Comentando el pasaje del Quijote en que se alude a lo mucho que los maestros solían pegar a los «niños de la doctrina», Rodríguez Marín recuerda que el suyo solía citar a menudo el aforismo «La letra con sangre entra…», añadiendo después: «…pero con dulzura y amor se aprende mejor» (José María Iribarren, p. 307). En el dicho quedan resumidos los dos imperativos que supone todo aprendizaje: por una parte, el esfuerzo de quien aspira a adquirir el conocimiento y del que tan reveladora es la historia de la palabra «disciplina» en la que acaban confundiéndose los significados de «enseñanza» y «azote»; por otro, el esfuerzo de quien lo imparte por amenizar su enseñanza, esto es, por endulzarla y hacerla placentera o, lo que es lo mismo, por devolverle plenamente al significante «saber» su significado etimológico de «sabor», siendo el conocimiento alimento sabroso para el intelectol. Así, no ha faltado quien, consider do que el refrán había sido mal interpretado, afirmara, como hizo María de Maeztu, que la letra debe entrar con sangre, pero no con la del discípulo sino con la del maestro, que debe esforzarse por hacer grata su instrucción o, por decirlo con labras de Don Juan Manuel, por endulzarla con «palabras falagueras et apuestas [ ..] segund la manera que faz en los físicos, que cuando quieren fazer alguna melizina ..mezclan con aquella melezina […] açúcar o miel o alguna cosa dulçe» (p. 12-13).
Seis siglos antes, en el prólogo que pone al frente de su traducción árabe del Calila e Dimna, Abdalá Ibn al-Muqaffa’ recuerda que la meta del filósofo no sólo es alcanzar la sabiduría, sino también transmitirla eficazmente, esto es, saber representarla y «escenificarla». La motivación pedagógica es indisociable de la estrictamente filosófica: el saber sin la pedagogía no es nada.
Para facilitar la asimilación de una enseñanza, nada como novelizarla ideando una fábula, un relato, una ficción que ponga en escena y haga tangible el precepto moral o doctrinal que se pretende inculcar. A esta doble preocupación obedece uno de los géneros que mayor difusión alcanzaron en la tradición hispánica medieval, el exemplum, modalidad del discurso didáctico cuya característica más notable es, precisamente, la de hacer coincidir en uno solo dos artes diferentes: el arte de enseñar y el arte de contar. A él recurren a lo largo de la Edad Media, y de forma especialmente masiva a partir del siglo XIII, profesores, oradores, moralistas, místicos y predicadores, para ejemplificar y adornar sus exposiciones ilustrándolas mediante todo tipo de fábulas, anécdotas, cuentecillos, bestiarios, relatos históricos, apólogos, historietas, leyendas, etc. De origen sagrado o profano, tomado de fuentes orientales u occidentales, improvisado por el autor o sacado de la tradición popular, de la antigüedad clásica o medieval, el fondo narrativo de que se nutre el discurso didáctico medieval es propiamente ilimitado. Ficción narrativa concebida para servir de demostración, el ejemplo es pues, a un tiempo, un método didáctico y un género literario ( cf. André Jolles). Pero si he optado por abordar el tema de este encuentro dedicado a la enseñanza en la Edad Media centrándome en el caso del exemplum es porque, más allá de su interés propiamente didáctico, su estudio revela una concepción del saber bastante más problemática de lo que comúnmente suele afirmarse. Problemático es, para empezar, el propio estatuto del ejemplo, fenómeno complejo que reviste a la vez implicaciones literarias, pedagógicas, ideológicas y psicológicas: literarias, pues a él se remontan los orígenes mismos del cuento hispánico o, por utilizar la fórmula consagrada, los primeros vagidos de la prosa literaria romance (cf. María Jesús Lacarra & Francisco López Estrada); pedagógicas, ya que el género ejemplar no sólo supone una aptitud «pedagógica» por parte de quien cifra el saber, sino también una competencia «exegética» por parte de quien debe descifrarlo; ideológicas, por ser el exemplum un arma de doble filo en tanto que instrumento didáctico, pero también, como veremos, en tanto que instrumento de la manipulación; y psicológicas, por cuanto el exemplum instaura allí donde aparece un razonamiento de tipo analógico que, llevado hasta sus últimas consecuencias, puede llegar a generar lecturas que bien merecen el calificativo de subversivas.El estatuto paradójico del exemplum, suspendido entre la universalidad del precepto que pretende encarnar y la particularidad del caso a partir del cual lo ejemplifica, entre la moralidad que pretende asentar y la inmoralidad de los relatos mediante los cuales la escenifica a veces, suspendido entre lo simbólico y lo literal, entre lo oral y lo escrito, lo culto y lo popular, lo abstracto y lo concreto (Georg Bossong, 1978), no es sino el reflejo o, si se prefiere, la imagen en miniatura de las paradojas que encierra la propia cultura medieval. Al examen de estas paradojas dedicaré la presente conferencia en la que intentaré despejar el estatuto problemático del exemplum y definir los principios de lo que Aníbal A. Biglieri ha llamado una «poética del relato didáctico»
