El Occidente medieval nació de las ruinas del mundo romano. En ellas encontró un apoyo y un obstáculo a la vez. Roma fue su alimento y su parálisis. La historia romana, establecida por Rómulo bajo el signo del aislamiento, no es más que la historia de una grandiosa clausura, incluso en sus mayores éxitos. La ciudad reúne en torno a ella un espacio dilatado por las conquistas hasta un perímetro óptimo de defensa que ella misma se propone en el siglo I encerrar tras los limes (limites), verdadera muralla china del mundo occidental. Dentro de esa muralla Roma explota sin crear: ninguna innovación técnica desde la época helenística, una economía nutrida por el pillaje donde las guerras victoriosas proporcionan la mano de obra servil y los metales preciosos arrancados de los bienes atesorados de Oriente.
Sobresale, eso sí, en las artes conservadoras: la guerra, siempre defensiva pese a las apariencias de la conquista; el derecho, que se construye sobre el andamiaje de los precedentes y previene contra las innovaciones; el sentido del Estado que garantiza la estabilidad de las instituciones; la arquitectura, arte por excelencia del habitat. Esta obra maestra de permanencia, de integraciones, que fue la civilización romana se vio atacada en la segunda mitad del siglo II por la erosión de fuerzas de destrucción y de renovación.
La gran crisis del siglo III socava el edificio. La unidad del mundo romano se esfuma: el corazón, Roma e Italia, se anquilosa, ya no riega los miembros que intentan vivir su propia vida: las provincias se emancipan y después se convierten en conquistadoras. Españoles, galos y orientales invaden el senado. Los emperadores Trajano y Adriano son españoles y Antonino, de ascendencia gala; bajo la dinastía de los Severos, los emperadores son africanos y las emperatrices sirias. El edicto de Caracalla concede en el 212 el derecho de ciudadanía romana a todos los habitantes del Imperio. Tanto este ascenso provincial como el éxito de la romanización muestran el ascenso de fuerzas centrífugas. El Occidente medieval será el heredero de esta lucha: ¿unidad o diversidad?, ¿cristiandad o naciones?
La fundación de Constantinopla, la nueva Roma, por Constantino (324-330) materializa la inclinación del mundo romano hacia Oriente. Este desacuerdo dejará su impronta en el mundo medieval: en adelante, los esfuerzos de unión entre Occidente y Oriente no podrán resistir una evolución divergente. El cisma se halla enquistado en las realidades del siglo IV. Bizancio será la continuación de Roma y, bajo las apariencias de la prosperidad y del prestigio, continuará tras sus murallas la agonía romana hasta 1453. Occidente, empobrecido, en manos de los «bárbaros», deberá rehacer las etapas de un florecimiento que le abrirá, a finales de la Edad Media, los caminos del mundo entero.
La fortaleza romana de donde partían las legiones a la captura de prisioneros y de botín se halla ahora asediada y muy pronto asaltada. La última gran guerra victoriosa data de los tiempos de Trajano, y el oro de los dacios después del 107 es el último gran alimento de la prosperidad romana. Al agotamiento exterior se añade el estancamiento interno y, sobre todo, la crisis demográfica que hace más aguda la penuria de la mano de obra servil. En el siglo II Marco Aurelio contiene el asalto bárbaro sobre el Danubio donde muere en el 180, y el siglo III es testigo de un asalto general a las fronteras de los limes que se calma no tanto por los éxitos militares de los emperadores ilirios a finales del siglo y de sus sucesores, como por el apaciguamiento que supuso la aceptación como federados, aliados, de los bárbaros, admitidos en el ejército o en los límites interiores del Imperio: primeros esbozos de una fusión que caracterizará a la Edad Media.
Los emperadores creen poder conjurar el destino abandonando los dioses tutelares, que han fracasado, por el Dios nuevo de los cristianos. La renovación constantiniana da la impresión de ratificar todas las esperanzas: bajo la égida de Cristo parece que la prosperidad y la paz quieren reaparecer. Pero sólo se trata de un corto respiro. El cristianismo es un falso aliado de Roma.
