«Una clase en la universidad»
Este relieve muestra a varios estudiantes asistiendo a una lectura, entre ellos una mujer.Jacobello y Pier Paolo Dalle Masegne. Siglo XV. Museo Cívico, Roma.
«Sin duda, a mi entender, la primera cuestión que se nos plantea y se debe aclarar sobre las escuelas urbanas es la siguiente: ¿A qué tipo de escuelas nos referimos cuando hablamos de escuelas urbanas?
La semántica de la palabra nos indica que se trata de escuelas ubicadas dentro o en el entorno próximo (en la expansión) de una ciudad, en un espacio habitado urbano, por oposición a un espacio rural, menos habitado o casi deshabitado. No creo necesario pormenorizar aquí los elementos que se estima precisos para que un espacio habitado sea considerado urbano. Básicamente, dicha calificación viene dada por dos elementos. Uno, material; es decir, el número de habitantes suficiente para que se puedan establecer entre ellos relaciones sociales y económicas diversificadas y desfeudalizadas. y el otro, formal; o sea, que los habitantes de ese espacio vivan bajo unas normas de vecindad, en parte impuestas (leyes/cánones) y en parte usuales (usos/costumbres). Así, pues, cuando el número de vecinos de un espacio es lo suficientemente elevado para tener un nivel de convivencia complejo, y se establecen relaciones sociales, económicas, comerciales, lúdicas, etc., con tendencia a conseguir un cierto equilibrio de derechos individuales y sociales, más allá de las relaciones simples de dominio y vasallaje que se derivan de una economía puramente rural y feudalizada, se estima que la actividad desarrollada en ese espacio corresponde a un modo urbano de vida.
En amplias zonas de la cristiandad occidental se produjo ese cambio, de gran transcendencia social, económica y cultural, entre mediados del siglo XI y principios del XII. La expansión de las actividades comerciales y el crecimiento demográfico hicieron crecer la importancia del modo de vida urbana frente al anterior estilo rural.
El nuevo estilo supuso una ruptura en la estructuración social que afectó a todos los aspectos de la actividad humana. La división entre clérigos (que rezan), nobles (que protegen) y siervos (que trabajan) no servirá ya más para explicar las nuevas relaciones socio-económicas. A partir del siglo XII, incluso desde finales del siglo XI, la ciudad, la nueva ciudad medieval, la urbe, protagoniza las relaciones interpersonales, económicas, comerciales y culturales.
Hasta entonces, los monasterios, considerados como entidades rurales, no tanto por su ubicación preferencial en el campo como por su modo de vida, con dependencia económica del trabajo de la tierra, lideraban la enseñanza y la organización escolar en general. Ahora, muchos de ellos no se acomodan, no entran en el nuevo engranaje, y se van quedando aislados, con disminución de alumnos y de monjes. Esta es la hora de las escuelas urbanas, que responden mejor a las nuevas exigencias, a la nueva estructura de la sociedad. En realidad, las escuelas urbanas (entendida la expresión en su acepción material de escuelas situadas en una ciudad, por oposición a escuelas rurales, y prescindiendo de que en esa ciudad el modo de vida fuera o no realmente urbano) no son una novedad de este siglo; existían desde tiempos pasados. Estaban a cargo normalmente de las iglesias catedrales, de sus obispos y/o cabildos, de donde les han venido sus denominaciones de catedralicias, episcopales y capitulares. y digo normalmente, porque también existieron escuelas comunales, a cargo de los concejos; en Italia, por ejemplo, lo eran escuelas tan importantes como las de Bolonia, Pavía, Salerno y otras. Pero las escuelas comunales no son la norma en el conjunto de la cristiandad en esa época. Cuando, a raíz de la caída del imperio romano, la Iglesia se hace cargo de la tarea educativa en el ámbito de la cristiandad occidental, elabora una serie de disposiciones al respecto. Concretamente, la orden de instituir escuelas en las diócesis es transmitida por los concilios y los sínodos de manera constante, pero su cumplimiento fue desigual en las distintas diócesis y provincias eclesiásticas.
