La viuda de Bath, curtida coleccionista de rutas de peregrinación y de maridos; la inagotable -y suponemos que agotadora- Etheria, los trotamundos y giróvagos de ambos sexos que en los siglos medievales se agenciaban la vida rodando de abadía en castillo y de santuario en hospital, son tipos que no mueren. Los vemos todos los días, confundidos ahora entre la multitud de gente que viaja por necesidad y con un objetivo concreto, pero son los de siempre, los tocados del wanderlust, que ahora encuentran un cauce organizado en los clubs de vacaciones, los programas de la Tercera Edad, las peregrinaciones (o excursiones) a Roma, Lourdes y Fátima y los viajes iniciáticos a Katmandú y al Machu Picchu. En la Edad Media, la gran mayoría de esta gente circulaba bajo las especies de peregrinos, juglares, buhoneros y mercaderes itinerantes. Son ellos los que han forjado la imagen más tópica del viajero. Pero esta imagen nos disfraza algo el hecho real de que en los caminos podíamos encontrarnos una gama mucho más amplia de representantes de las diversas capas sociales, y que todos ellos tenían su propio estilo y recursos a la hora de desplazarse.
Hoy día, con todas las ayudas, facilidades e información imaginables, hay gente que «sabe» y gente que «no sabe» viajar. En gran medida parece tratarse de una ciencia infusa, de ese instinto que lleva a coger la ropa adecuada, hacer bien una maleta, encontrar los buenos sitios donde comer y hacerse amigo del sobrecargo del barco. Es indudable que en el pasado las personas se dividían ya en esas dos especies, y que unos y otros, los avispados y los torpes, no vacilaban en lanzarse a los caminos, por gusto o por necesidad.
El saber viajar, arte y ciencia, no era un refinamiento; era una necesidad de supervivencia, pues todo desplazamiento se hacía en condiciones precarias y con un importante potencial de imprevistos.
Hay que recordar un punto, aunque sea algo tan obvio que parezca un insulto a la inteligencia de los lectores: que en épocas anteriores a los servicios públicos de correos y a las telecomunicaciones, muchísimas más personas que ahora se tenían que movilizar, o movilizar a otros por ellos, siempre que necesitaban entrar en contacto con alguien a distancia o resolver cualquier tipo de problemas.
Y que estas personas no siempre estaban avezadas en los saberes del camino; debía de ser alto el porcentaje de viajeros improvisados e involuntarios.
Poquísimas personas, a lo largo de toda la Edad Media, y en cualquier estado o grupo profesional podían garantizarse una vida sedentaria. Si los caminos medievales se nos presentan solitarios e incluso abandonados, no era, como se ha sostenido en ocasiones, porque los usuarios fuesen pocos y singulares: peregrinos y cruzados, con algún mercader ocasional. Los caminos se veían solitarios porque la densidad relativa de población era baja, pero el hombre medieval era proporcionalmente más móvil por término medio que el de ahora.
Empezando por el grupo más tradicionalmente asociado a la inmovilidad, los campesinos, los encontramos, desde que aparecen mercados donde vender sus excedentes y aprovisionarse, recorriendo largas distancias hasta la feria o la villa. Frecuentemente es una sola persona de la familia -el hombre- el que se desplaza; pero en ocasiones podemos observar, animando el paisaje de las miniaturas, a la familia completa, bien cargada, camino del mercado. Se puede tratar de gente con tan pocos recursos que haya que reclutar todos los brazos, espaldas … y cabezas posibles para cargar con los fardos, en vez de llevados en un asno; pero estos desplazamientos son en bastantes ocasiones la oportunidad de tomarse un modesto día de fiesta escapando de las faenas diarias, o de resolver otro tipo de asuntos. En los fueros de muchas nuevas villas se fomenta y anima esta afluencia de campesinos a la población, liberándolos de portazgos y otros impuestos de tránsito.
No podemos olvidar tampoco el fenómeno de las repoblaciones y ocupación de nuevas tierras, que causaba migraciones de población rural a veces a enormes distancias de sus lugares de origen, aunque no sabemos mucho de las condiciones en que se realizaban estos desplazamientos. Lo más probable, por lo que podemos deducir de las fuentes de la repoblación castellano-leonesa, era que los hombres, a la zaga de las huestes reconquistadoras o formando parte de ellas, fuesen por delante, y una vez asegurada la nueva base de sustentación volviesen con sus familias, con un bagaje de enseres prácticamente nulo, y dispuestos a comenzar una nueva vida, en tierras propias o de señorío, a partir de cero.