Cabe recordar, para empezar, que el didactismo del exemplum no sólo viene dado por su función moralizante y edificadora, sino también por el uso que de él hacía la escuela medieval, que lo utilizaba abundantemente como material didáctico para diferentes ejercicios de comprensión y composición literarias. La enseñanza de la gramática incluía efectivamente una serie de trabajos prácticos -ejercicios elementales de comprensión literaria- realizados generalmente a partir de apólogos o de fábulas, a menudo las de Esopo o las de Aviano. Por su carácter aleccionador, la fábula cumplía mejor que cualquier otro tipo de texto el precepto de «instruir deleitando», pero, por su brevedad, se prestaba además a diferentes ejercicios mediante los cuales el escolar podía ejercitarse en el arte de la retórica: así, por ejemplo, se le pedía que reprodujera el apólogo que acababa de oír o de leer o que compusiera otros siguiendo el mismo modelo, que pusiera en práctica diferentes procedimientos, por ejemplo, comenzando el relato ab ovo, in medias res o afine o alternando estilos -sublime, medio o ínfimo-, que lo condensara o lo amplificara, etc. Circularán así en la Edad Media colecciones de sentencias, fábulas y ejemplos inspiradas directa o indirectamente en recopilaciones clásicas, como los célebres Hechos y dichos memorables de Valerio Máximo, prontuario confeccionado en tiempos de Tiberio para los alumnos de las escuelas de retórica, abundantemente citado y extractado en los ejemplarios y anecdotarios medievales.
No es preciso insistir en el papel decisivo que están llamadas a ejercer antologías, listas de lecturas y demás documentos pedagógicos en el proceso de sedimentación del saber (cf. Emmanuel Fraisse): todas estas prácticas escolares, la mayoría de las cuales permanecieron casi inmutables hasta el siglo XVIII, no sólo contribuyeron a uniformar la cultura occidental, sino que a menudo fueron el agente de su propia conservación. Así por ejemplo, si nos referimos a la antigüedad clásica, sabemos que de las cuarenta y cuatro comedias que compuso Aristófanes, sólo han llegado hasta nosotros las once que reunió en forma de antología selecta un gramático para uso de los escolares y lo mismo puede decirse de la producción dramática de un Sófocles o de un Esquilo. A su vez, el auge del fenómeno antológico y la proliferación de colecciones de fábulas y sentencias contribuyen a afianzar lo que bien podría llamarse una estética de lo fragmentario y de lo discontinuo4. Compendios de sentencias como la Poridad de Poridades o las Flores de filosofía, como el Libro de los cien capítulos, el de Los buenos proverbios, Los bocados de oro o el Libro de los doce sabios, son sintomáticos de la promoción que está llamado a conocer durante estos siglos el fragmento como modelo de composición literaria.
La forma abierta de estas obras sapienciales, su carácter heteróclito y fraccionario, su irresolución estructural, que deja abierta la posibilidad de añadir, suprimir o permutar textos, se aviene mal con la definición maravaliana del saber medieval como sistema cerrado y acabado y, si no la desmiente, cuando menos la relativiza. El «intelectual medieval5», como lo ha llamado anacrónica pero oportunamente Jacques Le Goff, si bien aspira a una aprehensión global del saber, cultiva también una estética del fragmento y practica lo que, con otro anacronismo, podríamos llamar una «cultura del zapping»: digestos, breviarios, epítomes y florilegios son otras tantas formas de compilación y presentación del saber que privilegian, institucionalizándolo, el fragmento como principio estructural frente a modelos lineales y orgánicos de construcción textual.
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ARTE DE ENSEÑAR, ARTE DE CONTAR.
En torno al exemplum medieval
Ferderico Bravo
Université de Bordeaux III
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Le maître menace sa classe de la férule
Image du monde
Gossouin de Metz, XIVe siècle.
