notable sea que todos ellos pertenecen a formas de salmodia que proceden de los primeros tiempos y que probablemente alrededor del siglo VI fueron, bien compuestos, bien reelaborados sobre antiguo material por un grupo de expertos que conocemos como la Schola Cantorum. Sobre las melodías por ellos compuestas se produciría más tarde la hibridación romano-franca.
La forma más antigua testimoniada ya en los siglos I y II de nuestra era consistía en la recitación directa y completa de un salmo por un solista, ya que en las primitivas comunidades la participación de la asamblea podemos suponerla como casi nula. Conocemos esta manera de cantar como salmodia directa y con el tiempo derivará para la Misa en el Tracto, fruto de la reelaboración de la Schola sobre material más antiguo. El mismo origen puede atribuirse al Gradual en cuanto a reelaboración sobre antiguos modelos, pero su procedencia es distinta. Durante los siglos III y IV se desarrolló una nueva manera de cantar, en la que el salmo interpretado por el cantor era interrumpido por una serie de aclamaciones (siempre las mismas) realizadas por la asamblea. Surge así la salmodia con respuesta o responsorial. Con el desarrollo de estos cantos por parte de la Schola el texto del salmo se redujo a unos pocos versículos musicalmente muy adornados: los modernos graduales.
La propia Schola compuso otros cantos destinados a acompañar distintas procesiones, como la de entrada del celebrante. Surgen así los introitos, cantos denominados antifonales, género surgido a partir de los siglos V y VI, como resultado de la elección de un versículo del salmo al que se dotaba de una melodía más adornada que la simple salmodia. No obstante, al término de aquélla se interpretaba el salmo con una fórmula estereotipada que hacía referencia a su clasificación modal, a su «tono» de composición. La misma estructura sirve para los cantos de Comunión, elaboración propia de la Schola. El Alleluia es de tardía composición. Consta de dos partes bien diferenciadas: la palabra Alleluia con su jubilus, una larga melodía ubicada sobre la última sílaba, seguida de un versículo de gran desarrollo melódico. Su perfil denota ya una composición pensada y muy estructurada.
Mientras, los ofertorios acompañaban la presentación de ofrendas necesarias para el sacrificio eucarístico. Por su carácter de acompañamiento procesional es calificado como antífona, pero su aspecto era similar al de los cantos de tipo responsorial, ya que al término de la primera parte se continuaba con varios versículos extraordinariamente adornados. A partir del siglo XII los manuscritos dejaron de copiar los versos.
>Todos estos cantos constituyen lo que se denomina el Propio de la Misa, textos y melodías que cambian en función del tiempo litúrgico o de la festividad que se celebra cada día. Además existen los cantos del Ordinario (Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus y Agnus Dei), cuyo texto es siempre el mismo aunque su melodía puede cambiar en función del tiempo litúrgico o de las conmemoraciones de los santos. La clasificación que, al menos de manera teórica, rige estas melodías es el Octoechos, los ocho modos o Tonos de la Música. El nombre de Octoechos deriva de un sistema homónimo de la liturgia de Bizancio, aunque aquí se refería más bien a una ordenación cíclica del salterio cada ocho semanas. A juzgar por determinados testimonios, el sistema se implantó en Occidente de manera rápida y eficaz. Quizás los teóricos y compositores carolingios necesitaron una ordenación clara y precisa de las melodías para una pronta transmisión del nuevo repertorio. Tal es así que el primer testimonio de Canto Gregoriano que conservamos, de aproximadamente el año 799, es una pequeña tabla que ordena algunas piezas de la Misa según las categorías del Octoechos: Protus Authenticus, Primer Modo; Protus Plagalis, Segundo Modo; Deuterus Authenticus, Tercer Modo; Deuterus Plagalis, Cuarto Modo… Las denominaciones Protus, Deuterus, Tritus y Tetrardus son ordinales griegos latinizados a los que se les añade el calificativo de auténtico o plagal. Cada denominación modal se caracteriza por tener una final: Protus finaliza en la nota re; Deuterus en mi, Tritus en fa y Tetrardus en sol. Cada categoría presenta una doble división: Auténtico y Plagal. Comparten la misma final, pero su ámbito melódico y sus fórmulas musicales son distintas. Mientras que el desarrollo de la melodía de los modos auténticos se hace siempre hacia el agudo de la nota final, en los modos plagales la final permanece como una bisagra en la que la melodía se desarrolla tanto por encima como por debajo de esa nota final. Además cada modo presenta una nota de contraste como segunda cuerda principal, en la que, a menudo, la melodía suele instalarse o bien recitar el salmo cuando la pieza es acompañada de éste. Es la dominante modal.
