BIBLIOTECA GONZALO DE BERCEO
Mujer pura, mujer impura
En la Alta Edad Media Occidental
Si el «incesto» con la mujer emparentada se consideraba normal no sucedía lo mismo con el adulterio. La «pestilencia del adulterio para emplear la expresión de la ley de los burgundios, era tan intensamente reprobada que significaba el repudio inmediato para la mujer casada, estrangulada enseguida y arrojada a una ciénaga enfangada. En cuanto a los galo-romanos, una ley del emperador Mayoriano permitía al mando que sorprendía a los culpable matarlos inmediatamente, «de un solo golpe», allí mismo Entre los francos, la costumbre era aún más rigurosa, ya que no solo el marido, sino también su familia y la de la mujer adúltera consideraban tal acto como una verdadera mancha ha sobre toda su estirpe v debía llevar consigo la muerte de la culpable.
Gregorio de Tours refiere numerosos casos en que los deudos, o sea la parentela, intervienen ante el padre de la esposa infiel: «O justificas a tu hija con juramento, o tendrá que morir.» Luego sobrevenía la gresca entre las dos familias, matándose los unos a los otros; «en cuanto a la mujer, llamada a juicio unos días después, acababa sus días estrangulada». Había otros casos en que se la quemaba viva, o bien se la sometía a la ordalía del agua para que demostrara su inocencia. Provista de una gran piedra atada al cuello, se la precipitaba a la corriente de un río. Si flotaba, cosa muy improbable, se la declaraba inocente. La noción de adulterio era incluso más amplia entre los burgundios, y se les aplicaba a la muchacha y a la viuda que se unían a un hombre por su propia voluntad. Entonces se las consideraba mancilladas y se convertían en infames. Entre los francos, el térmi¬no se aplicaba al hombre libre que se enredaba con una esclava de otro. Si la unión se hacía pública, entrañaba la esclavitud para el culpable; y lo mismo ocurría con la mujer libre en una situación análoga. De este modo, al aspecto sórdido del adulterio se añadía la mancha servil. Pero la connotación moral era idéntica, sexual y socialmente hablando. Una connotación que viene a confirmar el sueño premonitorio de un sacerdote de la iglesia de Reims que había visto dos palomas posadas en su mano, una negra y la otra blanca. A la mañana siguiente, vio llegar a dos fugitivos: el primero, un esclavo, había ayudado al segundo, su amo, a escapar. Era el hijo de un senador. Inmediatamente, el sacerdote hizo coincidir el color negro con el primero, esclavo aunque fiel, y el color blanco con el hombre de alto rango. Nos hallamos aquí ante un pensamiento religioso englobante de tipo maniqueo.
Más aún que la violación y que el rapto, que pueden a pesar de todo tener como desenlace un matrimonio ulterior puesto que uno y otro son actuaciones de un hombre, el adulterio constituye una verdadera polución de la mujer y de la descendencia, así como de la futura sucesión. Cualquier unión que menosprecie los estatutos sociales resulta impensable porque disuelve la sociedad, de la misma manera que la mujer adúltera destruye de pleno grado la autenticidad de sus hijos y suprime el carisma de la sangre. Se castiga severamente al violador o al raptor, pero no al hombre adúltero. En los dos primeros casos, en efecto, su conducta se dirige directamente contra el poder de los jefes de la parentela, mientras que, en el segundo, no atenta contra su propia parentela, ya que los hijos que haya podido engendrar en la mujer adúltera le pertenecen al marido. En fin, y sobre todo, no se ha manchado con su propia copulación. La mujer, por el con¬trario, es culpable de un verdadero crimen, porque destruye el porvenir. Al revés que la del hombre, su vida privada es en defini¬tiva totalmente pública, a causa de las consecuencias que es suscep¬tible de provocar.
Esta diferencia de régimen entre el hombre y la mujer, el uno dueño de su ‘mund’, la otra encerrada en una serie de prohibiciones, se vuelve aún más clara cuando se trata del divorcio. No sabemos si los francos autorizaban el divorcio. En todo caso vetaban la ruptura de los esponsales que equivalían al matrimonio y lo casti¬gaban con 62 sueldos y medio de multa. Por el contrario, la ley de los burgundios y la ley romana, a pesar de la Iglesia, lo autorizaban de acuerdo con unas estipulaciones que son casi siempre desfavo rabies a la mujer. En efecto, el marido puede repudiar a su mu je i si ésta ha cometido «uno de los tres crímenes siguientes: adulterio maleficio (es decir una bebida que provocara aborto o impotencia) y violación de sepultura».
La ley romana reemplaza los dos últimos crímenes por «envenenadora y alcahueta». Pero si en alguna ocasión una mujer se atreviese a echar al marido, moriría por estrangula miento y se la arrojaría al fango, como ya hemos visto, porque tiene que ser forzosamente una adúltera para llevar a cabo semejante gesto. Los galo-romanos, por su parte, podían practicar el divorcio por consentimiento mutuo. Las esposas podían repudiar a sus maridos cuando éstos hubiesen cometido un asesinato o violado una sepultura. Volvemos a encontrarnos aquí con una distinción clásica entre las dos civilizaciones. Los romanos piensan en términos de igualdad de sexos, mientras que los germanos los jerarquizan a favor del hombre. Habrá que explicar más adelante esta diferencia, pero, de todas maneras, en ninguna de las dos se toma en consideración el adulterio masculino, lo que atenúa la distancia entre estos dos mundos.
La separación de los cónyuges con matrimonio ulterior fue corriente durante la época merovingia. Las fórmulas notariales de derecho romano lo atestiguan así en todo el Mediodía de la Galia, en Tours, en Angers e incluso en París, hasta después de 732, fecha de la redacción del formulario de Marculfo. El texto de Angers de fines del siglo vi es muy revelador: «La esposa de tal, a fulano su esposo que, lejos de ser afectuoso, se ha mostrado insoportable y arrogante. Sabido es de todos que a instigación del demonio y a pesar de la interdicción divina, no podemos seguir viviendo juntos. Hemos convenido entre nosotros y ante los hombres buenos que debemos desvincularnos recíprocamente de nuestras promesas. Así se ha hecho. En cualquier parte en que mi marido quiera tomar mujer, tendrá la facultad y la libertad de hacerlo. Así mismo, dondequiera que la mujer susodicha desee tomar marido, tendrá la facultad y la libertad de hacerlo. Y si a partir del día de hoy, uno de nosotros intentase proceder en contra de este escrito o discutir de nuevo sus disposiciones, habrá de entregar una suma de tantos sueldos a su antiguo cónyuge a título de composición legal de acuerdo con el juez que se le oponga. No podrá obtener nada de lo que reclame. Este documento seguirá en vigor para los años venideros.»
La Iglesia tuvo por tanto que tolerar el divorcio por consentimiento mutuo y, en particular, en este caso, el divorcio iniciado por la mujer, mientras que los mismos bárbaros lo consideraban inmoral y escandaloso. Si se tienen en cuenta los otros testimonios posteriores que llegan hasta el siglo VIII, es evidente que se trataba de favorecer algunos casos delicados. Detrás del desentendimiento podían ocultarse los malos tratos con respecto a la mujer, su deseo de entrar en religión, la impotencia del marido, sin contar con la influencia de las concepciones paganas, adulterio, esterilidad de la mujer, lepra, etc. Más adelante veremos cuáles eran las razones de tales compromisos.
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El cuerpo y el corazón. Historia de la vida privada. Del imperio romano al año mil
Bajo la dirección de Philippe Ariès y Georges Duby.