Paris, BnF, département des Manuscrits, Français 574, fol. 27
© Bibliothèque nationale de France
ARTE DE ENSEÑAR, ARTE DE CONTAR ( II )
[…]El exemplum participa, pues, de todas las artes del trivium: la gramática, ya mencionada, la dialéctica o «ciencia de la discusión» que, progresivamente asimilada a la lógica, considera el exemplum como un argumento con valor de prueba, y la retórica, que el Rey Sabio define como arte «pora affermosar la razon e mostrar la en tal manera, quela faga tener por uerdadera e por cierta […] de guisa que sea creyda» (p. 194) y que, como tal, preconiza la utilización de exempla en el discurso oratorio como medio de persuasión.
Aparece así la primera paradoja del exemplum, a caballo entre artes complementarias en cuanto a sus objetivos, pero radicalmente opuestas en cuanto a su modo de proceder, pues, como también se verá más adelante, una cosa es argumentar y otra persuadir: como explica Isidoro de Sevilla citando a Varrón, «la dialéctica y la retórica son lo que en la mano del hombre el puño cerrado y la mano abierta: la primera concentra las palabras, la segunda, las amplifica» (Etimologías, II, 22, I).
Si la historia del exemplum se confunde parcialmente con la de estas artes liberales, sería reductor, sin embargo, confinar su estudio a las prácticas escolares y universitarias que acabamos de mencionar. De hecho, abordar el estudio del exemplum es la mejor manera de no incurrir en una definición excesivamente estrecha y, por así decirlo, «elitista» de la enseñanza y del saber, el cual no sólo se transmite en las aulas sino también e incluso principalmente fuera de ellas, por ejemplo desde el púlpito. El uso que de él hacen moralistas y predicadores desde los orígenes mismos de la literatura religiosa y didáctica, tan minuciosamente rastreados por JeanThiébaut Welter, obedece a una voluntad pedagógica que aparece claramente expuesta ya en la Doctrina christiana (396-426) de San Agustín quien afirma que los ejemplos aprovechan más que las palabras enrevesadas: Plus docent exempla quam verba subtilia, recordando así que una imagen vale más que mil palabras.
La introducción creciente en el sermón de pequeñas narraciones destinadas a ilustrar aspectos diversos de la doctrina ya elevar el nivel cultural de los fieles será, precisamente, una de las claves de la modernización del género a lo largo del siglo XIII, también llamado «siglo de oro» del exemplum. Pero las posibilidades no sólo de divulgación del saber sino también de captación del público que ofrecían estos relatos eran conocidas y utilizadas ya desde los orígenes mismos de la predicación. Podemos citar aquí el testimonio que recoge en el siglo XII Guillermo de Malmesbury sobre la estrategia erninentemente juglaresca y teatral que adoptaba cuatro siglos antes el obispo inglés Adelmo para captar a los fieles:
«La gente -explica el cronista-, en aquel tiempo semibárbara y muy poco dada a los discursos divinos, tenía la costumbre de volver deprisa a sus hogares después de cantada la misa. Por consiguiente, el hombre santo [ = Adelmo] se colocaba en un puente que había sobre el río que conectaba a la villa con el campo lindante a manera de obstáculo a los que salían, como si estuviera profesando el arte de cantar. Cuando esto lo había hecho varias veces, ganaba así la voluntad y asistencia de la plebe. y por este recurso, poco a poco, insinuaba las palabras de la sagrada escritura entre otras alegres y entretenidas y así pudo conducir al pueblo a la recta razón». En el siglo XIII, las conclusiones del Concilio de Letrán (1225), que recomiendan a los prelados una mayor atención a la instrucción del pueblo, impulsarán decisivamente la renovación del discurso homilético, a cuya modernización contribuirán singularmente las órdenes mendicantes con su intensa labor predicadora y teorizadora, labor de la que son testimonio las compilaciones de exempla y los tratados8 que sobre su utilización florecieron a lo largo de los siglos XIV y XV.
Del exemplum medieval ha podido decirse así y con razón que representa, dentro de la historia de Occidente y dos siglos antes de que se inventara la imprenta, el instrumento de lo que fue el primer intento por instaurar y desarrollar una auténtica «cultura de masas» (Jean-Claude Schmitt, p. 23). A ellas se dirige un Juan Capistrano (1385-1456), venerado en Padua y en Verona, donde llena las plazas públicas, o un Bernardino de Siena (1380-1444), que arrastra a las multitudes allí donde predica; y cuando en 1416 con sesenta y siete años el dominico valenciano Vicente Ferrer (1349-1419) llega a Toulouse para predicar en el claustro mayor del convento de los jacobinos lo hace seis días seguidos ante una asistencia tan concurrida que el arzobispo acaba ordenando que se le instale un estrado delante de la catedral (Jacques Paul, p. 314).
