Beato de Liébana (Liébana, c.-ibidem, c. 798), también llamado san Beato, fue un monje del monasterio de San Martín de Turieno (actualmente, Santo Toribio de Liébana), en la comarca de Liébana, estribaciones de los Picos de Europa de la actual Cantabria (España). Entre sus escritos, su obra más conocida es el Comentario al Apocalipsis de San Juan (Commentarium in Apocalypsin), dividido en doce libros y miniado, de gran influencia durante la Alta Edad Media, en los campos de la teología, política y geografía.
Algunas fuentes no del todo fiables aseguran que Beato se retiraría posteriormente al monasterio de Valcavado en Palencia, donde sería nombrado abad —según Alcuino de York— y finalmente encontraría la muerte.
En Cantabria, así como en Asturias, sienten una gran devoción por esta figura. Inscrito en el santoral católico, su festividad se celebra el 19 de febrero.
Beato de Liébana
Beato debió nacer en los años «treinta» del siglo VIII y murió a poco de entrar el siglo IX (Téngase cuidado con las erróneas fechas que aún suelen manejarse en cierta bibliografía y que dependen de la «falsa» Vida, escrita en el siglo XVII por Tamayo Salazar). Vivió en la comarca cántabra de Liébana, llegando a ser abad del monasterio de San Martín de Turieno, hoy Santo Toribio de Liébana, según se colige de los escritos de Alcuino. Es autor del famoso Comentario al Apocalipsis, que consta de doce libros. Igualmente de la obra conocida con el nombre de Apologético, compuesta en dos libros, en defensa de la ortodoxia frente al Adopcionismo.
Finalmente, aparte de otras obras de atribución muy dudosa, se considera seriamente como escrito por Beato el bello himno litúrgico O Del Verbum, que se halla inserto en el oficio mozárabe de la fiesta de Santiago. Beato, que en Liébana es venerado como santo -San Beato-, fue el promotor del culto a Santiago en España, considerándole como patrono de los estados cristianos del norte, que luchan por su independencia . De ahí parte la idea del castizo «Santiago Matamoros», tan vinculado a las tradiciones populares hispánicas. Probablemente el descubrimiento de la tumba del Apóstol en Compostela, muy pocos años después de la muerte de Beato, puede considerarse como un fruto postumo de su campaña jacobea.
Dada la repercusión de todos estos hechos en la historia de España y de Europa, la figura de Beato de Liébana, consagrada por la difusión prodigiosa de su obra y la belleza extraordinaria de sus códices miniados (los «beatos»), debe ser considerada como la de uno de los personajes de mayor trascendencia en todo el alto Medievo.
Pues bien, Beato, como hemos dicho, esperaba el fin del mundo para el año 800, aunque no estaba muy seguro de si la fecha exacta podría adelantarse tal vez por algún pequeño error de cálculo, o porque de hecho en el evangelio se habla de la posibilidad de algún adelanto:
«Y si el Señor no abreviase aquellos días, nadie sería salvo; pero por amor a los elegidos, que él eligió, abreviará esos días». «Estad alerta, velad, porque no sabéis cuándo será el tiempo». «Velad, pues, vosotros, porque no sabéis cuándo vendrá el amo de la casa, si por la tarde, a medianoche, o al canto del gallo o a la madrugada, no sea que viniendo de repente os encuentre dormidos. Lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad».
Beato se lo tomó esto a pie juntillas, y en la idea de que la segunda venida de Cristo sería en la noche del sábado al domingo de Pascua, según una vieja tradición consignada por Alcuino, reunió a las gentes de Liébana en más de una ocasión para esperar en oración el momento terrible. Elipando, con una gran dosis dé sorna, cuenta cómo una de aquellas vigilias pascuales ya de la década de los «noventa», presidida por Beato, terminó de forma grotesca, cuando uno de los fieles llamado Ordoño, después de haber pasado las horas nocturnas y la mañana del domingo en oración y ayuno, sin que una vez más se produjera el temido momento, levantó la voz de forma grosera en medio de la iglesia diciendo: «Comamos y bebamos. Si hemos de morir, muramos con el vientre lleno».
Aparte de anécdotas, por muy significativas que éstas sean, Beato de Liébana acometió de forma directa el tema que nos ocupa en su Comentario al Apocalipsis.
