LIBROS Y BIBLIOTECAS EN LA BAJA EDAD MEDIA. UNA EUROPA RENOVADA. LA ÉPOCA ROMÁNICA. Hipólito Escolar Sobrino
Es difícil marcar el inicio y el final de una edad histórica. El tiempo es continuo y sólo pueden notarse las diferencias entre dos periodos con una mirada de conjunto desde una perspectiva distante. La Alta Edad Media se caracteriza por el predominio de la vida rural sobre la urbana y por el protagonismo consiguiente de los monasterios sobre las catedrales. En España el culto se regía por las normas establecidas en los concilios toledanos y los documentos y libros se escribían en una letra nacional, la visigoda o mozárabe. En la Baja Edad Media la población, más abundante, se concentra, la vida urbana adquiere gran protagonismo y con ella las catedrales, pero el signo cultural más distintivo es la aparición de las universidades. Si la creatividad fue escasa en la Alta Edad Media, preocupada fundamentalmente por la conservación de los textos y de la doctrina, en la Baja Edad Media aumentaron las obras originales firmadas por su autor, tanto en latín como en las lenguas vernáculas.
Queda entre ambos períodos otro intermedio, al que llamamos románico porque en él triunfó el estilo artístico de este nombre y con él iniciamos la exposición.
Doblado el cabo del milenio, que tantos terrores había producido ante el inminente y temido fin del mundo, unificada la Iglesia por la política enérgica del pontificado, perdido el temor a la fuerza del Islam, Europa emprendió una marcha en el camino del progreso que se reflejó en un continuo aumento de la población y en la mejora de las condiciones de vida. Creció la producción del campo, desapareció la exclusiva tendencia al autoabastecimiento en las explotaciones agrarias y se variaron los cultivos, atendiendo, sin abandonar los cereales que continuaron siendo esenciales, a los que pudieran comercializarse, como los hortícolas, la vid y las especies industriales, tales el lino y el cáñamo. Un aumento de los animales de las granjas trajo, por un lado, una mayor fuerza de trabajo y, por otro, una dieta alimenticia más abundante y rica para los hombres.

La expansión económica del campo dio lugar al renacimiento de las ciudades, postradas desde la invasión de los bárbaros en el siglo quinto, a las que confluyó el exceso de población rural y el de la mano de obra. Los campesinos y comerciantes acudían a ellas para vender en los mercados semanales o en las ferias anuales, y allí compraban los productos de una naciente artesanía. Se generalizó el comercio, se constituyeron sociedades para operaciones de gran envergadura dedicadas al tráfico con lejanas tierras, y aparecieron cambistas y prestamistas para facilitar los medios de pago.
El poder político residía en teoría en el emperador que presidía el Sacro Imperio Germánico, pero a su lado había monarquías independientes, como la capeta, débil, que en Francia había heredado el poder de los carolingios; los reinos que se repartían los territorios de la Península Ibérica, empeñados en su lucha secular contra el Islam, la monarquía inglesa, dominada por los normandos, como el reino de Sicilia. Estas gentes del norte, después de haber saqueado las costas de Francia, Inglaterra y la Península Ibérica, obtuvieron de los reyes franceses un amplio territorio, el ducado de Normandía, desde el que conquistaron Inglaterra y la isla de Sicilia, donde presidieron una sociedad culta, que hablaba árabe, griego y latín, y facilitó el conocimiento en Europa del pensamiento escrito en lengua árabe. En una situación marginal se mantenía el Imperio Bizantino, que sobrevivía, como era su destino, resistiendo.
La urbanización sacó la vida cultural de los monasterios y facilitó su asentamiento en las ciudades, donde las escuelas catedralicias, con otras aparecidas a la sombra de los municipios, promovieron un renacimiento cultural. Junto a ellas surgió una población estudiantil y apareció la figura del maestro famoso, que ya no es un monje, sino un miembro del clero secular, que se desplazaba de una ciudad a otra impartiendo enseñanzas.