En tanto que discurso promovido por una élite eclesiástica para inculcar a las masas su sistema de valores sirviéndose de un entramado discursivo y narrativo a menudo tomado de la cultura laica, la predicación es uno de los exponentes de lo que Aaron Gourevitch, refiriéndose a la compleja interacción entre cultura letrada -latina y clerical- y cultura folclórica -oral y popular-, ha llamado «paradoja de la cultura medieval» (Jacques Berlioz, p. 354). El exemplum es ante todo discurso oral, esto es palabra hecha acción, eficazmente sostenida por la voz y por el gesto, pero de nuevo asoma aquí la paradoja pues, aunque profundamente arraigada en la oralidad, esta palabra sólo la conocemos hoya través de su forma escrital0. La paradoja de esta conservación escrita de exempla originalmente concebidos para ser pronunciados no pasó desapercibida entre los propios predicadores de la época (Bremond, Le Goff, Schmitt, p. 147). De ella es plenamente consciente, por ejemplo, Jacques de Vitry quien, a comienzos del siglo XIII, teorizaba ya sobre este conflicto entre oralidad y escritura: «[Los exempla] -explica el predicador en el prólogo a sus célebres Sermones ad status- no se exponen por escrito como se exponen con ayuda del gesto, la palabra y la entonación, ni tampoco conmueven o llegan del mismo modo por boca de uno que por boca de otro, en una lengua o en otra. Amenos para quien los escucha, las más veces pierden su encanto cuando se leen. y sin embargo hay que escribirlos para proporcionar materia a aquellos a quienes Dios ha concedido la gracia de conmover a sus semejantes con su talento oratorio» (Jean-Claude Schmitt, p. 52-53).Esta materia narrativa es la que, con el perfeccionamiento de las técnicas intelectuales y de los sistemas clasificatorios, se sistematizará a lo largo del siglo siguiente, con la aparición de recopilaciones no ya lineales como la del precursor del género, el oscense Pedro Alfonso con su Disciplina clericalis, verdadero «best-seller» del que se conservan hoy setenta y seis manuscritos, sino clasificadas por temas ( «contrición», «confesión», «conversión», «tentación», «eucaristía», etc.) para facilitar su consulta y suministrar al orador falto de ideas y en pos de inspiración materiae praedicabiles para componer su sermón.
Tres son los hitos, en el proceso de afinamiento de estas técnicas taxinómicas, que marcarán la evolución del género compilatorio. Primera innovación: la adopción del orden alfabético para clasificar el material narrativo, sistema introducido hacia 1275 por un franciscano inglés al disponer por rúbricas ordenadas alfabéticamente parte de los exempla reunidos en su Liber exemplorum ad usum praedicantium. Con este sistema, nada tan fácil para el predicador como remitirse a la rúbrica correspondiente al tema que quería desarrollar en su sermón (la pereza, la gula, la limosna…) y seleccionar aquel o aquellos relatos de los que se valdría para ejemplificar su propósito. La segunda innovación supone un mayor grado de sofisticación.
La introducirá hacia 1310 el dominico Amoldo de Lieja al ocurrírsele añadir, después de cada exemplum, una simple frase: Hoc eciam valet ad ( «esto también vale para…» ), elaborando así un sistema de reenvíos internos sumamente eficaz para la consulta de su Alphabetum narrationum. Insignificante a primera vista, el nuevo procedimiento reviste sin embargo implicaciones estructurales de primera importancia, pues pone al descubierto, erigiéndolo en sistema, el principio definidor del exemplum, a saber, su plurivocidad, evidenciando así que el mismo relato, leído de una u otra forma, puede interpretarse de distintas maneras. La tercera innovación, producto de la combinación de las dos técnicas anteriores, la ideó el anónimo autor del Speculum exemplorum, un franciscano que en 1480, siguiendo un criterio de clasificación mixto, tuvo la idea de elaborar un índice temático con un sistema de reenvíos ordenado alfabéticamente.
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ARTE DE ENSEÑAR, ARTE DE CONTAR.
En torno al exemplum medieval
Federico Bravo
Université de Bordeaux III
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L’instruction des jeunes
Politique, Éthique et Économique
Aristote, France, XVe siècle.