Oigámosle: «Los seis días en que realizó su obra el Señor es una semana y representan la figura de seis mil años que se expresan en una semana. La primera edad, desde Adam hasta Noé, son 2.242 años. La segunda, desde Noé hasta Abraham, son 942 años. La tercera, desde Abraham hasta Moisés, son 505 años».
A continuación Beato desmenuza en segmentos los períodos históricos que constituyen la cuarta edad, que hacen en total 478 años y que van desde Moisés a la edificación del templo de Jerusalén. Lo mismo realiza con la quinta, entre la edificación del templo y el nacimiento de Cristo, 1.060 años después. Y añade: «Suma todo el tiempo desde Adam hasta Cristo 5.227 años. Y desde el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo hasta la era presente, es decir, año 822 (se entiende de la Era Hispánica) son en total 784 años . Suma, pues desde el primer hombre, Adam, hasta la era presente, año 822, y tendrás en total sumados 5.987. Faltan, pues, del sexto milenio 14 años. Terminará, por tanto, la sexta edad en la era 838 (año 800). Lo que resta del tiempo del mundo es incierto para la investigación humana. Nuestro Señor Jesucristo eliminó toda pregunta sobre este tema, diciendo: A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad» (Hech 1, 7).
Y en otro lugar: Mas de aquel día y hora nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo, sino sólo el Padre (Mt 24, 36)… Para que lo sepáis, en verdad el mundo deberá terminar el año 6000. Si se cumplen o se acortan sólo Dios lo sabe.
Vemos en Beato unos nuevos cálculos, bastante apartados de los de San Beda, y que vienen a coincidir, aunque no en detalle, con los de San Julián y con la cronología general de San Jerónimo. Afirma que se trata verdaderamente de una larga etapa de 6.000 años, al cabo de los cuales concluirá el mundo con la nueva llegada de Cristo (Parusía), pero la distribución de los seis mil años entre las distintas edades es muy desigual y así, mientras unas exceden el millar, como la primera, otras, en cambio, son mucho más breves, como la cuarta, cálculo que él considera lícito siempre que la suma total sea de 6.000.
En sus cálculos hay evidentemente algunos errores, que pueden comprobarse a simple vista, pero son más bien de detalle. Asi, por ejemplo, 784 + 5.227 = 6011 y no 5987. Algunos de estos errores se deben a las variantes que arrastran las distintas familias de códices, y resultan inevitables cuando se trata de fijar un texto único. Precisamente la labor investigadora de H. Sanders en este sentido le llevó a determinar la existencia de tres ediciones originales de la obra de Beato: una, correspondiente a los códices llamados P y N, que dataría originariamente del año 776; otra que sería del año 784 (el resto de los códices de la familia llamada de 3a clase); y finalmente una ulterior edición del año 786, que corresponde a los códices de la primera clase. Los de la 2a serían una simple recensión de esta última. Aunque la distinción entre estas familias codicológicas se funda en diversos y variados criterios, la fijación de la fecha de su edición original ha sido calculada por Sanders a base de las variantes persistentes y bien identificadas en la fecha que alude a los años transcurridos entre el nacimiento de Cristo y lo que él llama la era presente.
Es evidente que no podemos nosotros aquí descender a detalles, explicaciones y posibles críticas, que estarían fuera del caso. Pero hemos querido señalar el tema para hacer resaltar la importancia que en Beato tienen las fechas, todo ello con vistas a la identificación del mítico y temido año 6000.
