Barraganía y amancebamiento en la Edad Media
Las relaciones sexuales durante la Edad Media debían circunscribirse al rígido guión marcado por la voluntad divina que establecía el orden natural de las cosas, fuera del cual todo proceder era considerado contra natura y contra la recta razón y, en consecuencia, punible. La única unión carnal posible era la heterosexual y con fines procreativos. Y la única unión hombre-mujer consentida era la sancionada por el sacramento del matrimonio. Las restantes relaciones, como la barraganía, el comercio carnal, el adulterio, el amancebamiento de clérigos, el incesto, la homosexualidad o el bestialismo conducían directamente ante los tribunales de Justicia. Ahora bien, cabría matizar el rigor legal desplegado contra algunas de estas relaciones, concretamente contra las dos primeras, toleradas como medio de evitar pecados de mayor consideración y alteraciones del orden público.
Barraganía y amancebamiento
Las relaciones prematrimoniales y conyugales protagonizadas por novios y esposos antes y después de contraer matrimonio no fueron las únicas establecidas entre hombres y mujeres en la sociedad medieval con vistas a la formación de un hogar y el mantenimiento de una vida en común. Por el contrario, existió todo un mundo de relaciones extraconyugales protagonizadas por solteros que no quisieron renunciar al sexo y a la vida en pareja aunque no pudieran o no desearan contraer matrimonio. Eran relaciones basadas en la expresión de una libre voluntad que permitía convivir bajo un mismo techo y compartir la mesa y los alimentos, la cama y la crianza de los hijos y la propiedad de los bienes.
Dentro de lo que supone la formación de parejas estables, es decir, de auténticos hogares integrados por personas solteras -o, en todo caso, separadas o viudas, pero nunca casadas ni obligadas a celibato-, interesa diferenciar claramente dos modalidades, cuya existencia se prolongó a lo largo de toda la Edad Media. Algunas de estas parejas suscribieron un acuerdo ante notario en el que expresaban su voluntad de vivir juntos y redactaban una serie de cláusulas o condiciones para regular su vida en común. Estas uniones puestas por escrito tuvieron un cierto carácter legal o, cuando menos, fueron consentidas y reguladas por la legislación medieval y constituyen la relación denominada «barraganía» en los fueros altomedievales de la Península. Las mujeres que así vivían fueron llamadas barraganas, mientras que de sus compañeros masculinos se decía que vivían abarraganados.
En otros casos, la convivencia de la pareja se verificó no solamente al margen de la institución matrimonial, sino también de cualquier acuerdo escrito. Éste fue el tipo de relaciones que en los documentos de los siglos XIV y XV aparece mencionado como «mancebía». Las mujeres solteras que vivían con un hombre sin estar casadas eran llamadas «mancebas», mientras que de los hombres que compartían con ellas el hogar se decía que «estaban amancebados». La relación de mancebía no afectó solamente a personas solteras –como fue el caso de la barraganía, relación que exigía para firmar el contrato notarial la soltería de los contrayentes-, sino también a hombres casados y clérigos obligados a voto de castidad. En realidad, fueron estos últimos los principales protagonistas de ella en los años finales de la Edad Media.
La vida en común de una pareja de no casados no llegó a diferenciarse de manera notable por el hecho de haber o no firmado previamente un contrato notarial. Muchos de los problemas surgidos en ambos tipos de relaciones fueron comunes -procesos de separación, crianza de los hijos, relaciones entre los protagonistas y sus familias- y la única diferencia importante entre ambas, que suponía una considerable ventaja para quien podía firmar un contrato notarial, era que lo pactado protegía a las partes, especialmente a la mujer, considerada siempre como la parte más débil y sometida de la relación, de forma que a la hora de compartir la propiedad de ciertos bienes, reconocer la paternidad de los hijos o exigir la implicación del padre en los gastos de la crianza, las barraganas estuvieron en una posición mucho mejor que las simples mancebas.
En todo caso, y por lo que hace referencia a la práctica de la primera de esas instituciones, es decir, a la firma de contratos de barraganía, habría que comenzar indicando que en el siglo XV dicho término casi nunca aparece, quizá por haber caído en desuso o resultar malsonante o hiriente, y preferir enmascarar la realidad con términos más suaves y, desde luego, más oscuros. Las actas notariales empleaban una terminología tan diversa como indeterminada para designar esta situación, hasta el punto de que en muchas ocasiones no se sabe en realidad si quienes así convivían habían suscrito previamente un contrato notarial o simplemente buscaban una forma de denominar la relación. Era frecuente el uso de la expresión «estar juntos a casa mantener», lo que daba a entender que se convivía bajo un mismo techo y que ambos miembros de la pareja participaban en el mantenimiento del hogar; o la expresión «hacer vida en uno», fórmula muy gráfica que hacía referencia a la cohabitación. En 1479 los sevillanos Juan García e Isabel García declararon en el momento de firmar su compromiso ante el escribano:
«Son de acuerdo de faser vida en uno casy maridablemente.»