Paris, BnF, département des Manuscrits, Français 22500, fol. 248
© Bibliothèque nationale de France
El ejemplario medieval, verdadero «vademecum» del predicador moderno, suministra al orador un arsenal argumentativo cuya eficacia, en términos de economía oratoria, radica precisamente en el carácter «prefabricado» de la ejemplificación que ofrece de cada tema contemplado en la colección, poniendo a disposición del «profesional de la palabra» (Hervé Martin, p. 57) -como de algún modo hacen hoy los diccionarios de citas- todo un repertorio de argumentos programados y de cuentos «listos para usar». El predicador no tenía así más que elegir aquellos relatos que mejor cumplían con su propósito, siguiendo eso sí una calculada estrategia oratoria que no desatendía ninguno de los parámetros del acto pedagógico, acto de comunicación por excelencia: desde el tipo de público al que iba dirigido el sermón hasta la retentiva del oyente o su capacidad de concentración. Efectivamente, el predicador no sólo recurre al exemplum para combatir la ignorancia, sino también para combatir el tedio, su principal enemigo. Sabemos por ejemplo que, cuando preparaba un sermón, Jacques de Vitry (1165?-1240), que, como orador precavido que era, solía prever más «munición» narrativa de la que luego podía utilizar en sus prédicas (Claude Bremond, 1998, p. 26), insertaba estratégicamente los exempla que había seleccionado al final del sermón, justo antes de la peroración, para dar así un respiro a los oyentes que habían estado atentos hasta ese momento, pero también para despertar a aquellos que se habían quedado dormidos escuchándole. y es que el exemplum no sólo sirve para transmitir un saber, sino también para captar a un auditorio, para tenerlo en vilo y despertar su interés, para seducirlo y finalmente conquistarlo, abonando así el terreno de la persuasión. Cabe mencionar aquí el exemplum recogido por Cesáreo de Heisterbach en su Dialogus miraculorum (1219-1223) que cuenta las desventuras de un abad cisterciense y las argucias oratorias de que se ve obligado a echar mano en su afán por mantener atenta, durante el sermón, a una congregación de conversos distraída y somnolienta. Cansado de «predicar en el desierto», les dijo para despertarles: Audite, fratres, audite, rem vobis novam et magnam proponam, ( «escuchad, hermanos, escuchad; voy a contaros algo inaudito» ), dejando caer acto seguido, como el anuncio prometedor de una apetitosa digresión narrativa, la frase mágica de efecto inmediato entre los asistentes: Rex quidam fuit, qui Artus vocabatur… ( «érase una vez un rey que se llamaba Arturo…» ). Al predicador le bastaba con pronunciar la fórmula introductoria del cuento «érase una vez…» asociada al nombre evocador del rey Arturo para despertar a una asamblea que se quedaba sistemáticamente dormida cuando se le hablaba de Dios.
Si no pasa de ser una simple anécdota, la situación que describe el exemplum no es muy distinta de la que ofrecía la realidad de la época. El propio Jacques de Vitry recuerda cómo interrumpió una vez la homilía que estaba pronunciando ante un auditorio sumido en el sueño para espetarle en pleno sermón: Ille qui in loco illo dormitat, secreta mea vel consilium meum non revelabit ( «el que se duerma en este lugar ha de quedarse sin conocer mis secretos y mi consejo» ). y la frase surtió efecto inmediato pues, según comenta el predicador, «como cada uno de los asistentes se sintió aludido, después de un murmullo general, todos escucharon atentos y en silencio las palabras útiles y serias». Aquí, como señalan Claude Bremond, Jacques Le Goff y Jean-Claude Schmitt refiriéndose a esta anécdota, «sin falta de prometer ni siquiera de insinuar la narración de un cuento, la ruptura del hilo del discurso basta para despertar al auditorio» (p. 160). Se hace patente así la dimensión pragmática del exemplum, que no sólo pretende aprovechar deleitando, sino también mover los afectos de los oyentes, incitándoles a actuar. Aunque no exento de cierta teatralidad, el poder de incitación de este sermo modernus es real: en el transcurso de un sermón contra el vicio y los peligros del juego pronunciado por el que sería confesor de Juana de Arco, fray Ricardo, los asistentes, arrastrados por la elocuencia del predicador, acaban encendiendo una hoguera a la que arrojan sin contemplaciones mesas, cartas, dados, tabas y mandrágoras (raíces a las que se atribuían poderes mágicos y afrodisiacos), transformando la prédica en un verdadero auto de fe. El exemplum religioso es un artificio retórico y como su objetivo es la salvación eterna de sus destinatarios, algunos críticos le han dado el nombre de «gadget escatológico» (Jacques Le Goff, 1996, p. 363). Con todo, el impacto social de la predicación en la vida cotidiana del hombre medieval es innegable: sólo con los sermones pronunciados por San Vicente Ferrer en Orihuela acaban resolviéndose por vía pacífica más de ciento veintitrés litigios, sesenta y siete de ellos incoados por motivo de homicidio. Los testigos que declararon en el proceso de canonización de San Vicente recuerdan admirados el talento oratorio, gestual y casi teatral del predicador, con sus inflexiones de voz suaves cuando hablaba del paraíso, feroces cuando hablaba del infierno y aterradoras cuando hablaba del fin de los tiempos (Nicole Gonthier,p.110-115).
