El monacato español hasta el triunfo definitivo del benedictinismo bajo Fernando I (1035-1065) presenta unos rasgos específicos que le confieren definida personalidad dentro de la historia monástica occidental
Las peculiaridades que lo singularizan provienen de la existencia de una vigorosa tradición anterior a la invasión musulmana y a la Reconquista. Se configura en la España visigótica a través de sus fenómenos ascéticos, los Padres de su Iglesia y sus reglas.
La originalidad de esta tradición se ha intentado explicar a partir de un fuerte espíritu nacionalista y de tradiciones primitivas, consecuencia, a su vez, de la tentativa de la monarquía visigoda de implantar un estado sobre la base jurídica y administrativa del Derecho Romano, pero con indudables influencias germánicas. Y es probable que en su propia originalidad resida su auge, pues la época de dominación goda -opina Pérez de Urbel- es un tiempo de benéfica hegemonía, durante la cual aparecen grandes figuras, se crean nuevas formas de vida monástica y el monacato adquiere un desarrollo en extensión y profundidad, un esplendor tal que no volverá a tenerlos en adelante.
Los orígenes del monacato español son oscuros, debido a la escasez y parquedad de fuentes y a la propia controversia historiográfica en torno a las mismas; problemas estos que difícilmente llegarán a producir confirmaciones definitivas.
Del ascetismo al cenobitismo
Que el ascetismo es el precursor del monacato organizado parece estar fuera de toda duda. Ascetas y vírgenes iniciarían su actividad en la Península Ibérica al tiempo que se propagaba el cristianismo, no más allá del siglo 11. Un siglo después, entre 300 y 306, el Concilio de Elvira nos induce a pensar que ya debía existir una floreciente actividad ascéti~a en nuestras tierras.
En el canon 13 se ocupa de las vírgenes consagradas a Dios: si quebrantaren el voto de virginidad y continuaren viviendo en la misma liviandad, sin reparar en el delito que cometen, no recibirán la comunión ni aun al fin de su vida. Pero si tales mujeres … hicieren después penitencia todo el tiempo de su vida, y se abstuviesen del acto carnal, recibirán la comunión al fin de su vida …
Y en el canon 33 decreta la abstención del uso del matrimonio para todo el clero: Decidimos prohibir totalmente a los obispos, presbíteros, diáconos y a todos los clérigos que ejercen el ministerio sagrado, el uso del matrimonio con sus esposas y la procreación de hijos. Aquel que lo hiciere será excluido del honor del clericato.
Aunque estas disposiciones no se refieren al monacato propiamente dicho, su importancia radica, a nuestro entender, en que institucionalizaron el ascetismo, que hasta entonces no pasaba de ser mera aspiración religiosa, y regularon lo que ya debía ser un estado cualificado dentro de la Iglesia, la institución de la virginidad: mujeres que llevaban una vida ascética dentro de sus familias y en comunidades.
Sobre todo, debieron acentuar el movimiento ascético, pues claramente exponen la meta de la continencia sexual como una de sus máximas aspiraciones, y que luego será uno de los principales fundamentos de la vida monástica.
Pero las prescripciones del Concilio de Elvira no debieron tener mucho éxito. Prueba de ello es que el Concilio I de Zaragoza, celebrado en 380, se ocupa de nuevo de las vírgenes, estableciendo en su canon VIII el límite de edad para la velación virginal en los cuarenta años.
Hacia 385, el papa Siricio escribe al metropolitano tarraconense, Himerio, sobre la necesidad de exhortar al cumplimiento de la disciplina vigente, esto es, la de Elvira. Años después, en el 400, el Concilio I de Toledo da normas más concretas y severas que las precedentes, pues dispone en su canon VI que la joven consagrada a Dios no tenga familiaridad con varón religioso, ni con cualquier otro seglar, sobre todo si es pariente suyo, ni asista a convites a no ser que se hallen presentes ancianos o personas honradas …
El priscilianismo
La situación debió agravarse con la aparición, en la segunda mitad del siglo IV, del priscilianismo, secta ascética de carácter rigorista y con profundas raíces sociales. Considerada y perseguida como herética, ensombreció el movimiento ascético.
Su falta de sumisión a la jerarquía -dice Colombás-, su desprecio de los cristianos que no compartían sus prácticas ascéticas, su inclinación a leer los apócrifos y a componer otros nuevos con el fin de fundamentar en su pretendida autoridad los excesos que cometían, todo contribuyó a desacreditar con ellos el ascetismo y el monacato. Por lo menos en las altas esferas. En otros medios, particularmente entre la gente sencilla, el rigorismo de su vida y de su doctrina moral -sobre todo al compararla con la existencia regalada de ciertos obispos, que precisamente eran los que más se agitaban contra Prisciliano y los suyos- gozaba de un prestigio enorme y conquistaba muchos partidarios.