Se despertaron nuevas inquietudes intelectuales y se estudiaron con profundidad la dialéctica y la lógica, que condujeron a la filosofía. También experimentó un cambio la retórica, que no pretendía formar oradores (oratio se entendía como plegaria, no como discurso), sino enseñar a escribir con corrección pues cada vez estaba más generalizada la expresión escrita para disposiciones de la autoridad, administrativas, contratos y cartas. Paralelamente se desarrollaron con empuje los estudios de medicina y derecho.

Las lecturas y comentarios de los monjes encerrados en sus monasterios se orientaban exclusivamente a su perfección espiritual y buscaban su salvación. En cambio, los que enseñaban en los centros urbanos, además de buscar su propia salvación, tenían preocupaciones pastorales y se preocupaban de la de los demás mediante la predicación y la preparación para los sacramentos. También, en profundizar en sus conocimientos religiosos y seglares.
El deseo de saber que sentían los profesores se sació con traducciones de obras árabes, realizadas en Palermo, en la Sicilia normanda, y fundamentalmente en Toledo, gracias, en gran parte, al patrocinio de sus arzobispos. Precisamente por haber coincidido en Toledo durante largo tiempo personas interesadas en conocer la ciencia árabe y en darla a conocer al resto de Europa, se popularizó el concepto de Escuela de Traductores de Toledo, que no se entiende como una institución, sino como un movimiento intelectual. Sin embargo, en Toledo hubo una escuela ligada al arzobispo, como en otras sedes, en la que se utilizaron los libros traducidos y los traductores probablemente impartieron lecciones.
Toledo fue la primera de las grandes ciudades musulmanas reconquistadas, al finalizar el siglo once, por los cristianos, al cabo de tres siglos y medio largos. Conservaba una gran tradición cultural ininterrumpida desde la época visigoda y abundaban los hombres sabios, los libros y las bibliotecas. Allí coincidían y se entendían los miembros de las tres grandes religiones occidentales, musulmanes, judíos y cristianos, y, además, había muchas personas bilingües, que hablaban árabe y romance.
Uno de los frutos de este entendimiento fue la labor traductora, que normalmente se llevó a cabo vertiendo el texto árabe al romance, que el traductor pasaba al latín escrito. El sistema parece tosco y produjo párrafos oscuros, poco o nada inteligibles. Normalmente eran traducciones de la más estricta literalidad, palabra a palabra, por un concepto erróneo de la traducción y por el respeto que inspiraban los textos escritos y que los buenos copistas, con buen acuerdo, no osaban corregir, aunque sospecharan que estaban errados. Introdujeron necesariamente nuevas palabras procedentes del árabe cuando en latín no existía la conveniente para designar el concepto. Con todo, los resultados fueron aceptables por la propiedad e incluso elegancia que algún traductor supo darle a su prosa latina. Después de todo, no se trataba de traducir textos literarios, sino obras de pensamiento para las que bastaba un lenguaje denotativo e inteligible.
Dos centros de interés guiaron a los traductores: la ciencia y la filosofía. Trataban de conocer el pensamiento griego, de gran prestigio, pero mal representado en la literatura latina medieval. En vez de acudir a las fuentes directas en Bizancio, presente en el sur de Italia, con el que Roma siempre estuvo en contacto y con el que tuvieron buenas relaciones los Otones del Sacro Imperio, prefirieron llegar a él a través de los comentaristas árabes porque éstos lo habían analizado con detenimiento y lo habían completado con aportaciones persas, indostánicas y propias. Quizá también porque a los bizantinos les interesó más la literatura, desconocida por los árabes, que el pensamiento científico.
El inglés Roger Bacon en el siglo trece, cuando ya eran numerosas las obras traducidas en Toledo, manifestaba que era preciso descubrir los secretos de la filosofía estudiando las obras árabes. La importancia de este caudal de traducciones fue reconocida por Renán, en el siglo XIX, cuando manifestó que estas traducciones dividen la historia de la ciencia de la filosofía en dos épocas enteramente diferentes.