Pero si cualquier procedimiento es bueno para captar la atención del oyente, siempre en aras de una supuesta eficacia pedagógica, la historia de la predicación religiosa no tardará en poner de manifiesto la reversibilidad de la relación prodesse / delectare en que se funda el discurso ejemplar y que supedita el deleite narrativo al aprovechamiento moral ya la instrucción. Quien puede lo más puede lo menos, y si alguien es capaz de fabular para enseñar también es capaz de fabular para hacer creer que enseña contando cualquier cuento, por tenue que sea su didactismo. y es que el principio didáctico que legitima la utilización de relatos aparentemente intranscendentes dentro de un discurso por definición grave proporciona también la mejor de las coartadas a quien pretende utilizarlos con cualquier otro fin.Fuente de instrucción, el exemplum contiene, paradójicamente una vez más, la clave de su propia perversión. Consciente de su poder de seducción, el predicador los inserta cada vez en mayor cantidad en sus sermones sin perjuicio de hipertrofiar su discurso, insistiendo cada vez más en los aspectos humorísticos, escabrosos o incluso obscenos de su intriga: se da paso así a lo que Peter von Moos ha llamado utilización «salvaje» del exemplum en la predicación (p. 69). De los excesos de los predicadores y de su prurito narrativo, de la trivialidad de sus palabras, de su facundia incontrolada o, en ocasiones, de su hermetismo, darán cuenta siglos más tarde varios relatos del franciscano Johannes Pauli incluidos en su célebre Schimpf und Ernst (1519), que aluden a prácticas tan extravagantes como los duelos verbales a que se entegaban algunos predicadores que, con ocasión de determinadas celebraciones religiosas, rivalizaban entre sí por ver quién hacía el sermón más largo, especialmente en los sermones de la Pasión. Refiriéndose a este tipo de prácticas, escribe el autor: «Con estos sermones interminables lo único que se consigue es que la gente se duerma, que las mujeres se meen en la silla y que el propio predicador se agote» (Jean-Claude Schmitt, p. 201). Igualmente sabroso es aquel otro exemplum que cuenta los desmanes de un predicador que, un viernes santo, contó tan sentidamente la historia de la Pasión que acabó haciendo llorar a todos los asistentes; viendo esto y no sabiendo qué hacer para consolarles, no se le ocurrió otra cosa que decirles:
«No lloréis, hijos míos, que hace ya quince siglos que ocurrió todo esto y se han exagerado mucho las cosas; que hay mucho trecho de aquí a Jerusalén. Se miente de una casa a otra, así que con más razón cuando se trata de un lugar tan lejano… No son más que habladurías» (Jean-Claude Schmitt, p. 200- 201). Así las cosas, no es de extrañar que empezaran a elevarse voces de protesta contra el progresivo derivar del exemplum hacia lo puramente lúdico. Para Dante las fábulas que se cuentan desde el púlpito son un engaño para las ovejas (es decir, el público) «que tornan de pastar llenas de viento » (María Jesús Lacarra, 1989, p. 33) y dos siglos después Erasmo de Roterdam escribe: «…el espíritu humano está hecho de tal manera, que le es más accesible la ficción que la verdad. Si alguien desea una prueba palpable y evidente de esto, no tiene más que entrar en una iglesia cuando haya sermón, y allí verá que si se habla de algo serio, la gente bosteza, se aburre y acaba por dormirse; pero si el voceador (me he equivocado, quise decir el orador) comienza, como es frecuente, a contar algún cuento de viejas, todos despiertan, atienden y abren un palmo de boca» (Joaquín Rubio Tovar, p. 32). Víctima de su propio éxito, el exemplum profano acaba siendo objeto de prohibiciones conciliares (Latrán 1516, Sens 1529, Milán 1565, Burdeos 1624) que marcarán oficialmente el ocaso de un género cuyo declive, en realidad, se había iniciado ya tiempo antes.