Las estructuras romanas no son para la Iglesia más que un marco donde tomar forma, una base donde apoyarse, un instrumento para afianzarse. El cristianismo, religión con vocación universal, duda antes de encerrarse en los límites de una civilización determinada. Sin lugar a dudas, él será el principal agente de la transmisión de la cultura romana al Occidente medieval. Pero junto a esta religión cerrada la Edad Media occidental descubrirá también una religión abierta y el diálogo de esos dos rostros del cristianismo dominará esta edad intermedia.
Economía cerrada o economía abierta, mundo rural o mundo urbano, fortaleza única o mansiones diversas: el Occidente medieval empleará diez siglos en resolver estas alternativas. Si se puede detectar en la crisis del mundo romano del siglo III el comienzo de la conmoción de la que nacerá el Occidente medieval, es perfectamente válido considerar las invasiones bárbaras del siglo V como el acontecimiento que desencadena las transformaciones, les da un cariz catastrófico y modifica profundamente su aspecto. Las invasiones germánicas en el siglo V no son una novedad para el mundo romano. Sin remontarse a los cimbros y a los teutones vencidos por Mario a comienzos del siglo II antes de Cristo, hay que tener en cuenta que desde el reinado de Marco Aurelio (161-180) la amenaza germánica se cierne permanentemente sobre el Imperio.
Las invasiones bárbaras son uno de los elementos esenciales de la crisis del siglo III. Los emperadores galos e ilirios de finales del siglo III alejaron durante un tiempo el peligro. Pero —para ceñirnos a la parte occidental del Imperio— la gran incursión de los alamanes, de los francos y de otros pueblos germánicos que el año 276 devastan la Galia, España e Italia del norte, presagia la gran avalancha del siglo V. Deja las llagas sin cicatrizar —campos devastados, ciudades en ruina—, acelera la evolución económica —-decadencia de la agricultura, repliegue urbano—, la regresión demográfica y las transformaciones sociales: los labriegos se ven obligados a buscar el amparo cada vez más pesado de los grandes propietarios que se convierten de este modo en jefes de bandas militares y la situación del colono se parece cada vez más a la del esclavo. Y a veces la miseria campesina se transforma en levantamiento: circunceliones africanos, bagaudas galos y españoles cuya revuelta se hace endémica en los siglos IV y V.
En Oriente aparecen igualmente bárbaros que seguirán su camino y que desempeñarán en Occidente un papel capital: los godos. En el 269 el emperador Claudio II logra detenerlos en Nisch, pero ocupan la Dacia y su espectacular victoria de Andrinópolis contra el emperador Graciano el 9 de agosto del 378, si no fue el acontecimiento decisivo descrito con pánico por tantos historiadores «romanófilos» —«Podríamos detenernos aquí, escribe Víctor Duruy, porque de Roma no queda nada: creencias, instituciones, curias, organización militar, artes, literatura, todo ha desaparecido»—, no deja de ser el trueno que anuncia la tormenta que terminará por sumergir al Occidente romano.
Poco importan las causas de las invasiones. La explosión demográfica, la codicia hacia territorios más ricos invocadas por Jordanes quizá no hayan tenido lugar más que como consecuencia de un impulso inicial que bien podría haber sido un cambio de clima, un enfriamiento que, desde Siberia a Escandinavia, habría reducido los terrenos de cultivo y de crianza de los pueblos bárbaros y, empujándose unos a otros, les habría puesto en marcha hacia el sur y el oeste hasta las Finisterre occidentales: la Bretaña, que se convertiría en Inglaterra, la Galia, que sería después Francia, España de la que sólo el sur tomaría el nombre de los vándalos (Andalucía) e Italia que sólo en el norte conservaría el nombre de sus invasores tardíos (Lombardía).
Hay ciertos aspectos de esas invasiones que tienen una importancia especial. Ante todo, son casi siempre una huida hacia adelante. Los invasores son fugitivos presionados por algo más fuerte o más cruel que ellos. Su crueldad es con frecuencia la crueldad de la desesperación, sobre todo cuando los romanos les niegan el asilo que ellos piden con frecuencia de forma pacífica.