Los rasgos principales de este tipo de contratos los describió de manera espléndida para la Edad Media -basándose en el estudio de las disposiciones forales- Enrique Gacto y mantuvo a lo largo del tiempo unas características muy similares. Constituía un rasgo característico de este tipo de uniones la existencia de una serie de condiciones personales previas que ambos miembros de la pareja debían reunir para poder acceder a la firma. La primera obligatoriedad era la de soltería, es decir, no estar casado ni desposado en el momento de concertar su acuerdo; así lo pone de manifiesto de forma expresa el contrato suscrito en Sevilla entre el cuchillero Juan García y su barragana o allegada, Isabel García, en el que ambos declararon «ser personas solteras y no sujetas a ningún matrimonio». En cuanto a la edad, parece que las jóvenes menores de I8 años tenían que contar previamente con la autorización paterna, como evidencia la declaración realizada en 1495 por el pintor sevillano Diego Martínez y su mujer de «que les plazía e consentían» que su hija María Fernández «viviese maritalmente» con Luis Fernández.
Una segunda característica general de este tipo de compromisos era la de constituirse mediante el libre consentimiento de los contrayentes y a través de la firma de un contrato ante escribano. De igual manera que la expresión «de libre voluntad» fue el requisito indispensable para otorgar validez a un matrimonio eclesiástico, desde el siglo XIII lo fue también para convalidar estas uniones realizadas ante notario. La relación que así se establecía era estable pero temporal, y podía ser disuelta por común acuerdo de sus protagonistas o por el deseo personal y unilateral de uno de ellos; lógicamente, en este segundo caso, el contrato solía contemplar algún tipo de compensación para la parte abandonada. Uno de los rasgos que mejor definían esta convivencia de pareja semimatrimonial y que, a su vez, mejor contribuían a diferenciarla de la simple mancebía -es decir, la realizada sin mediar contrato- era el derecho a la copropiedad de bienes de la mujer abarraganada.
Como la relación de barraganía establecida en estos contratos, aunque consentida por la legislación civil, resultaba pecaminosa para la Iglesia y censurable desde el punto de vista moral, cuando estas parejas decidían separarse era habitual que recurrieran a justificar dicha ruptura por librarse de pecado. Por ejemplo, los cordobeses Cristóbal e Isabel López declararon en 1479 que, tras permanecer dos años «en uno abarraganados, sin haber entre ellos palabra de matrimonio, salvo en una compañía de mesa y cama», rompían dicho acuerdo «por se quitar de pecado».
Aparte de la barraganía, funcionó como relación de pareja estable a fines de la Edad Media la denominada mancebía o amancebamiento. Es de sobra conocido que los términos «manceba» y «mancebía» fueron utilizados durante el siglo XV con un doble sentido: por una parte, para designar a las prostitutas y los lugares donde éstas ejercían la prostitución; y por otra, para referirse a aquellas mujeres que mantenían una relación sexual estable al margen del matrimonio, tanto si el hombre con quien mantenían la relación se hallaba soltero como si se encontraba casado u obligado a celibato eclesiástico.
Estas relaciones de amancebamiento suponían un tercer escalón en las relaciones estables de las parejas medievales. Si las de carácter legal y reconocido eran las uniones matrimoniales bendecidas por la Iglesia, los acuerdos ante notario suponían un compromiso a medio camino, admitido legal y jurídicamente, pero condenado por la Iglesia -salvando las distancias, una especie de matrimonio civil de la época-, en tanto las relaciones de mancebía eran no sólo condenadas por la sociedad, sino penadas por las legislaciones civil y eclesiástica. Por supuesto, era contemplado de manera bien distinta el amancebamiento entre una pareja de solteros, no comprometidos por vínculo matrimonial ni voto de castidad alguno, y el protagonizado por hombres casados y clérigos, mucho más perseguido y reprimido.
Es difícil conocer la procedencia y el origen social de todas estas mancebas que vivían como mujeres de hombres con los que no llegaron a contraer matrimonio. ¿Qué mujeres ponían en entredicho su reputación y la de sus propias familias para convertirse en mancebas? ¿Por qué aceptaban una relación sexual en esas condiciones? Aunque no es fácil responder de manera cierta a esta pregunta, por lo que sabemos las mujeres que aceptaron el mantenimiento de relaciones extraconyugales más o menos estables lo hicieron impulsadas, fundamentalmente, por la necesidad.