[…]ARTE DE ENSEÑAR, ARTE DE CONTAR.
En torno al exemplum medieval
Federico Bravo
Université de Bordeaux III
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Matthaus à 5 ans
Livre des costumes
Matthaus Schwartz, Allemagne, début du XVIe siècle.Paris, BnF, département des Manuscrits, Allemand 211, fol. 4
© Bibliothèque nationale de France
Sur cette image du XVI< sup>e siècle, on peut observer un enfant en train d’apprendre à écrire. A cette époque, l’enseignement de la lecture et de l’écriture commence à se répandre dans la population : ce ne sont plus seulement les moines ou les nobles qui apprennent à lire. Souvent, les mères apprennent à lire à leurs enfants.
Cet enfant s’appelle Matthäus Schwarz : il s’exerce seul car sa mère est morte. En 1502, à l’âge de 5 ans et quatre mois, il apprend l’alphabet. Il travaille dans une pièce planchéiée, sommairement meublée d’une petite chaise placée dans le cône de lumière de la fenêtre, qui lui permet d’étudier sa leçon d’écriture, sur une tablette de bois chaulée posée sur ses genoux. À ses pieds, gît sa sacoche d’écolier. À l’arrière-plan, une fontaine lavabo, intégrée à une armoire de bois, voisine avec un long linge de toilette cousu pour se dérouler en continu, accroché à une perche. On devine, derrière la salle d’études, la chambre à coucher, meublée d’un lit garni d’une couverture rouge, la couleur des enfants.
Adulte, Matthäus Schwarz deviendra banquier. Il fera réaliser le Livre des costumes, dans lequel il se fera représenter 138 fois dans différents costumes : vêtements de ses ancêtres, déguisements, langes de bébé ou vêtements d’enfant.
Pero en la Edad Media el exemplum no es monopolio de la predicación y el mismo instrumento que sirve para instruir a las masas sirve también, paradójicamente, para formar a las élites: si el siglo XIII es el Siglo de Oro del exemplum, también es porque ve nacer la traducción castellana de los dos paradigmas de la literatura sapiencial hispano-oriental, el Calila e Dimna y el Sendebar, destinados ambos a la educación de príncipes y gobernantes, y considerados en la corte alfonsí como verdaderos compendios de sabiduría. Aunque dirigidos a un público de letterati radicalmente distinto y hasta diametralmente opuesto al de los sermones populares, los exempla de que se nutre esta literatura de castigos presentan las mismas paradojas y obedecen a los mismos principios que los incluidos en los ejemplarios anteriormente mencionados, con la salvedad notable de que sus conceptores, movidos por una clara voluntad arquitectónica ajena al trabajo del collector de cuentos para la predicación, idean un sistema asociativo -relato-marco o simple diálogo entre personajes- para engarzar entre sí, a modo de mortero narrativo, los distintos relatos reunidos en la colección. Si se aborda así, atendiendo a esta particularidad estructural del exemplum, el problema de su inserción dentro del discurso20, la cuestión que se plantea es la de la autonomía o falta de autonomía semántica del ejemplo con respecto al discurso en que se inserta. Para Roland Barthes, por ejemplo, «el hecho mismo de que se haya podido realizar un repertorio de exempla [se refiere al lndex exemplorum de Tubach] pone de manifiesto la vocación estructural del exemplum: es un fragmento separable, que contiene un sentido expreso» (p. 201). Sin embargo, el hecho de que sea aislable lo único que demuestra en mi opinión es que el exemplum no sólo es una manipulación mediante la cual se intenta elevar a rango de ley general lo que no es más que un caso concreto que no tiene nada de universal, sino que además puede ser manipulado a conciencia, esto es utilizado fuera de contexto o introducido en un contexto nuevo susceptible de invertir completamente su significado original. Si bien puede leerse aisladamente como una ficción independiente, una fábula no deja de ser la ejemplificación de un precepto que es necesariamente exterior y anterior a ella, por lo que el exemplum siempre lleva inscrita la marca de una doble subordinación, sintáctica una, que lo supedita a una unidad lingüística superior, y semántica otra, que lo convierte en una simple etapa dentro de un proceso argumentativo más amplio21. La tensión que opone la ficción (narrativa) a su función (ejemplar) se resuelve en una nueva paradoja, que formularé diciendo que el exemplum es relato y en tanto que relato goza de una autonomía que pierde completamente en tanto que ejemplo.