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El milenarismo
Pero ha llegado el momento de hacemos la pregunta de si Beato de Liébana fue o no un verdadero milenarista. Para ello necesitamos precisar el alcance de este término. A veces por milenarismo se entiende la creencia de que el mundo va a concluir su historia con el fin del milenio, entendiendo éste de diferentes maneras, según se cuente a partir del nacimiento de Cristo (los milenaristas del siglo X y los del siglo XX), o desde la creación del mundo (los seguidores de la teoría de las Seis Edades, de los que aquí tan ampliamente hemos hablado).Pero desde el punto de vista estrictamente teológico el milenarismo es otra cosa. Se trata de una doctrina que parte fundamentalmente del texto bíblico del Apocalipsis 20, 1-10: “Vi un ángel que descendía del cielo, trayendo la llave del abismo y una gran cadena en la mano. Tomó al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo, Satanás, y le encadenó por mil años. Le arrojó al abismo y cerró, y encima de él puso un sello para que no extraviase más a las naciones hasta terminados los mil años, después de los cuales será soltado por poco tiempo. Vi tronos y sentáronse en ellos, y les fue dado el poder de juzgar, y vi las almas de los que habían sido degollados por el testimonio de Jesús… y vivieron y reinaron con Cristo mil años.Esta es la primera resurrección. Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; sobre ellos no tendrá poder la segunda muerte, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con El por mil años. Cuando se hubieren acabado los mil años, será Satanás soltado de su prisión…”.El verdadero milenarismo interpreta al pie de la letra este texto y así llega a la conclusión de que va a existir un reinado de Cristo sobre la tierra al final de los tiempos, a lo largo de mil años, durante los cuales el diablo estará sujeto, mientras que los justos resucitarán para reinar con Cristo. Sólo al cabo de esta etapa, Satanás volverá y hará estragos y entonces se producirá el verdadero fin del mundo con el juicio de Dios sobre toda la humanidad (la segunda resurrección). La doctrina del milenarismo en este sentido estricto fue defendida por algunos escritores de la iglesia primitiva, como Papías, San Justino, Tertuliano, Lactancio y Victorino, así como por los anabaptistas del siglo XVI. En época contemporánea ha sido aceptada por los adventistas, mormones y algunos católicos sobre los que recayó una amonestación del Santo Oficio en 1944.Volviendo a nuestra anterior pregunta, podemos ya responder claramente que, si por milenarismo entendemos la creencia de un fin del mundo al concluir el milenio, concretamente el sexto milenio, Beato de Liébana ha de ser considerado como milenarista entusiasta sin ningún género de dudas. Ahora bien, si por milenarismo entendemos la doctrina Chiliasta del reino terreno de los justos con Cristo durante mil años, Beato no es un milenarista, ya que interpreta el pasaje citado del Apocalipsis y los otros textos posiblemente afines a él (1 Cor 15, 22-26; 1 Tes 4, 13-18) en un sentido alegórico, y afirma que los famosos mil años no pertenecen al futuro, sino que se están dando ya en el presente.Oigamos algunas de sus palabras, en las que expresamente se descarta que los “mil años” se refieran a un futuro reino celeste en el mundo. “Pero ahora dice que vio a los que estaban sentados en los tronos y habló a las almas de los decapitados, para enseñar que los vivos y los muertos han reinado con Cristo mil años, es decir, desde la Pasión del Señor hasta su segunda venida, y que desde la primera venida hasta la segunda venida existe este misterio de la iniquidad de la marca de la bestia… Lo que dice en futuro reinarán, también aquí podemos entenderlo como ya realizado; como si dijera: ya han sido bautizados… Pues va a decir luego reinarán, para enseñar qué son estos mil años: ésta es, dice, la primera resurrección, ciertamente porque resucitamos con el bautismo… En estos mil años se refirió a este mundo, no al mundo eterno donde van a reinar sin fin con Cristo”.Y antes había dicho refiriéndose al encadenamiento del diablo: “Hasta que se cumplieran los mil años, es decir, lo que falta del sexto día que consta de mil años… Llamó mil años a la parte del sexto milenio, en el que nació y padeció el Señor”.Resulta, pues, que para Beato, siguiendo a Ticonio, los mil años del reino venidero son ya nuestros años desde Cristo en adelante y es ahora cuando los bautizados (resucitados) reinamos con Él.Más aún, Beato, que tan meticuloso es en cuestiones de cifras y lleva al extremo los cálculos cronológicos desde la creación, al referirse a los famosos mil años llega a decir que se trata de un número simbólico. He aquí sus palabras, siguiendo a San Jerónimo, “Dice mil como un modo de hablar, como hay que entender aquello de que impuso a mil generaciones (Sal 105, , a pesar de no ser mil, pues a veces el todo se entiende por la parte”.Rechaza la posibilidad de que, fundándose en esto, piensen que el mundo va a terminar el año 1000. Por eso no deben ser escuchados los que dicen que desde el nacimiento de Cristo hasta su segunda venida hay mil años. Esos están de acuerdo con el hereje Eunomio”. Realmente no se explica cómo la obra de Beato podrá cobrar nueva actualidad en el siglo X, al esperar el fin del primer milenio, cuando el propio autor niega la posibilidad de una interpretación de este tipo.