Algunas mancebas pudieron haber sido en origen mujeres casadas que, tras separarse de sus maridos, iniciaron una convivencia estable con otra persona con la que ya no podían volver a contraer matrimonio. No hay que olvidar que los procesos de separación eclesiástica incoados en época medieval solían obtener la separación de cuerpos, pero casi nunca la declaración de nulidad matrimonial, de manera que los antiguos cónyuges no podían volver a contraer nuevo matrimonio. En otros casos las mancebas tuvieron su origen en viudas sin medios de vida que aceptaron la protección de un hombre y la relación sexual con él para poder seguir subsistiendo. Otras parecen provenir del grupo de jóvenes que habían sido objeto de una violación; un caso muy claro, citado por Mª Carmen García Herrero, fue el de Sancha de Bolea, que marchó en 1460 como manceba de un mercader darocense:
[Otro hombre] hubo mi virginidad y fui deshonrada et estaba en punto de ir por los burdeles [y pedía ] que vos placiese tomarme en vuestra casa por casera o sirvienta, a estar e dormir con vos e hacer de mi cuerpo a toda vuestra guisa.
La disolución del vínculo notarial o del acuerdo verbal suscrito por la pareja era lógica dado que dicha posibilidad existía desde el principio, pero, ¿por qué se producían las separaciones? ¿Qué causas inmediatas determinaban la disolución de los contratos o la finalización de una convivencia de hecho? La riqueza de la casuística reflejada por la documentación hace difícil apuntar tendencias generales, pero en un número de casos realmente significativo la separación se produjo por matrimonio de uno de los miembros de la pareja, generalmente del hombre. Éste elegía su pareja, bien como barragana o como manceba, de entre muchachas pobres o desprotégidas y, tras un tiempo de convivencia, decidía cambiarla por un matrimonio eclesiástico con una doncella de buena reputación y, quizá, de mayor fortuna.
Aunque no existían reglas sobre el destino, llamémosle «normal», de las mancebas una vez terminado el periodo de convivencia, hay que decir que el pecado de la manceba no se presentaba nunca como insalvable para la sociedad medieval, es decir, toda mujer que hubiera estado amigada tenía la posibilidad de rehabilitarse al transformarse en una buena casada y entrar en el mercado matrimonial, por supuesto con alguna desventaja respecto de las doncellas vírgenes, pero no insuperable. Hubo numerosos casos de esposas que declaraban haber sido, antes que mujeres legítimas, amigas o mancebas de otros hombres, cuando no madres de hijos naturales. Una vecina de la cordobesa localidad de Adamuz, Catalina Rodríguez, cuando era ya mujer de Miguel Sánchez, testimonió ante escribano que ella nunca estuvo desposada ni casada con Fernando de Ceballos, «salvo que la conoció cierto tiempo por su manceba y hubo un hijo en ella».
Un problema que aparece muy bien documentado y que, por lo mismo, debió causar no pocas controversias cuando las parejas consumaron su separación era el relativo al reconocimiento de la paternidad de los hijos naturales. Este reconocimiento era importante para que el padre ayudara en el mantenimiento del hijo y para que éste pudiera participar en la herencia paterna a través de las correspondientes mandas o legados. En las actas notariales se conservan numerosos testimonios aportados por las madres de hijos ilegítimos expresando la paternidad de uno u otro individuo y solicitando implícitamente su reconocimiento. Todos ellos tienen en común el que la madre juraba no haber conocido a otro hombre y que aquel con quien había convivido era el padre de la criatura. Al mismo tiempo, la mayor parte de dichos testimonios dejaba bien claro que ellas habían atendido a la crianza del niño durante sus primeros meses o años de vida y de alguna forma solicitaban la ayuda del padre declarándose insolventes.
Una vez reconocida la paternidad, la Justicia se encargaba de que las madres solteras percibieran la ayuda que el padre debía proporcionar. De hecho, los fueros altomedievales señalaban que durante los tres primeros años de la vida de un niño la madre se había de encargar de atenderlo, por razones obvias, y el padre contribuiría con una pensión semanal o mensual. Tras cumplir los 3 años, el hijo debía pasar a depender totalmente del padre, que lo criaba hasta su mayoría de edad. Por lo demás, es fácilmente comprensible la trascendencia de conseguir este reconocimiento para unas mujeres que las más de las veces carecían de recursos propios, pertenecían a los sectores más desheredados de la sociedad y debían, además, hacer frente a la crianza de sus hijos sin ayuda de ningún tipo. Numerosos testimonios demuestran hasta qué punto la Justicia solía amparar los derechos de las madres solteras y cómo éstas podían acudir ante los jueces para conseguir la ayuda paterna en el mantenimiento de los hijos.
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Transgresiones
Iñaki Bazán / Ricardo Córdoba de la Llave / Cyril Pons
Ilustración del «Decamerón» de Giovanni Boccaccio (1313-1375)