En este contexto, las fuentes de finales de siglo nos hablan ya de monjes en España. Por primera vez los encontramos citados en el canon VI del Concilio I de Zaragoza: Si algún clérigo, por una supuesta vanidad o soltura, abandonase espontáneamente su oficio y quisiere parecer como más observante de la ley siendo monje que clérigo, debe ser expulsado de la Iglesia, de modo que no será admitido en ella después de mucho tiempo de ruegos y súplicas.
También el papa Sirio, en su carta a Himerio, exalta lo valores ascéticos de los monjes españoles, como grupo específico y diferenciado. En el 398 nos sale al paso una carta de San Agustín a Eudoxio, abad del monasterio de Cabrera (islas Baleares), en la que, por primera vez, se nos habla de la existencia en España de una comunidad concreta y de un abad como tal designado.
De principios del siglo V, hacia 410, es la carta de Baquiario, monje itinerante, dirigida a un diácono concupiscente y en la que se emplea, por primera vez en un texto hispano, la palabra monasterio. Y del mismo Baquiario es otra carta a una mujer consagrada en la que le exhorta a retirarse a un monasterio. Finalmente, también contamos para estos primeros años del siglo con una carta de Severo, obispo de Menorca, en la que se habla de unos monjes que le acompañan en su visita a Mahón.
¿Se trata de monjes cenobitas? Imposible saberlo con certeza, pues los citados testimonios nada nos dicen de su género de vida. Por consiguiente, es preciso expresarse con una cierta cautela conjetural.
Es probable que estos monjes practicasen un ascetismo comunitario, como sabemos lo practicaban los priscilianistas; acaso eran miembros de comunidades semieremíticas, al modo de las que surgieron en Oriente. pero no menos probable es que se trate ya de un cenobitismo incipiente, todavía mal organizado, al menos en determinadas regiones de España.
Es el caso de la comunidad de Cabrera, a cuyo abad, según hemos visto, escribe San Agustín; para éste, la vida cenobítica es la más perfecta, porque es el monje uno solo; pero no en cuanto permanece solo, sino en cuanto está tan íntimamente unido con otros que forma con ellos una misma cosa.
Nos salen al paso, ahora, Baquiario y Eteria, considerados el primer monje y la primera monja con nombre conocido y de quienes poseemos algunas noticias sobre su vida. Ambos son de finales del siglo IV y, por motivos diferentes, llevan una vida itinerante.
Baquiario se vio envuelto en la persecución contra el priscilianismo y tuvo que expatriarse. Fuera de España proclamó su fe en un escrito titulado Profesión de fe, claramente ortodoxo, y escribió las dos cartas a que nos hemos referido.
Eteria, probablemente nacida en Galicia de familia noble, es en realidad una virgen consagrada, aunque no falta quien la hace abadesa de un monasterio. Peregrinó a Tierra Santa, permaneciendo tres años en Jerusalén. Visitó Constantinopla y Alejandría y recorrió los monasterios de la Tebaida. El relato de sus viajes y experiencias ha llegado a nosotros en un libro titulado Itinerario.
Pero el normal desarrollo del monacato queda paralizado por las invasiones de los pueblos bárbaros y por las luchas que mantienen en el territorio español durante todo el siglo V. Nada sabemos -dice Pérez de Urgel- de las vicisitudes del monacato en aquellos días de lucha sin tregua entre varios pueblos que se repartían la península. La paz se hace a principios del siglo VI, y entonces empieza a brillar la luz a través de los cánones de los concilios.
En efecto, a partir de ese momento comenzamos a tener noticias más concretas sobre el monacato, pues los obispos se convierten en protectores y a veces en fundadores de monasterios, cuya vida intentan ordenar a través de los concilios.
Conocemos ya la actividad de algunos monjes como San Victoriano, abad de Asán; San Martín, fundador y abad de Dumio, luego arzobispo de Braga; del obispo Juan de Bíclaro, fundador de un monasterio para el que escribió una regla que, desgraciadamente, no se ha conservado, etcétera. Con todo, el eremitismo continúa existiendo con seguidores tales como San Millán, primero en los montes Distercios y luego en el valle de Suso, donde sus seguidores fundaron un monasterio.
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El monacato hispanovisigodo
JOSÉ IGNACIO MORENO NÚÑEZ
Profesor de Historia Medieval (Universidad Complutense).