En fin, y como resumen de toda su postura al respecto, oigamos una vez más sus palabras sobre el simbolismo de mil: “Mil es un número perfecto, y aunque se diga que es un número perfecto, pero creemos que tendrá fin. Manifestó el espíritu al escribir estas cosas, que la iglesia iba a reinar mil años, es decir, hasta el fin del mundo”.
BEATO DE LIÉBANA Y LOS TERRORES DEL AÑO 800 ( I )
Joaquín González EchegaraySituación política y cultural
Los años que precedieron al 800 están marcados en la Europa occidental por la presencia de tres grandes personajes en el mundo de la política, que configurarán en buena medida el devenir histórico de los siglos siguientes. Se trata de Abderramán I (731-788), Carlomagno (742-814) y Alfonso II (c. 768-842). Aunque rigurosamente contemporáneos, Abderramán se adelanta ligeramente en la cronología, mientras que Alfonso II de Asturias se retrasa. A ello contribuye también que el primero vivió menos años que ninguno de los otros dos, en tanto que el último fue el más longevo.
Recordemos ahora los rasgos más distintivos de estas tres figuras históricas.
El omeya Abderramán I fue el creador del emirato independiente de Córdoba y quien puso los cimientos tanto políticos como culturales del futuro esplendor de Al- Andalus y su capital Córdoba. Fue respetado y temido por Carlomagno. Por lo que a los cristianos del norte se refiere, aunque las divisiones internas del emirato permitieron al principio una cierta expansión del naciente reino de Asturias, al final de sus días el emir lo golpeó con saña, labor esta que prosiguió con éxito su hijo y sucesor Hixan I (757-796). Sin embargo, fue muy tolerante con los cristianos que vivían dentro de las fronteras del emirato.
El franco Carlomagno es el instaurador del nuevo imperio romano de occidente. En su nueva capital, Aquisgrán, recibía embajadores de todo el mundo y controlaba la marcha de sus extensos dominios, que abarcaban casi toda Europa desde Dinamarca hasta el sur de Italia y desde la Marca Hispánica hasta el Vístula.
Fue inspirador del llamado Primer Renacimiento. Protegió las letras, las artes y las ciencias, y se rodeó de una corte de sabios. Fue coronado por el papa como emperador de derecho, pues ya lo era de hecho, el día de Navidad precisamente del año 800.
Alfonso II fue el gran monarca que afianzó el reino cristiano de Asturias frente al poder musulmán de Al-Andalus, tras unos duros años de inquietud y zozobra. Fundó la ciudad de Oviedo y, como dice la Crónica Albeldense, restauró en ella el antiguo orden visigodo de Toledo, tanto en su palacio como en la iglesia. Fue un promotor de la cultura y las artes.Estos tres personajes, que asientan bajo sólidas bases el porvenir de la España musulmana, del nuevo imperio europeo y de los reinos de la España cristiana, se asemejan entre sí por su voluntad enérgica de mando y su visión de futuro. En su tiempo se presagiaba claramente una inminente época de bienestar. En estas circunstancias cuesta pensar que la gente de entonces se sintiera obsesionada por la idea apocalíptica del fin del mundo.
En aquella época vivieron en los tres reinos tres personalidades del mundo de la cultura, que estuvieron relacionados entre sí. En Toledo, bajo el dominio musulmán, se hallaba al frente de la iglesia en su calidad de metropolita de Hispania, un sabio teólogo, muy entrado en años pero de gran ambición y de una sorprendente actividad. Se llamaba Elipando, tenía ideas propias y se sentía responsable no sólo de lo que pasaba en la iglesia de la España árabe, con cuyas autoridades civiles se llevaba muy bien, sino igualmente de lo que afectaba a la iglesia de la España cristiana independiente en las montañas del norte.
En la corte de Carlomagno sobresalía la figura de un sabio inglés, que lo mismo entendía y hablaba de matemáticas y astronomía, que componía poemas o escribía profundos tratados teológicos. Su nombre era Alcuino, y, desde su abadía de Tours, se relacionaba y mantenía correspondencia con lo más selecto de todo el occidente cristiano.El tercer gran hombre de la cultura en la Europa que se acerca al año 800 es otro abad de un monasterio lebaniego en el reino de Asturias. Se llama Beato de Liébana. Es biblista, teólogo y poeta, y las opiniones que expone en sus obras son conocidas y comentadas, tanto en los medios cristianos de la España musulmana, como en la corte de Carlomagno.
