BIBLIOTECA GONZALO DE BERCEO
EL NACIMIENTO DEL CASTELLANO
Con palabras muy semejantes a éstas habría comenzado su plática el primer poeta español de nombre conocido, el riojano Gonzalo de Berceo, si hubiera sido posible, después de siete siglos, encomendarle el alto honor de dirigirse a ustedes. Tras su recuerdo a modo de homenaje imprescindible en esta tierra, emprendamos nuestra tarea.
Una de las peculiaridades más difundidas por las que histórica, cultural y turísticamente se conoce a La Rioja de manera general es la de ser cuna del castellano. Sin embargo, desterrando chovinismos cegadores, a la larga contraproducentes, tal distintivo emblemático, aunque no resulta descabellado ni carece de algún fundamento, no es científicamente exacto en ninguno de los dos términos que lo constituyen: ni la lengua por primera vez aquí testimoniada era en puridad el castellano ni ese testimonio aludido levanta acta del nacimiento, en ese momento preciso y concreto, de ninguna lengua como tal.
¿Por qué, pues, se atribuye a La Rioja el sugerente maternal apelativo de «Cuna del castellano»? Porque en el Monasterio de San Millán de la Cogolla, en un códice latino, el catalogado como Aemilianenesis 60, aparecieron unas notas manuscritas, sobreañadidas al texto base, dedicadas a comentar o glosar en varias lenguas, entre ellas en «algo que ya no es latín y que parece castellano», algunas palabras o fragmentos de ese texto original. Estos comentarios o añadidos son conocidos universalmente con el nombre de Glosas Emilianenses, es decir, ‘glosas de San Millán’ (Millán o Emiliano procede del latín Aemilianus).
Los primeros estudios fecharon estas Glosas en el siglo X; sin embargo; los últimos investigadores se inclinan a pensar que se escribieron bien entrado el siglo XI. Sorprendentemente, tras tantas centurias en la biblioteca del monasterio emilianense, nadie pareció percatarse de su enorme trascendencia hasta el siglo actual.
¿Por qué se le ocurriría a alguien en un monasterio medieval amancillar un códice latino de asunto religioso? ¿Cuál sería su intención? Los estudiosos ofrecen dos posibilidades muy lógicas y convincentes.
Para unos, el glosador sería un estudiante de latín que toma el texto original del manuscrito como material didáctico; según esta opinión, el anotador se comportó de manera análoga a como hoy lo hace cualquier estudiante de un idioma que en su ejercicio de traducción escribe, en el mismo libro de inglés, francés … o latín, sobre las palabras más difíciles que se ha visto obligado a consultar en el diccionario correspondiente, su versión en la lengua que no conoce, o bien plasma en el margen los comentarios que le surgen o la traducción de frases más largas.
Para otros, se trataría de un monje predicador que, preparando sus sermones, anota las aclaraciones del texto que, al leer, considera más oportunas. Tal hipótesis se apoya, sobre todo, en el hecho de que el mayor número de glosas se acumula precisamente en la parte del misceláneo códice latino que transcribe sermones, concretamente los de San Cesáreo de Arlés.
En el primer caso, el estudiante de latín pensaría en su propio provecho, en el de su aprendizaje. En el segundo, el objetivo catequizador o pastoral del predicador le induciría a buscar las palabras que sus feligreses pudieran entender sin dificultad, es decir, las que éstos usaban en su vida cotidiana, las del «roman paladino» en el que solían «hablar con su vecino».
Las glosas del Aemilianensis 60, en total más de mil, están escritas en tres lenguas: en latín, en romance y en vasco.
Las escritas en latín lo están, naturalmente, en un latín que podríamos llamar coloquial, más sencillo que aquél que glosan. Es muy importante tener en cuenta que en muchos casos se trata de un latín sólo aparente, ya que no hace sino disfrazar con ropaje de escritura latina lo que se pronunciaba ya como romance.
Dos de estas glosas están redactadas en vasco, lo que, unido a la presencia de otros rasgos eusquéricos que se manifiestan en la evolución fonética de varias palabras romances de nuestro documento, revela la condición bilingüe, vascorrománica, del glosador. No debe sorprendernos tal condición, puesto que en aquella época se hablaba euskera en parte de la Rioja, en la zona de San Millán, sin duda. Del uso del vasco en esta región da claro testimonio la toponimia riojana actual que incluye nombres de localidades tan claramente éuscaros como Herramélluri, Ezcaray, Ollauri, Zalduendo o Cihuri.
Pero es evidente que las que más interesan a nuestro propósito son las más de cien glosas inequívocamente romances del manuscrito. (Recuerdo que se entiende por romance ‘una lengua derivada del latín’.) En unos casos consisten en palabras simples ( trastorné; uerterán; seignale … ), en otros constituyen frases sintácticamente ensambladas ( nos non kaigamus; qui dat a los misquinos … ) que, esporádicamente, se alargan, para nuestro gozo, de manera inusual.