De otra parte, están los monasterios, los cuales, aunque no tuvieran entre sus fines primarios el estudio y las funciones docentes, salvo en la medida en que lo exigía la formación del monje, en medio de una sociedad feudalizada, llegaron a ser centros privilegiados, y no sólo en el orden espiritual, sino también en los órdenes social, económico y cultural; y ocuparon el primer lugar en la transmisión de los saberes, sustituyendo incluso a veces a las escuelas catedralicias en la preparación cultural de los clérigosl. En cuanto a las nuevas órdenes monásticas que se fundan en los siglos XI-XII, camaldulenses, cisterciensens, premonstratenses, cartujos, etc., no se proponen el cultivo de la intelectualidad, sino de la espiritualidad; y resulta inútil, salvo excepciones concretas, buscar entre sus monjes y conventos focos interesantes de progreso cultural. Se puede hacer una excepción de foffila general con la orden de Canónigos Regulares de San Agustín, que nace con unos fines más pastorales que contemplativos, y de la que hay constancia de que cultivó el estudio teórico de la teología, con avances importantes en los métodos de enseñanza11. Su misma ubicación urbana les aleja de la consideración de centros rurales y les acerca a la consideración de centros urbanos.
Pero, ya desde mediados del siglo XI, la nueva estructuración socio-económica favorece la actividad de las escuelas urbanas, que responden mejor a las exigencias de la situación. y en efecto, algunas de ellas conseguirán un gran protagonismo. De ser simplemente escuelas de enseñanzas básicas y medias pasarán a ser centros intelectuales, cuyos maestros no se conformarán con impartir una instrucción pasiva y afirmativa, centros en los que ya no bastará con que los alumnos asientan obedientemente con un «magister dixit», centros en los que se cultivarán la reflexión personal, las preguntas y las objecciones, la discusión. En otras palabras, pasarán a ser centros donde tendrá mayor vigencia la argumentación racional.
Hasta entonces, tanto en unas escuelas como en otras, en las monásticas y en las urbanas, se enseñaban, en líneas generales, los mismos saberes; es decir, las artes liberales, encuadradas en el trivium (la gramática, la dialéctica, la retórica) y el quadrivium (la aritmética, la música, la geometría, la astronomía) y la teología, que coronaba el aprendizaje y el saber. Pero, en la práctica, en muchas escuelas se impartían solamente las disciplinas del trivium; o, incluso, se limitaban a enseñar la gramática y un poco de retórica y de canto llano, como preparación para la enseñanza de la «sacra doctrina»; es decir, para la intelección de la Biblia y para la intervención en la práctica religiosa. De ahí el nombre de «escuelas de gramática», que recibieron muchas de ellas, aquellas que en su evolución no llegaron a la categoría de estudios generales. Aunque la impartición de estas enseñanzas pudiera tener efectos de instrucción básica también para los no clérigos, lo cierto es que estas escuelas estaban orientadas fundamentalmente para los clérigos, hasta el punto de que ser clérigo equivalía a ser culto.
No está fuera de lugar añadir que, al menos en algunas zonas de Italia y de la Península Ibérica, parece muy probable que se cultivase, desde tiempos muy anteriores, la enseñanza del derecho, con referencia al derecho de cuño romano y al derecho que la Iglesia iba generando. La escasez de fuentes documentales al respecto no permite hacer aseveraciones tajantes, pero varios indicios nos llevan a concluir que probablemente en estas zonas de la cristiandad occidental no se llegó a perder el cultivo teórico y práctico de uno y otro derecho.
Con una matización. El derecho canónico no existe propiamente como ciencia jurídica hasta después de Graciano. Hasta entonces, la Iglesia se guía por una serie de normas dogmático-morales (para la fe y las costumbres) acordadas por los concilios y sínodos y por la autoridad cualificada de los romanos pontífices, basadas en la Biblia y en los escritos de los Padres de la Iglesia y recogidas en colecciones varias. Justamente, la finalidad de Graciano era la de conseguir un conjunto homogéneo de disposiciones, concordar los cánones discordantes, de donde el nombre que él mismo puso a su colección: Concordia discordantium canonum. Aunque su obra no tuvo valor oficial, en virtud de su valía científica de sistematización de las normas eclesiásticas, fue rápidamente aceptada por los teólogos interesados en el ámbito de la normativa eclesial y se constituyó en un libro materia de estudio y comentario, dando lugar a un cúmulo de canonistas conocidos como decretistas.