Aunque pueda parecer que el Octoechos surgió de la nada, es posible que antes de que se implantara de manera oficial existiese otra ordenación a la que los estudiosos han bautizado con el nombre de modalidad arcaica. Todavía hoy existe un debate entre los musicólogos sobre la relación entre ésta y el sistema evolucionado de los ocho modos.
Uno de los aspectos más notables —y a la vez controvertidos— de la modalidad es aquel propiciado por la adecuada ordenación de los sonidos, que permitió a los teóricos medievales —y aquí tendríamos una importante conexión con la Antigüedad— definir un carácter en cada modo. Incluso en algunos casos conservamos representaciones de los mismos esculpidas en capiteles como el caso de Cluny, en los que mediante representaciones humanas en determinadas actitudes y portadoras de diversos instrumentos musicales intentan describir lo que para ellos era evidente. Una vez más la dimensión espiritual de una sonoridad se intenta plasmarla de manera real. La unión entre el carácter de un modo y su representación espacio temporal ayudaba a comprender la dimensión de este y su relación con el mundo real. De esta manera se realizaba un puente entre la espiritualidad de las melodías, su adecuación a un momento litúrgico determinado y el carácter propio de cada una de las ordenaciones melódicas de acuerdo con el significado del texto. Pura técnica al servicio de la espiritualidad.
Este ethos modal ha sido recreado a lo largo de la Edad Media por sucesivas generaciones de teóricos del canto gregoriano, pero quedémonos con la poesía de un compositor y teórico benedictino —posteriormente exclaustrado— Adam de Fulda (ca 1445-1505):Omnibus est primusSed alter est tristibus aptusTertius iratusQuartus dicitur fieri blandusQuintum da letisSextus pietate probatisSeptimus es juvenumSed postremus sapientumLa tristeza, la ira, la alegría, la piedad, la juventud o la sabiduría son algunas de las cualidades que aparecen en las propias melodías. Así no era posible apreciar la música sin tener en cuenta estas características que hablaban directamente al corazón de aquellos que con fervor participaban en cada uno de los misterios de la Iglesia.[…]Historia y Espiritualidad del Canto GregorianoJUAN CARLOS ASENSIOConservatorio Superior de Música de SalamancaREVISTA DE ESPIRITUALIDAD 67 (2008), 387-406EL CONTEXTO HISTÓRICO
En el Concilio de Trento (1545-1563) nacieron algunas disposiciones que afectaban directamente al canto. Por primera vez se creaba una edición «oficiosa» del repertorio conocida como la Edición Medicea (impresa en la tipografía de los Medici) que en cierta manera buscaba la unidad deseada desde los tiempos carolingios. Esa edición debe mucho a la época y a las personas que la realizaron, en su mayoría polifonistas (inicialmente Palestrina encabezaba el proyecto pero por diversos motivos lo abandonó) que consideraban bárbaras la mayoría de las creaciones medievales. Por ello no se entendieron ni los melismas, auténticas obras maestras del repertorio, ni otras de sus características primitivas ligadas siempre al texto. Los estudios del latín revitalizados por los humanistas de la época tenían como objetivo la recuperación del latín del período clásico y consideraron el tratamiento de los textos de los compositores gregorianos —y consiguientemente sus melodías— como resultado de la incomprensión de gentes bárbaras de los siglos oscuros.A partir de entonces el canto continuará con su papel litúrgico, cada vez más encerrado en sí mismo, musical y socialmente descontextualizado (aunque no litúrgicamente), hasta que en el siglo XIX en el monasterio benedictino de Solesmes, dentro de un movimiento general de recuperación de la liturgia romana en Francia, comenzó también el estudio científico del canto a través de los más antiguos manuscritos conservados. De aquí partiría una escuela de estudio e interpretación que perdura aún hoy y que ha conseguido difundir un estilo de canto resultado de la época en la que comenzaron sus estudios. Tras el Concilio Vaticano II, y a pesar de que una de sus Constituciones dice expresamente que el canto Gregoriano «es el canto propio de la Iglesia Romana», su aplicación litúrgica ha caído en desuso, dando primacía a otras músicas no siempre adecuadas. A la par que se iniciaba su decadencia litúrgica se ha convertido en materia de estudio en universidades, conservatorios y centros de investigación. De la misma manera su ejecución es encomendada cada vez más frecuentemente a «profesionales» no vinculados a instituciones religiosas, sino a prestigiosos grupos que hacen recreaciones del canto medieval, muy distintas de las estéticas conseguidas por los coros de entornos monásticos. Pero hemos de decir que gracias a estos estudios y a la comparación de distintas tradiciones de canto aún vivas, la interpretación del repertorio gregoriano muestra hoy un aspecto que entronca más en sus orígenes ligados a tradiciones orales.