La manipulación que supone la utilización de un ejemplo, cualquiera que sea, empieza ya por la elección -nunca inocente- del caso que se decide tomar, entre todos los casos posibles, como modelo para representar metonímicamente una categoría o un conjunto supuestamente universales. En las obras que, como el Calila e Dimna o El conde Lucanor, se presentan como un diálogo entre un noble y un sabio, este último, encarnación del Pandit de la tradición hindú, debe responder a los requerimientos de su discípulo, que le pide que diserte sobre tal o cual tema, pero es totalmente libre, una vez fijado el objetivo de la disertación, de escoger o de inventar la trama narrativa que más le convenga para ilustrar un precepto moral que novelizará con mayor o menor fortuna según su talento narrativo. De hecho, el grado de novelización de la sentencia va de cero al infinito. Si a menudo el narrador derrocha imaginación para ponerla en escena, a veces la transposición narrativa es mínima y se limita a la zoomorfosis de los personajes, como ocurre, por dar un sencillo ejemplo, en la fábula del mono y la cuña, exemplum que, para advertir de los peligros que entraña la curiosidad, cuenta expeditivamente, mediante una ficción totalmente embrionaria, el sino cruel y ejemplar de un mono que quiso ver de cerca lo que habían hecho unos carpinteros que habían estado serrando vigas y apuntalándolas con cuñas. Nada más quedarse solo, el «ximio», acuciado por la cunosidad, se subió a una de ellas y, como reza la versión hispánica de este cuento hindú, «asentóse ençima et sacó la cuña; et commo le colgavan los conpañones en la serradura de la viga, al sacar de la cuña apretó la viga et tomóle dentro los conpañones et machugógelos, et cayó amortesçido» ( Calila e Dimna, III, p. 126). El argumento, como puede verse, es endeble por no decir raquítico, y apenas amplifica la máxima que ha dado pie a su narración y que podría resumirse en una simple frase: «no hay que meter la narices donde a uno no le llaman»…, aunque aquí se trate de una parte infinitamente más dolorosa de la anatomía masculina. En otros casos, la novelización de la sentencia es compleja y autorrecurrente, pues una de las propiedades del exemplum es precisamente su capacidad recursiva de nutrirse indefinidanente de sí mismo, de alimentar su propio quehacer narrativo y de convertirse en objeto de su propio discurso24. Todo personaje es un narrador en potencia, por lo que cada relato puede servir de marco a tantos relatos subordinados como el narrador sea capaz de engarzar sin perder el hilo de su discurso, siguiendo el procedimiento de las «cajas chinas». «El procedimiento de engaste – explica Todorov- llega a su apogeo con el auto-engaste, cuando la historia del relato-marco se halla enclavada en quinto o sexto grado dentro de sí misma. Esta exhibición del procedimiento narrativo la encontramos en las Mil y una noches25; el comentario que le dedica Borges es de sobra conocido: «No hay interpolación tan inquietante como la de la noche seis cientos dos, noche mágica entre las mágicas. Esa noche, el rey oye por boca de la reina su propia historia. Oye la historia inicial que engloba a todas la demás y que se engloba monstruosamente a sí misma»» (p. 39). El primer cuento del Sendebar, titulado Leo, ofrece posiblemente un juego metanarrativo tan vertiginoso como el que evoca Borges. En él se cuenta cómo una honesta mujer casada consigue desbaratar los concupiscentes proyectos del rey que se había enamorado de ella dándole para leer un libro «de leyes e juizios de los reyes» que explica cómo debe «el adulterio ser defendido». El hecho de que el primer cuento del Sendebar condene el adulterio poniendo simultáneamente al lector en presencia de un personaje que, a su vez, aparece leyendo el primer capítulo de un libro que asimismo condena el adulterio, permite formular la hipótesis de que, en un aturdidor juego de engastes auto-recursivos y prefigurando la espectacular mise en abyme del célebre cuento cortazariano, el libro que la mujer le entrega al rey para recordarle sus deberes sea el mismo libro del que ella es personaje, esto es, el mismo Sendebar.
[…]
ARTE DE ENSEÑAR, ARTE DE CONTAR.
En torno al exemplum medieval
Federico Bravo
Université de Bordeaux III
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La Grammaire et son amphithéâtre d’élèves
Noces de Philologie et de Mercure
Martianus Capella, Xe siècle.
BnF, département des Manuscrits, Latin 7900 A, fol. 127
© Bibliothèque nationale de France
Dans la salle de classe, proche de l’église, les enfants sont sagement assis, une tablette entre les mains. Ils écoutent une jeune femme avenante, la Grammaire, leur expliquer les règles du latin.