Hasta Graciano el derecho de la Iglesia no es una disciplina aparte de la teología, de la «sacra eruditio». Las «leyes temporales» son derecho, pero los cánones ( «leyes divinas» ) son teología. El propio Graciano, aunque demuestra tener una gran formación jurídica, elabora su Decretum desde la teología. Es a partir de él, y fuera ya de él mismo, cuando el derecho de la Iglesia pasa a ser ciencia independiente.
Cierto es que en Hispania la referencia a las disposiciones eclesiásticas en ella vigentes, o sea, las contenidas en la colección canónica conocida con el nombre de Hispana, se hace frecuentemente con la utilización de una expresión mitad jurídica mitad teológica: la de lex canonica, como puede verse, por poner un ejemplo, en la documentación de la sede de Coimbra de entre los siglos VIII y XIII.
Normalmente, el término lex se reserva para las normas de la autoridad civil y se utiliza el de canon para las de la Iglesia. Graciano recoge esta denominación: «Ecclesiastica constitutio nomine canonis censetur». Pero no es raro utilizar el término lex también con referencia a las normas eclesiásticas; así, el mismo Graciano habla del oficio, o función, de las «leyes eclesiásticas y de las leyes seculares». No obstante, no hay constancia alguna de que se impartiera la materia del derecho eclesiástico como disciplina aparte de la «sacra doctrina». En cualquier caso, y al igual que la medicina, el derecho constituía una materia que no estaba incluída entre las artes liberales, que estaba fuera de las disciplinas del trivium y del quadrivium.
Las escuelas urbanas relacionadas por los historiadores con el renacimiento del siglo XII no son todas las escuelas urbanas existentes entonces a lo largo ya lo ancho de la cristiandad latina, conforme a la documentación de que disponemos actualmente.
Son varios los focos culturales a tener en cuenta a la hora de explicar el proceso del cambio cultural; y no sólo con relación a los centros culturales en si mismos, sino en atención también a los contenidos culturales, es decir, a los saberes impartidos. París y su entorno en Francia, Bolonia y Salerno en Italia, son ciudades escolares que suelen ser mencionadas, principalmente para la filosofía-teología (París), para el derecho (Bolonia) y para la medicina (Salerno). De forma auxiliar y en segundo plano se tienen también en cuenta otras escuelas, como Canterbury y Oxford (teología) en Inglaterra, Montpellier (medicina) en Francia; Pavía y Rávena (Derecho) en Italia; Toledo (traducciones) en España, etc. Pero se admite generalmente que es en las escuelas de París y de su entorno donde aparece en primer lugar el gran cambio socio-cultural escolarl6.
La principalidad de las escuelas de París se manifiesta claramente en el aflujo de estudiantes de las otras partes de la cristiandad, incluso de ciudades donde existían ya escuelas de renombre. Es el caso, por ejemplo, de Pedro Lombardo, el cual, después de estudiar en Bolonia, marchará a París, «amore discendi incensus», donde estudió, enseñó y escribió, y de donde fue nombrado obispo. Estimo, por mi parte, que esta principalidad de las escuelas parisinas debe venir referida esclusivamente a los saberes filosóficos y teológicos, saberes que marcan en buena medida el terreno disciplinar en el que se ubica en los primeros momentos el renacimiento escolar. H. Santiago-Otero califica este fenómeno como «un hecho de geografía cultural».
El cambio cultural al que se hace referencia no surge de forma repentina, naturalmente. Los antecedentes remotos nos llevan fuera de París a unos cien años antes. Ya en torno al año mil, y durante todo el siglo XI, se detectan síntomas de cambio en diversos ámbitos: sociales (creación de las hermandades), políticos (fortalecimiento de las monarquías), económicos (aumento de las actividades comerciales), culturales (Gerberto de Aurillac, papa filósofo del año mil bajo el nombre de Silvestre II { + 1003 } , impulsaba el ejercicio de la controversia en su cargo de scholasticus de la escuela episcopal de Reims), religiosos (inicio de la reforma gregoriana con Gregorio VII { 1073-1085 } ), de intercambio a todos los niveles populares a través de los viajes de peregrinación religiosa y socio-cultural, en la que participaron gentes de todas clases y países.