Los tres personajes se conocen, se relacionan entre sí y su correspondencia epistolar ha llegado hasta nosotros. Discuten violentamente sobre un tema teológico concreto: Si a Cristo se le puede llamar propiamente Hijo de Dios, o tan sólo Hijo “adoptivo” de Dios. Elipando propone lo segundo; Beato y Alcuino defienden la primera proposición como la única válida y conforme a las Sagradas Escrituras. Estamos ante la guerra dialéctica del Adopcionismo, que va a conmover los últimos años del siglo VIII y los primeros del siguiente en los ambientes intelectuales de España (Carlomagno llamará a la propuesta elipandiana la “herejía española”), así como de Francia, Alemania e Italia. Con Elipando está especialmente el sabio obispo de Urgell, llamado Félix; con Beato, el joven obispo de Osma, de nombre Eterio; con Alcuino, la mayor parte de los teólogos del imperio, entre los que destaca el sabio de origen español, llamado Teodulfo, y hasta el propio Papa de Roma.
Tras la contienda teológica se mueven los intereses políticos de los emires de Córdoba, que no aceptan una España independiente del poder civil islámico; Alfonso II, cuya idea central es justamente la contraria; o el emperador, que se cree en el derecho de intervenir en nombre del Papa no sólo en sus dominios, sino en toda la cristiandad. La ciudad fronteriza de la Seo de Urgell verá varias veces en sus calles a tropas cordobesas o imperiales, con el fin de poner o quitar alternativamente a su conflictivo obispo.
¿Es posible en medio de este acalorado trasiego político-religioso, tan ajeno en principio a las ideas apocalípticas, que se pudiera estar pensando en que los días de este mundo estaban ya fatalmente contados?
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BEATO DE LIÉBANA Y LOS TERRORES DEL AÑO 800 ( I )
Joaquín González Echegaray
BEATO DE LIÉBANA Y LOS TERRORES DEL AÑO 800 ( II )
Los terrores del 800Sin embargo, y por paradójico que parezca, todos los protagonistas de estas agitadas historias tenían la preocupación de si el último día estaba cercano. Elipando, quizá el más escéptico, hace alusión a ello en una carta escrita al abad Fidel de Asturias: “He oido que ha aparecido en medio de vosotros -dice- un precursor del Anticristo, que anuncia que éste ya ha nacido”. Beato, de cuya preocupación por la inminente Parusía hablaremos con amplitud más adelante, escribió un extenso Comentario al Apocalipsis de Juan, donde aborda directamente el asunto. Por su parte, Alcuino, más templado, como continuador de su paisano San Beda, escribirá igual que éste su propio Comentario al Apocalipsis.
El excelente investigador y profundo conocedor de la época Prof. Juan Gil escribió hace veinte años un extenso artículo sobre los terrores del 800. En él se exponen los diversos testimonios que durante el siglo VIII se refieren a la creencia en la escatología inmediata y que aquí resumiremos brevemente. San Beda el Venerable, a principios de este siglo, realiza cálculos cronológicos basados en la Sagrada Escritura, llegando a la conclusión de que, en todo caso, el temido fin del mundo no debería tener lugar antes del entonces aún lejano siglo XI, si es que no se prolongaba todavía mucho más allá. Por tanto, carecen de base los temores difundidos entre el pueblo, que apuntan al final de la centuria que viven, más aún cuando la frase del propio Cristo proscribe cualquier afirmación taxativa al respecto: “De aquel día y de aquella hora, nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre”.
Una nota del año 742, que aparece en la Crónica del Biclarense, calcula el año 801 como el de la segunda llegada de Cristo en majestad. El Códice de Roda dice que están ya casi para cumplirse los días de la venida de Jesucristo para el Juicio Final , y, aunque referido propiamente al año 876, parece reflejar la fecha original del 776, en la que Beato publicó la primera edición de su Comentario al Apocalipsis. Dos códices florentinos del 746 hablan de que el fin del mundo, según los cálculos, ha de ser hacia el 800. Igualmente declara la Crónica de Fredegario, escrita en torno al 735, y Ambrosio Autperto hacia el 760 en su Comentario al Apocalipsis, al referirse al Alfa y la Omega, dice que la primera corresponde al 1 y la segunda al 800, aludiendo sin duda al final del mundo, aunque existe otra interpretación, según la cual el 1 sería el símbolo del Padre, el 800 el del Hijo y el 801 el del Espíritu Santo, en cuyo nombre trinitario son convocados los hombres al juicio. El arzobispo Gracioso, que fue el prelado de Ravenna entre el 786 y el 789, anuncia grandes males de guerras y hambres, devastaciones y fenómenos extraordinarios y terribles en el mar y en el cielo, toda la parafemalia apocalíptica, que está a punto de llegar.
