Vino si, vino no…(?)
El vino en el Siglo de Oro está tan presente en la vida, además de una manera transversal, abarcando a todas las clases y condiciones sociales, que sería imposible que no hubiera dejado su impronta en la literatura. Es alimento, medicina, diversión, revitalizante, salario, lujuria, pecado, valor… su presencia está tan viva en el día a día de la sociedad que lo convierte en el mayor factor de integración social, junto con la religión, que pudiera existir en ese momento. Quizá quien mejor define su importancia es el médico y paremiólogo Juan Sorapán de Rieros, que en 1615 publica su obra: ‘Medicina española contenida en proverbios vulgares de nuestra lengua’. Nos habla de lo malo y lo bueno del vino:
«El vino trastorna a sus amadores el entendimiento, háceles más / sin razón que brutos animales: furiosos, ridículos, miserables / habladores, pierden el color del rostro, traen las mejillas / caídas, los ojos ensangrentados, las manos temblando, / inquietos y olvidados de sí propios, hablando mil desvaríos, / descubriendo sus secretos, haciéndoles descompuestas zancadillas/ y traspiés, y dándose a rienda suelta tras todo género de vicios/ indignos de nombrar a oídos castos…»
Para, a continuación, hacer una encendida defensa:
«Es alimento saluterizado, calienta los resfriados, engorda y humedece / a los exhaustos, da calor a los descoloridos, despierta los ingenios,/ hace graciosos poetas, alegra al triste melancólico, es triaca contra/ la ponzoña de la cicuta, restaura instantáneamente el espíritu perdido, / alarga la vida y conserva la salud, hace decir verdades, mueve sudor/ y orina, concilia sueño, y, en suma, es único sustentáculo y refrigerio/ de la vida humana, así usado como alimento, como bebiéndolo por/ bebida o tomándolo como medicamento.»
(Monks in a cellar, 1873 )
J. Haier