Como fácilmente puede deducirse, el valor histórico y lingüístico de las Glosas Emilianenses es altísimo, incuantificable. Hoy por hoy, suponen un tesoro único de la Filología, por albergar nada menos que el primer testimonio escrito de una lengua romance peninsular y el primer testimonio escrito del vascuence: las primeras palabras y frases vascas y, sobre todo, las primeras palabras y frases del conjunto de dialectos provenientes del latín hispano.
Sinteticemos lo analizado hasta ahora. Se entiende por Glosas Emilianenses las anotaciones que en latín, en romance y en vasco alguien escribió en el siglo XI en el Monasterio riojano de San Millán de la Cogolla entre líneas o al margen de algunos pasajes del códice latino Aemilianensis 60 ( depositado hoy en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia ) con el posible propósito principal de resolver las dificultades de comprensión lingüística que el texto latino en cuestión le presentaba. Por haberse escrito aquí, a La Rioja se la sobrenombra «Cuna del Castellano».
Ya podemos volver al principio, a la «cuna», para explicar dos cuestiones que tuvimos que dejar pendientes.
Primera cuestión.- ¿Señalan las Glosas Emilianenses el nacimiento en ellas, justo en ese preciso momento, del romance? Evidentemente, no. Una lengua no nace como las personas, en un momento exacto y en lugar determinado que pueda certificarse sin dificultad. Cuando aparecen las primeras manifestaciones escritas de una lengua, detrás hay siempre una dilatada existencia en forma oral. El proceso es extraordinariamente lento, aunque constante e inexorable.
Puestos a buscar semejanzas antropomórficas, este proceso se parece mucho más al del desarrollo biológico natural de las personas que a su nacimiento. Como convivimos diariamente con nuestros hijos, no nos damos cuenta de que van creciendo, de que poco a poco, pero inevitablemente, van dejando de ser niños; hasta que un día reparamos en que nos superan en estatura, en corpulencia, en el número de calzado y en la talla de la ropa. Como todos los días nos miramos en el espejo, no percibimos los cambios paulatinos, pero inexorables, que el tiempo nos inflige inmisericorde; hasta que un mal día topamos con una fotografía de veinte años atrás que no refleja los estragos que ahora sí advertimos en el maldito espejito que se niega a decirnos ya que no hay nadie en el mundo más guapo que nosotros. Pues bien, con las lenguas en general y con el romance en particular, ocurre lo mismo. Los cambios se van introduciendo poco a poco, a lo largo de muchos años, a lo largo de siglos incluso; por eso, apenas son perceptibles para las generaciones contiguas, pero sí muy nítidos para las alejadas; tanto que, como ocurrió con el latín hispano en nuestra península, éstas ya no entendían el sistema lingüístico que se hablaba siglos antes; es decir, este sistema había variado ya tanto que se había convertido en otra lengua. Pero ¿cuándo?, ¿en qué momento? y ¿en qué lugar? Son preguntas que no pueden tener respuesta precisa, como no la pueden tener cuándo deja exactamente un niño de serlo o cuándo exactamente una persona comienza a ser adulta o anciana.
Las Glosas Emilianenses, pues, no indican el momento ni el lugar exactos en que comienza a existir, a «nacer», el romance, de la misma manera que nuestros hijos no dejan de ser niños el día en que nosotros advertimos que ya no son los pequeñuelos de antes, ni nosotros comenzamos a ser «maduritos» justo cuando reparamos en la calvicie ya nada incipiente, en la arruga que ya «no ofrece duda» o en el contraste del cotejo con esa indiscreta, grosera y cruel fotografía con la que, malhadadamente, acabamos de tropezar.
Las Glosas Emilianenses, lo que no es poco, dan fe de que antes del siglo XI ya se hablaba romance en la Península Ibérica, con toda seguridad, y, hoy por hoy, son la primera cuna conocida de cualquier hijo del latín hispano. Nada más, pero ¡nada menos!, mucho más que serlo únicamente de uno solo de sus vástagos.
Segunda cuestión.- Ese romance que aparece en la Glosas ¿es el castellano? Tampoco, rotundamente, no. El romance de nuestras glosas es un romance ecléctico, aglutinador: además de reflejar peculiaridades vascas, reúne rasgos lingüísticos que en textos posteriores aparecerán definiendo a los diversos dialectos peninsulares del latín; es decir, junto a rasgos específicamente riojanos, se detectan caracteres propios del navarro, del aragonés, del leonés y del mozárabe.
Por razones históricas y geográficas, La Rioja ha sido siempre -y lo sigue siendo- encrucijada de caminos, confluencia de razas, de culturas, de límites, de reinos, de condados y ducados, de modos de entender la vida y, por tanto, de maneras de hablar y escribir. Por eso, nada tiene de extraño, y todo de congruente y lógico, ese romance misceláneo y conciliador de unas glosas escritas en La Rioja fronteriza. El romance de las Glosas Emilianenses pertenece, pues, como cabía esperar, al dialecto riojano, «embrión o ingrediente básico [en expresión feliz de Claudio García Turza] del complejo dialectal que conformará el castellano». Por lo tanto, como señala Manuel Alvar , «estas palabras transcritas por el amanuense de San Millán sólo podrían ser consideradas lengua castellana o española en cuanto que revelan la existencia de unos rasgos lingüísticos que son comunes al dialecto que, con el transcurso de varios siglos, se convertirá en lengua nacional» e internacional (añadimos).