A su vez, hay noticias de que, a medida de que se acercaba la fecha fatídica, se iban dando extrañas señales en la naturaleza, que fomentaban el terror entre la gente sencilla: lluvias de estrellas, la señal de la cruz en el cielo, dragones volando entre relámpagos, hambre, calamidades…
Pero creo que ha llegado el momento de que nos preguntemos nosotros en qué se basaba la creencia -bastante generalizada- de que el fin del mundo iba a coincidir con el año 800 de la Era Cristiana.El planteamiento parte de principios muy antiguos, concretamente se funda en cálculos cronológicos a base de datos extraídos de la Biblia. Fue el erudito escriturista San Jerónimo, que vivió en la segunda mitad del siglo IV y a principios del V, quien primero se preocupó de realizar una seria cronología numérica de los acontecimientos de la historia humana narrados en la Sagrada Escritura. Según él, la creación del mundo tuvo lugar exactamente el año 5199 antes del nacimiento de Cristo.
A su vez, a partir del momento en que Dionisio el Exiguo en el siglo VI estableció, para el cómputo normal, la nueva Era Cristiana, los judíos se esforzaron en hallar una Era propia, para no depender de otras cronologías ajenas, como hasta entonces, y menos aún de la odiosa era de un Mesías, que para ellos todavía no había nacido. Es así como establecieron la nueva Era de la Creación (Le-berit ‘olam), calculando que esta última -la creación- tuvo lugar a las 5 del 7 de Octubre del año 3760 antes de nuestra Era Cristiana. De hecho, este cómputo está aún vigente en los calendarios más ortodoxos judíos (el año actual, 1988, es para ellos el 5738), si bien a los efectos civiles y científicos se utiliza en Israel nuestra Era, llamándola simplemente “Era Común” (sin referencia alguna a Cristo).
Este interés por la fijación cronológica de la creación, tanto en el campo cristiano como judío, reavivó la antigua idea de que, puesto que la creación había tenido lugar en seis días, en el último de los cuales fue creado el hombre, podría tratarse de un presagio condensado de lo que iba a ser después la historia de la Humanidad, dividida en seis etapas, en la última de las cuales aparecería el Mesías esperado, cuyo apelativo de “Hijo del Hombre” o “Nuevo Adam” se repite en el Nuevo Testamento. Para la reconstrucción de estas seis edades y su fijación cronológica era preciso recurrir preferentemente a los llamados “libros históricos” de la Biblia. Esta teoría la vemos ya formulada el el siglo II por el Pseudo-Bemabé. Aparece después en Gregorio de Elvira, San Jerónimo y en el propio San Isidoro .
Un eminente escritor y teólogo de la España Visigoda, el metropolita San Julián de Toledo, en el siglo VII (642-690), escribió una obra clásica al respecto que se titula De comprobatione Aetatis Sextae libri tres1. San Julián, que escribe exactamente en el 686 y dedica su libro al rey Ervigio, entabla una encendida polémica con los judíos. Partiendo de la idea ya expuesta de que los seis días del Génesis se proyectan en seis etapas o edades, y, ante el desajuste que supone la cronología judía según la cual la creación no resulta demasiado antigua como para situar el nacimiento de Cristo al comienzo de la sexta edad, rechaza que las seis edades deban computarse en años y prefiere hacerlo en generaciones, al estilo bíblico.
Así, la primera edad, de Adam al diluvio, comportaría 10 generaciones. Otras 10 supondría la segunda edad, desde Noé a Abraham. La tercera edad comprendería, desde Abraham a David, 14 generaciones. Igual número de éstas tendría la cuarta edad, que va de David al destierro de Babilonia; así como la quinta, que abarca desde este destierro al nacimiento de Cristo. En total son sesenta y dos generaciones para las seis edades.