Y fuera de Francia, por el mismo tiempo, a lo largo del siglo XI, sin entrar aún en el panorama que presenta la península Ibérica, que veremos más adelante, diversas escuelas de Italia (principalmente, las urbanas municipales de Bolonia y Salerno y la monástica de Monte Casino) tenían una actividad destacada y de vanguardia en estudios de derecho y de medicina y en traducciones. Canterbury y Oxford hacen eje con París en los estudios filosófico-teológicos. La escuela capitular de Toumai, en Bélgica, brilla como una segunda Atenas en tiempos del scholasticus Odon (1087-1092), el cual sería, más tarde, obispo de Cambrai (1105-1113). En fin, sin pretender entrar en una relación pormenorizada de escuelas, se constata por estos tiempos un cierto florecer generalizado de las instituciones escolares, que si en algunos casos fue solamente coyuntural, en otros marcó toda una época.
Los antecedentes inmediatos del despertar cultural escolar nos acercan ya a París. A finales del XI y principios del XII, en las escuelas episcopales de Laon y de Chartres enseñan el trivium y la teología cuatro maestros denominados modernos; son Anselmo de Laon ( 1050-1117), su hermano Raúl ( = Radulfo, Rodolfo } (+ 1131/1133), Guillermo de Champeaux (ca. 1070-1122) e Ivón de Chartres ( ca.1 040-1116), teólogo y canonista precursor de Graciano. Sin olvidarnos de que la actividad escolar sigue floreciente en las vecinas urbes de Orléans y Reims, en Canterbury y Oxford y en las ciudades italianas de Bolonia, Pavía y Salerno.
Ya en pleno siglo XII, no cabe duda de que el gran promotor de ese movimiento «escolástico», que llegará a revolucionar el método y los contenidos de la enseñanza en general y de la enseñanza filosófico-teológica en particular, será Pedro Abelardo (1079-1142), que estudia y enseña en París y en sus alrededores. Fue alumno de tres grandes maestros: Roscelino de Compiegne (ca. 1050-1120/1125), Guillenno de Champeaux (ca. 1070-1122) y Anselmo de Laon (1050- 1117); pero Abelardo se rebeló abiertamente contra los métodos docentes al uso. Desea enseñar la «sacra doctrina» o «sacra pagina», no ya para obtener un conocimiento de la misma que sirva solamente para la meditación personal y para la predicación, sino para conseguir una racionalización de la misma. No se queda en una teología piadosa; quiere una teología de búsqueda y de reflexión. y en su propósito no es conformista, no se aviene a ir paso a paso; es rebelde y rompe los esquemas a conciencia. En lugar de seguir el orden sistemático que viene marcado en la historia de la salvación tal como se consigna en la Biblia, Abelardo sigue un orden temático racional. Así es como llegan a plantearse problemas filosófico-teológicos, a los que se dan respuestas varias, según el razonamiento de cada maestro, de cada «escuela».
Naturalmente, el método abre el campo de la razón y del librepensamiento y favorece la discusión, con el inconveniente para la autoridad doctrinal tradicional, el papado, de ver disminuida su influencia dogmática, y con peligro de que reinara una cierta anarquía en un ámbito tan delicado como es el de las verdades de la fe cristiana, relegando al olvido algunas materias teológicas. No obstante, significaba positivamente poner toda la fuerza de la razón al servicio de la fe. En su obra, titulada Sic et non19, recoge Pedro Abelardo en 158 capítulos sentencias divergentes «ex dictis sanctorum» Padres de la Iglesia) sobre varias cuestiones de la fe y de la moral, sin expresar su opinión personal; en el prólogo20 expone los principios o criterios a seguir, o sea, el método para buscar una solución a las cuestiones planteadas, hasta donde pueda llegar la razón humana. En su tarea intelectual y docente topó Abelardo con la oposición frontal de san Bernardo de Claraval (1091-1153), impulsor del movimiento cisterciense, personaje de gran influencia en la política eclesial y en la espiritualidad de su tiempo. Su incansable lucha y sus sinsabores, dentro de la fidelidad última a la autoridad máxima eclesial, los narra el propio Abelardo en su Historia calamitatum. Pese a todo, la escolástica, como método racional para afrontar la problemática filosófico-teológica, con diversidad, a su vez, de submétodos y de corrientes de pensamiento, había nacido.