Los europeos tenían conciencia de que formaban parte de una comunidad política y religiosa, presidida por los emperadores germanos y por los pontífices romanos. La doble jefatura religiosa y política originó un grave conflicto porque un grupo de clérigos de Roma se afanó por la reforma de la Iglesia y por independizarla del poder temporal.
El renacimiento del poder de la Iglesia produjo una renovación del fervor religioso, que empapó toda la sociedad y se manifestó, por ejemplo, en romerías y cofradías, así como en un afán de proselitismo, impulsor de la evangelización del este y norte europeos y de la lucha contra la herejía porque la inquietud religiosa facilitó la aparición de herejías, como las de cátaros y albigenses, y de órdenes religiosas. Una explosión en este sentido, apoyada en la conciencia de poder de los reinos cristianos, fueron las Cruzadas, serie de expediciones militares iniciadas al finalizar el siglo once para liberar los Santos Lugares en manos de los infieles musulmanes desde hacía cuatro siglos.
Se iniciaron con una espontánea expedición desorganizada compuesta de aventureros y gentes ingenuas impulsadas por el fervor religioso que atizaban predicadores voluntarios y fue deshecha por los musulmanes sin gran esfuerzo. Luego vinieron hasta ocho en las que intervinieron monarcas y caballeros, cuyos resultados fueron la conquista temporal de Jerusalén y de algunas ciudades más. La cuarta cambió el rumbo por intereses comerciales y sus bárbaros guerreros asaltaron Constantinopla, quemaron libros y bibliotecas, y causaron un gran daño al Imperio Bizantino, que con dificultades se defendía de los musulmanes. Se despertó en Europa un cierto interés por el exotismo oriental, pero fue pequeño el poso cultural que dejaron. Ni unos se interesaron por los escritos árabes, ni los otros por los latinos.

Se produjeron reacciones ascéticas, como la impulsada por la nueva orden de los cartujos, creada, 1084, por San Bruno en las soledades del valle de Grande Chartreuse, que tuvo influencias en la difusión del libro, pues como estaban obligados a guardar silencio y no podían servir a la religión predicando o enseñando, se dedicaron, después de meditar y orar, a la copia de libros rindiendo así un gran servicio a la comunidad cristiana. Para ello en sus celdas individuales los cartujos disponían de pergamino, plumas y tinta.
Igualmente pusieron interés en la copia de libros los miembros de la orden de San Agustín, integrada por clérigos seculares que vivían en común y atendían a lo prescrito en su regla. Renunciaron a los trabajos manuales y a la oración para dedicarse más al estudio, a la actividad intelectual y a la labor pastoral. Un parecido con los agustinos tenían los premonstratenses, de la orden de San Norberto, cuya primera casa estuvo en Prémonté en la Lorena y cuya actividad principal se orientó a la labor misionera.
Mayor importancia que las tres tuvieron los cistercienses. Su orden fue creada, 1098, por Roberto de Milesme en Citeaux, cerca de Dijon, y su principal miembro fue el fogoso San Bernardo de Clairveaus. Pretendían volver a la simplicidad primera de San Benito en el vestido, en la comida, en los edificios y en la ornamentación de los templos, y renunciaron a los objetos lujosos, entre ellos los libros con hermosas ilustraciones y encuadernaciones. Vivían en lugares solitarios y disponían de hermanos legos, conversi, sin formación intelectual, para las labores agrarias y oficios artesanales, lo que permitía a los monjes disponer de más tiempo para la misa, el coro, la meditación y la copia de libros, que debían estar escritos con tinta de un solo color. Vetados quedaban metales preciosos y joyas en las encuadernaciones.
El arte románico, que da nombre al período de los siglos once y doce, se caracteriza por su robustez y por su nobleza. Es la expresión del poder económico conseguido por la sociedad medieval y de la fuerza de la Iglesia, que llenó Europa de nobles y sólidos edificios de piedra. Los canteros se esforzaron en reflejar representaciones de monstruos exóticos, figuras religiosas llenas de majestad al servicio del adoctrinamiento del pueblo y escenas religiosas y de la vida civil, especialmente de actividades agrícolas. Después de los canteros los ilustradores de los libros mejoraron el tratamiento de las figuras divinas y humanas, hasta este tiempo envueltas en amplios ropajes, como sacos, que sólo dejaban ver caras y dedos de las manos, aunque de gran expresividad.