Para el hecho de la desigualdad entre las dos primeras y las tres últimas, San Julián da una pintoresca explicación de carácter numerológico. Las dos primeras etapas representan la infancia y la niñez de la humanidad. Los infantes y niños sólo disponen de cinco sentidos, que multiplicados por los dos sexos, masculino y femenino, dan el número 10. Las tres etapas subsiguientes aluden a la juventud y madurez humanas, donde a los cinco sentidos hay que añadir dos facultades: la del conocimiento discreto y la de la necesaria acción. Son, pues, 5 + 2 = 7, que multiplicados por ambos sexos arrojan la cifra de 14. He aquí la explicación del distinto número de generaciones para las primeras y las últimas edades de la humanidad.
A pesar de su enfoque peculiar, San Julián acaba entrando también en el cálculo de años. Contrapone la cronología de la biblia hebrea (texto masorético) con el de la biblia griega (versión de los “setenta”), la primera utilizada por los judíos y la segunda tradicionalmente usada por la iglesia. La cronología de la biblia griega da 5.200 años desde Adam a Cristo, como ya había sido fijado por San Jerónimo. Julián, en una postura que hoy resultaría muy moderna tras los descubrimientos de Qumran, da preferencia a la versión de los Setenta. Pero, al final, no se resigna a prescindir de los cálculos propios y hace una reconstrucción cronológica de la humanidad, combinando los datos bíblicos con los de la historia profana, para llegar a la conclusión de que Cristo nació el 5325 de la creación del mundo, por lo que cuando él escribe, el aho 686, se ha llegado ya al 6011 desde la creación . Así pues, el Mesías ha nacido más o menos al comienzo de la sexta edad, que corresponde al siglo 60 y a la generación 60 después de Adam (descontando a éste y al propio Cristo), es decir, cuando estaba previsto , mientras que los judíos, contra todo pronóstico, aún le esperan cuando ya hemos rebasado el año 6000 y teóricamente estaríamos entrando en la séptima edad. Por eso y para evitarlo, los judíos acuden a sus cálculos y acortan la distancia desde la creación en mil quinientos años.
Pero el problema viene cuando se plantea una pregunta inevitable. ¿Qué sucederá a continuación de la sexta edad?. Después del sexto día de la creación dice el Génesis que Dios descansó y, para conmemorarlo, el pueblo de Israel celebraba religiosamente el sábado como día de descanso, trasladado por los cristianos al domingo (dies dominica = día del Señor) en memoria de la Resurrección. Evidentemente después de las seis edades vendrá el fin de este mundo y la humanidad salvada entrará en el descanso del Señor. Sobre el final violento de la historia nos hablan los libros apocalípticos de la Biblia (principalmente Daniel, algunos pasajes evangélicos y el Apocalipsis de Juan), así como una amplia literatura apócrifa perteneciente al mismo género literario. Estos y otros textos se refieren al Día del Señor, a la Segunda Venida de Cristo, al Juicio Final, conceptos incluidos dentro del término teológico conocido como “Parusía”. Pero antes de que tenga lugar este acontecimiento la literatura apocalíptica habla de calamidades, signos y desgracias, de la presencia del Anticristo y de toda clase de fenómenos de naturaleza más bien literaria, que la gente del Medievo se creía sin matizaciones y tomaba al pie de la letra.
En realidad, San Julián de Toledo, que aborda abiertamente los temas escatológicos de la muerte, el juicio y la otra vida, especialmente en su obra de significativo título Prognosticum futuri saeculi, se muestra en extremo moderado al tratar de fijar en el futuro la fecha de la Parusía. Dice: “El tiempo y día del juicio quiso el Señor que fuera desconocido para nosotros”. Ni siquiera en su De comprobatione Aetatis Sextae, después de desentrañar la cronología bíblica y entrar en discusión con los judíos, se preocupa de explayarse en la fijación del fin de la historia humana y del segundo advenimiento de Cristo tras los temibles acontecimientos apocalípticos. Los escritos de Julián son serenos y se hallan lejos de toda inquietud terrorífica ante la idea de la inevitable muerte y del juicio de Dios. “El tiempo restante -dice- de esta sexta edad, esto es, desde el presente día hasta la misma hora del fin del mundo, a cuántos períodos de años se extiende, únicamente es conocido de Dios”.