Podemos decir que el Canto Gregoriano se ha desacralizado para convertirse en una música que pertenece a un período, a una estética y a un movimiento de la historia determinados. Cada vez es más frecuente su interpretación en concierto, dentro de los festivales de música antigua o simplemente como complemento a temporadas anuales de tal o cual sociedad filarmónica. Eso está bien, pero de la misma manera que cualquiera de las misas de Requiem que escuchamos en concierto con el mayor de los placeres, si se ejecutaran dentro del contexto para el que fueron creadas tornarían a su primitiva función, esto es, el duelo y la oración por el difunto, cobrando así su pleno sentido, cada vez que escucháramos una pieza gregoriana interpretada dentro de una ceremonia, en su momento apropiado y con todos los referentes precisos para entender su función, todo sería distinto. ¿Qué pensaríamos si a una obra de teatro se le suprimiera un personaje? Parece que acostumbrados como estamos a escuchar ópera en versión de concierto, aceptamos también la audición de músicas fuera de su contexto. Pero indudablemente no es lo mismo. Si aceptamos la ausencia de escenificación es por la belleza de la propia música. y porque suplimos la falta de escena con el conocimiento de la trama que nos ayuda a ubicar cada cosa en su lugar, de lo contrario sería un completo disparate justificable solamente por la calidad musical del fragmento, pero a todas luces incompleto y descontextualizado.
Como dijimos al principio en la música litúrgica de cualquier tipo, de cualquier época y de cualquier cultura, el componente de ritualización es indisociable de la propia música. En la mayoría de los casos sus textos se extraen de los libros sagrados, acentuando aún más su carácter «divino». Si para el hombre medieval la música tenía una triple división: mundana, humana e instrumental, la primera de tipo teórico vinculada al movimiento de los astros, la humana referida a la música vocal y la tercera a la producida por instrumentos, habría que añadir la música divina, aquella que ellos mismos consideraban inspirada por Dios. Y esa música, el Canto Gregoriano, era el modelo y la inspiración para el resto de las otras músicas. Omnipresente, participaba de una u otra forma de las grandes ceremonias. Y forma parte de la atmósfera creada en obras maestras de la literatura universal. Sería difícil sustraerlo del ambiente logrado por Victor Hugo en su primer capítulo de NotreDame de París, cuando describe la ceremonia de elección del papa de los locos, o de la rígida estructuración temporal trazada por Umberto Eco en El nombre de la rosa, donde parece que el propio canto respira en muchas de las escenas de la novela.
Hoy en día aún resuenan las palabras de uno de los principales teóricos de finales del Renacimiento, Pedro Cerone, quien al publicar en 1613 uno de los principales tratados teóricos de la época, argumenta que «Entre todos los géneros de Música con que el culto divino se sirve y celebra, ninguno hay tan conveniente y devoto como el Canto que instituyó San Gregorio el Magno, que por nombre ordinario llaman Cantollano».