Es cierto que los autores de los textos siguientes son sobre todo paganos que, herederos de la cultura grecorromana, manifiestan el odio hacia el bárbaro que aniquila desde fuera y desde dentro esta civilización, destruyéndola o envileciéndola. Pero muchos cristianos para quienes el Imperio romano es la cuna providencial del cristianismo experimentan la misma repulsa hacia los invasores. San Ambrosio ve en los bárbaros a enemigos faltos de humanidad y exhorta a los cristianos a defender con las armas «la patria contra la invasión bárbara». El obispo Sinesio de Cirene llama escitas, «símbolo de barbarie», a todos los invasores y les aplica el verso de la Iliada donde Hornero aconseja «expulsar a esos malditos perros que trajo el Destino».
Sin embargo hay otros textos en un tono bastante diferente. San Agustín, incluso deplorando la desgracia de los romanos, se niega a ver en la caída de Roma por Alarico en el 410 otra cosa que un hecho doloroso como tantos otros que ha conocido la historia romana y subraya que, en contra de la mayoría de los generales romanos vencedores que se hicieron famosos por el saqueo de las ciudades conquistadas y el exterminio de sus habitantes, Alarico aceptó considerar las iglesias cristianas como lugares de asilo y las respetó. «Todo lo que se ha llegado a cometer en cuestión de devastaciones, masacres, pillajes, incendios y malos tratos en este desastre reciente de Roma no es más que la consecuencia de las costumbres de la guerra. Pero lo que se ha llevado a cabo de una manera nueva, distinta, ese salvajismo bárbaro que, por un prodigioso cambio del aspecto de las cosas, ha sucedido de forma tan dulce hasta el punto de elegir y de designar, para llenarlas de gente, las más amplias basílicas, donde nadie sería torturado, de donde nadie se vería arrestado, adonde muchos, para que pudieran librarse, serían conducidos por enemigos compasivos, de donde nadie sería conducido a la cautividad, ni siquiera por crueles enemigos, todo eso hay que atribuirlo al nombre de Cristo, a los tiempos cristianos…»
Pero el texto más extraordinario procede de un simple monje que carece de las razones de los obispos aristócratas para defender el orden social romano. Hacia el 440 Salviano, que se dice «sacerdote de Marsella» y que es monje en la isla de Lérins, escribe un tratado, Du gouvernement de Dieu, que es una apología de la Providencia y un intento de explicación de las grandes, invasiones.
La causa de la catástrofe es interior. Los pecados de los romanos —incluidos los cristianos— son quienes han destruido el Imperio que sus vicios han entregado a los bárbaros. «Los romanos eran para sí mismos peores enemigos que sus enemigos externos, porque aunque los bárbaros les habían derrotado ya, ellos se destruían más aún por sí mismos.»
Por lo demás, ¿qué habría que reprochar a esos bárbaros? Ignoran la religión y si pecan es inconscientemente. Su moral, su cultura son distintas. ¿Por qué se habría de condenar lo que es diferente? «El pueblo sajón es cruel, los francos pérfidos, los gépidos inhumanos, los hunos impúdicos. ¿Pero son sus vicios tan culpables como los nuestros? ¿Es la impudicia de los hunos tan criminal como la nuestra? ¿Es la perfidia de los francos tan reprochable como la nuestra? ¿Es una alamán borracho tan reprensible como un cristiano borracho? ¿Es un alano rapaz tan condenable como un cristiano rapaz? ¿Es sorprendente la trapacería en el huno o en el gépido cuando éstos ignoran que la trapacería es una falta? ¿Es el perjurio en el franco algo inaudito cuando éste cree que el perjurio es la forma normal de actuar y no un crimen?»
Le Goff
Ramera de Babilonia y los reyes. Y uno de los siete ángeles que tenían las siete copas se acercó y habló conmigo, diciendo: «Ven acá, yo te mostraré la condenación de la gran ramera, que está sentada sobre muchas aguas Con ella, los reyes de la tierra han fornicado.. y los que habitan en la tierra se han embriagado con el vino de su prostitución «. (Apocalipsis 17:1-2)
Babilonia es una metáfora de la ciudad del pecado, que ha hecho los reyes caigan en el vicio. La copa de la ramera contiene las abominaciones e impurezas de su fornicación; le entrega la copa a un rey que los dedos el cordón de su vestido con el gesto de una cortesana.
MS M.429 (fol. 124v)