Más tarde, Pedro Lombardo ( ca, 1095-1160), oyente por algún tiempo en París de Abelardo, consiguió elaborar un corpus teológico bien armado, con abundancia de textos patrísticos, de autoridades, y huyendo de especulaciones y controversias, al modo en que su compatriota Graciano elaboró, a mediados también del siglo XII, su corpus canónico, Ambos se apoyan en el método del sic et non de Abelardo, especialmente Graciano; y sus corpus marcarán un hito en la enseñanza de las respectivas disciplinas, teología y derecho canónico.
Las escuelas parisinas, de París y de su entorno, en las que enseñaron Abelardo y otros grandes maestros coetáneos (Hugo de San Victor: + 1141, Alberico de Reims: + 1141, Thierry de Chartres: + ca.1150, Gilberto de la Porrée: + 1154, Pedro Lombardo: + 1160, Roberto de Melun: + 1167, Adam de Petit Pont: + 1180/1181, etc. ) presentaban durante ese tiempo inicial de la revolución escolar unas características que es oportuno tener en cuenta para comprender bien la transcendencia y el desarrollo de los sucesos en ellas protagonizados, máxime teniendo en cuenta que esas características se extienden a las demás escuelas urbanas del Occidente europeo.
En la primera mitad del siglo XII, la mentalidad de los contemporáneos da a la persona del maestro mayor importancia que al lugar donde enseña; la escuela sigue al maestro24. En cierto sentido, se puede hablar de una escuela personal. Los estudiantes se distinguen a sí mismos más frecuentemente por el maestro o maestros que han tenido que por el lugar donde han realizado los estudios; se denominan porretani, albericani, meludinensi, parvipontani, etc., con referencia a sus maestros: Gilberto de la Porrée, Alberico de Reims, Roberto de Melun, Adam de Petit Pont, etc., aunque también hubo escuelas que han pasado a la posteridad merecidamente con el nombre del lugar y con referencia al conjunto de maestros y alumnos. Es el caso del monasterio de canónigos regulares de san Agustín de San Víctor de París, fundado por Guillermo de Champeaux a principios del siglo XII, que dio lugar a la «escuela de los victorinos» (Ricardo, Hugo, Gualterio, Acardo, etc.).
En este tiempo, los maestros se hacen profesionales de la enseñanza; en cierto modo viven de ella y para ella. Ellos son la escuela; y enseñen aquí o allá, la escuela va con ellos, porque los alumnos les siguen.
Además, en esos primeros momentos, a falta de una regulación apropiada, reina una gran libertad en el ámbito de la enseñanza, en los métodos, en los contenidos y en el acceso mismo a la profesión de enseñante. Cuando el papa Alejandro III (1159-1181) regula la concesión de la licentia docendi25, lo hace, no sólo para controlar la profesión, sino también para facilitar el acceso a la misma, en el sentido de que ordena se conceda gratuitamente y no se deniegue a nadie que demuestre ser idóneo. Con esta disposición el scholasticus, que hasta entonces concedía el permiso a su arbitrio, ve disminuido su poder; pues, si él lo negara, el solicitante podrá recurrir al superior. La licentia docendi se debe considerar el antecedente inmediato de la titulación que se exigirá en el futuro hasta nuestros días para la práctica de la profesión docente en sus distintos grados. Juan de Salisbury ( ca. 1115- 1180), inglés que se forma en París con Abelardo, Guillermo de Conches y Gilberto de Poitiers, será uno de los grandes exponentes del triunfo parisino. «
[…]LAS ESCUELAS URBANAS
Y EL RENACIMIENTO DEL SIGLO XII
José María Soto Rábanos
CSIC. Madrid