En resumen (lo dijimos ya al principio), hablar de que La Rioja, por sus Glosas, constituye la «cuna del castellano» no es exacto en sentido estricto, pero en sentido lato no carece de fundamento; bien entendido, de acuerdo con lo aquí explicado, tal rótulo se justifica plenamente. Desde luego, objetivamente, con las pruebas científicas documentales como guía, ninguna otra zona geográfica española merece tanto, hoy por hoy, tal honor. Mientras no aparezca otro documento más antiguo en otra región, el testimonio escrito más antiguo de algo que, inequívocamente, ya no es latín y que se parece mucho al castellano, al que incluso engloba y subsume, pertenece al patrimonio de la Rioja. Así que bien puede decirse que esta mañana van a visitar todo un tesoro, un monasterio emblemático, «cuna» de las lenguas romances hispanas y, por ende, del castellano o español.
¿Castellano o español? Para referirnos a la lengua gracias a la cual ustedes me están entendiendo en estos momentos (o, al menos, a eso aspiro), ambos términos son sinónimos. Castellano, por su origen y por la tradición; español, por constituir el idioma oficial de todo el Estado español, de manera exclusiva en casi todo el territorio y compartida en las Comunidades con lengua propia. Cada cual puede hacer uso legítimo de su forma preferida, incluso es, por muchos motivos, muy saludable alternarlas; pero, por salud democrática, nadie debería ser recriminado por optar por una sola de ellas. Por cierto, si consideramos que los españoles que la hablamos apenas sumamos el diez por ciento del total mundial, quizá el nombre que mejor le cuadre, y con el que nadie debería sentirse agraviado ni excluido, fuera el de hispano: hispanohablante, al fin y al cabo, llamamos al que habla español o castellano e hispana es también la América que concentra la inmensa mayoría de los que hablan nuestra lengua.
Llamemos como llamemos a esta actual lengua hispana nuestra, lengua hispana como es la de las Glosas, conviene que cobremos conciencia del poderosísimo instrumento de comunicación en el que se ha convertido y del que tenemos el privilegio de disponer. Se trata de la cuarta lengua del mundo por número de hablantes (unos trescientos treinta millones), después del chino, del inglés y del indi; de la tercera por número de países que la tienen como lengua oficial (veinte), detrás del inglés y del francés; por lo que en el índice de importancia internacional de las lenguas del mundo ocupa (con el 0´388) el tercer lugar, tras el inglés y el francés (1 Datos tomados de OTERO, Jaime, «Una nueva mirada al índice de importancia internacional de las lenguas», incluido en una recentísima publicación colectiva de la Universidad de Valladolid: El peso de la lengua española en el mundo, Fundación Duques de Soria e Incipe, noviembre de 1995.)
Hemos hablado del nacimiento de nuestra lengua. El nacimiento es vida y la lengua, canto. Pero para el poeta, en hermosa canción con acento hispanoamericano, vida y canto se confunden:
Si se calla el cantor, calla la vida
porque la vida,
la vida misma, es todo un canto.
Si se calla el cantor, muere la rosa:
¿de qué sirve la rosa sin el canto?
Y en otra canción inmortal, con la misma voz y el mismo acento:
Gracias a la vida
que me ha dado tanto:
me ha dado el sonido
y el abecedario;
con él las palabras
que pienso y declaro:
«madre», «amigo», «hermano»…
Gracias [,pues,] a la vida / por el castellano, / por el español / o por el hispano / (tanto monta / monta tanto).
Y como el canto es vida / y la lengua, canto / gracias a la vida / por los materiales / que conforman mi canto / y el canto de ustedes / que es el mismo canto / y el canto de todos / que es mi propio canto.
Gracias a la vida, a la lengua que nos une esta mañana de estrenada primavera y a la que van a rendir homenaje en su inmediata visita a San Millán, cuna de las Glosas, y gracias a ustedes por la amabilidad y paciencia con que me han escuchado.
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
GANCEDO IBARRONDO, E., La Rioja, cuna del castellano, Barcelona, Jaime Libros, 1988.
GARCÍA TURZA, C. y MURO, M.A.., Introducción a las Glosas Emilianenses, Logroño, Gobierno de la Rioja, 1992.
HERNÁNDEZ ALONSO, C. (y otros), Las Glosas Emilianenses y Silenses, Burgos, Ayuntamiento de Burgos, 1993.
LAPESA, RAFAEL., Historia de la lengua española, Madrid, Gredos, 1981.
MENÉNDEZ PIDAL, R., Orígenes del español, Madrid, Espasa Calpe, 1976.
ZAMORA VICENTE, A., Dialectología Española, Madrid, Gredos, 1967.
EL NACIMIENTO DEL CASTELLANO
J. Javier Mangado Martínez
Profesor de Filología Española
Dpto. Filologías Hispánica y Clásica.
Universidad de la Rioja
(El texto, de ésta «plática berceana» aparece editado en la página del Colegio Público «Milenario de la Lengua Castellana» de Logroño)