Contamos también, a lo largo de toda la Edad Media, con una administración itinerante, comenzando por la persona del rey y su séquito, y terminando con los señores locales y sus oficiales, que no tienen más remedio que operar continuamente en el terreno si quieren mantener un control mínimo de su poder y recursos.
Itinerante también en alto grado es el estamento clerical: la organización eclesiástica, cada vez más centralizadora, moviliza mucho a su personal: visitas ad limina de los obispos a Roma, visitas pastorales de gira por la diócesis, no siempre estrictamente cumplidas, pero importantes en la medida en que no pueden descansar mucho en el clero rural; asistencia a sínodos y concilios, participación en legaciones, misiones … todo esto dentro de su actividad estrictamente religiosa, porque en su dimensión de grandes propietarios con dominios extensos y dispersos, aun en los momentos de mayor estancamiento económico vemos a monjes y clérigos desplazarse a realizar compras para la catedral o la abadía, y acarreando de un lado a otro los productos de sus tierras. Y a esto se suman los desplazamientos impuestos por sus funciones de administración como gobernantes de territorios o enviados de sus soberanos.
Un grupo minoritario pero eminentemente móvil es el de los estudiantes y hombres de letras, grupo cosmopolita e internacional donde los haya; su actividad sin fronteras les lleva de un lado a otro de Europa a lo largo de su carrera docente o discente, por los cauces de una comunidad de lengua y de valores.
Los reyes y magnates son indudablemente grandes andariegos: sin base fija, recorriendo a lo largo del año sus dominios y parando en sus diversas residencias, procurando estar lo más presentes posible en sus territorios, haciendo visitas oficiales a sus «buenas villas», moviéndose en campañas militares o yendo a «vistas» con un colega, aparte de sus peregrinaciones y otros desplazamientos por motivos religiosos de carácter privado u oficial, para pasar unas fiestas o realizar devociones en algún santuario. Ni siquiera las reinas a punto de dar a luz tienen un momento de respiro; muchas han tenido a sus hijos en lugares insignificantes, en plena marcha, en ocasiones por el móvil interesado de librar a la tesorería real de la pérdida que significaría el aligerar de impuestos a una población importante en concepto de agasajo por el nacimiento de un heredero.
Ni los muertos ilustres pueden descansar en paz donde han caído. Desde época temprana, los reyes tienen sus lugares de enterramiento favoritos, que acaban convirtiéndose en el panteón oficial. Los nobles, por su parte, concentran también sus enterramientos en determinada iglesia de su patronazgo o de su devoción. Uno de los deberes del vasallo feudal puede ser el de rescatar y repatriar el cadáver de su señor caído en campaña. Esto pone en movimiento por los caminos cortejos penosos, a veces multitudinarios y macabros. Los problemas de conservación del cadáver se salvan en parte dejándolo literalmente a pedazos en las distintas etapas. Se separan las osamentas, las carnes y las vísceras, especialmente el corazón, que se van sepultando en distintos lugares escogidos. Son demasiados los casos conocidos para citarlos todos, pero tal vez el cortejo fúnebre que ha quedado más señalado por el terreno fue el de la reina Leonor de Castilla, mujer de Eduardo 1 de Inglaterra que, fallecida en Harby en 1290, fue trasladada a Westminster, a unos 200 Km. de distancia, en doce etapas que quedaron jalonadas por otras tantas cruces monumentales: las famosas Eleanora Crosses, la última de las cuales ha dado su nombre al londinense barrio de Charing’s Cross. Yesos hermosos cruceros góticos, como los humildes pousadoiros en los cruceros de los caminos gallegos, nos evocan estas tristes caravanas que no siempre tenían la posibilidad, por la lentitud con que viajaban y lo complejo de la comitiva, de hacer alto en una abadía o en un centro urbano.
¿Qué vamos a decir de los mercaderes, los itinerantes por excelencia? Aun en la Edad Media tardía, cuando los grandes magnates del comercio se han sedentarizado, siguen obligando a desplazarse por rutas marítimas y terrestres a un sinfín de factores, criados, agentes y transportistas de toda clase. Los propios artesanos, no sólo canteros y maestros de obras, sino carpinteros de ribera, herreros, cerrajeros … por no hablar de los artistas, viajan por contrata o acompañando sus obras a entregar, con su equipo de ayudantes; migran con frecuencia de una población a otra, y en el ámbito rural y en ciertas profesiones de profundo arraigo local, son auténticos nómadas que, saliendo de su «cantera» de origen, se esparcen por todo el país para no volver más, o realizando giras estacionales.
[…]
SABER VIAJAR: ARTE Y TÉCNICA DEL VIAJE EN LA EDAD MEDIA
ELISA FERREIRA PRIEGUE
(Universidad de Santiago de Compostela)