Siguen los escritorios de los monasterios ocupando un primer lugar, en los que los copistas, con cuidado y paciencia, venían trazando las letras, casi podíamos decir dibujando, para reponer los libros litúrgicos gastados por el uso en el oficio, y los escasos de perfeccionamiento espiritual que precisaban los monjes. Pero junto a ellos tomaron impulso algunos escritorios catedralicios, en los que trabajaban junto a clérigos profesionales laicos. También son frecuentes, aunque en monasterios, las mujeres, sorores, dedicadas a la preparación de los materiales trabajando al Iado de los fratres. Con independencia de los imprescindibles libros litúrgicos, destacan por su número, volumen y riqueza una buena cantidad de biblias, entre las que abundan las monumentales, en varios volúmenes. Van destinadas, más que a la lectura privada, a su exhibición en los altares y a su uso en las ceremonias de las fiestas solemnes. Obras de gran aliento y duración, como la construcción de sus catedrales, llevan atractivas iniciales, en cuyo interior puede haber escenas.
Los textos escritos se enriquecen con obras de los Padres de la Iglesia (Ios santos Ambrosio, Jerónimo, Agustín y Gregorio Magno), las de Prudencio, Beda, San Isidoro, Casiodoro e Hilarlo de Tours, más las de los autores contemporáneos, cuya nómina muestra el resurgir intelectual, representados principalmente por San Anselmo, San Bernardo, Abelardo, Gilberto de la Porré, Pedro de Auxeme y Pedro Lombardo. Se puede observar, igualmente, un mayor interés por autores de la Antigüedad, como Terencio, Flavio Josefo y Plinio.
España sufrió una profunda transformación en el siglo once. La lucha secular a la defensiva contra el Islam cambió de signo y los reyes de taifas, minúsculos estados en los que se fragmentó el todopoderoso califato del siglo anterior, se vieron obligados a sufrir las correrías de los cristianos y a pagarles tributos, las parias. No acabó inmediatamente la lucha porque de África pasaron sucesivamente a la península dos poderosas fuerzas, los imperios almorávide y almohade, que obligaron a castellanos, navarros y aragoneses a llevar a cabo sus propias cruzadas.
Se produjo, al mismo tiempo un cambio cultural decisivo, la renuncia a consecuciones tradicionales muy queridas y la adopción de modas europeas, referentes a la letra, sustitución de la vieja escritura visigoda por la carolingia, y del culto mozárabe por el romano, que imponían los cluniacenses al servicio del pontífice buscando la unidad de la Iglesia. Los monarcas españoles, y de forma destacada Alfonso VI, espoleados por los monjes franceses, se afanaron, no sin encontrar resistencia en el clero y en la caballería, por borrar viejas tradiciones y dar un aire nuevo a la liturgia.
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LIBROS Y BIBLIOTECAS EN LA BAJA EDAD MEDIA
Hipólito Escolar Sobrino
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1.-The Prophet Elias prays on Mount Carmel for the God of Israel to be vindicated before the priests of Baal and fire falls from heaven (I Kings 18), fol.145v., from the Visigothic-Mozarabic Bible of St.)
2.-David is proclaimed king before the people of Juda, from the Visigothic-Mozarabic Bible of St. Isidores, fol.125r., A.D. 960 (tempera on vellum))3.- Opening page of the Book of Genesis with capital I from the beginning of the Bible, In Principio creavit Deus caelum, from the Visigothic-Mozarabic Bible of St. Isidores, fol.14v., A.D. 960 (tempera o)
4.-(Page of a Mozarabic bible: the dream of the tree of Nabucodonosor interpreted by the prophete Daniel)Spanish School