Dejando a un lado los complicados y discutibles cálculos de Julián de Toledo, si nos atenemos a la cronología común, ya determinada por Jerónimo, basada sobre la Biblia griega y latina, según la cual Cristo habría nacido en el 5200, el fin de la sexta edad sería el año 800 de nuestra era, es decir, el año 6000 de la creación. Los años que precedan al terrible acontecimiento, esto es, los últimos decenios del siglo VIII, estarán pues condenados a padecer los horribles acontecimientos anunciados desde antiguo.
Este es el mecanismo rigurosamente lógico que desencadenó las inquietudes objeto de nuestra atención en la presente conferencia. Así, San Beda, que, como hemos visto, quiso ya tranquilizar a su gente, se vio obligado a revisar la cronología a la baja, lo que le introdujo en un terreno peligroso al sacar prácticamente el nacimiento de Cristo de la sexta edad. Pero es evidente que los arriesgados manejos de Beda y los discutidos cálculos de Julián no podían convencer a la larga, y así los fríos e imparciales datos caían como un peso inexorable sobre las mentes de los teólogos a medida que se iba aproximando la fecha fatídica del 800.
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¿Creía Beato en un fin próximo del mundo?
Puesto que hemos tratado de penetrar en el pensamiento de Beato de Liébana respecto a los distintos matices del fenómeno milenarista, veamos ahora, para concluir, hasta qué punto su propia doctrina influyó en la visión personal del mundo, en su actividad político-religiosa y hasta en su misma obra literaria.Al comienzo de nuestra exposición nos referíamos al mundo político y cultural, que caracteriza la época que aquí preferentemente nos ocupa, es decir, la segunda mitad del siglo VIII, a medida que se iba acercando la fatídica fecha del año 800. Habíamos llegado a la conclusión de que la Europa de entonces se enfrentaba a estas creencias de forma tremendamente paradójica, porque, a la vez, decía tener miedo y no lo sentía de verdad, se lamentaba de una situación de crisis y estaba en un período de reconstrucción con esperanza de futuro (por supuesto, en esta vida y en la historia), se obsesionaba por el Apocalipsis y el Anticristo, y a la vez no estaba completamente segura de que su interpretación fuera del todo correcta, creía y simultáneamente dudaba. Por todo esto, no me atrevería a decir que aquellos fueran unos años de espanto. En realidad, no creo en los terrores del año 800, pese al título de esta conferencia. Por mi parte, preferiría hablar de inquietudes más que de terrores.Esta misma actitud, de carácter ambivalente, es la que se manifiesta en la vida y obra del gran personaje hispano del momento, Beato de Liébana, de quien el propio sabio Alcuino se siente discípulo, según sus propias declaraciones.La vida de Beato y su implicación activa en el mundo que le rodeó no se avienen con la mentalidad de una persona, pendiente de que todo acabe en el breve plazo de unos pocos años. Beato, aunque recluido en el aislado valle de Liébana, al pie de los imponentes y nevados Picos de Europa, acudía a la corte asturiana con motivo de los grandes acontecimientos, como fue la toma de hábito de la reina Adosinda, enviada a un convento por un usurpador del trono, el bastardo Mauregato. Vivió asimismo los momentos azarosos del gobierno de este monarca, y dirigía sus oraciones al cielo para que protegiera al reino ante los peligrosos embates de los emires cordobeses. Tomó parte activa, como uno de los principales protagonistas, en la lucha del Adopcionismo, debate teológico-político de carácter internacional . Esta continuada actitud resulta incompatible con una personalidad obsesionada por la idea de que ya nada importa, pues el fin está amenazando a las puertas.La anécdota sobre la noche de espera de la Parusía, transmitida por Elipando, no está exenta, como se ve a las claras, de una crítica mordaz del prelado toledano, con el fin de ridiculizar a su adversario lebaniego, a quien en sus escritos llama ignorante y oveja sarnosa. Beato esperaba, sin duda, la segunda llegada de Cristo y hasta es posible que con motivo de la Pascua esta idea cobrara especial relieve, sobre todo con el fin de intensificar el ambiente devoto de la Vigilia Pascual. Pero de ahí a concebir a un Beato de Liébana visionario y obseso va una gran diferencia.Nadie hace el descomunal esfuerzo de escribir una obra de la envergadura del Comentario al Apocalipsis, colosal mosaico de citas de Santos Padres y comentaristas de la Sagrada Escritura, que ocupa una enorme extensión, ni la reedita corrigiéndola y adornándola con ilustraciones (hoy en día se cree que la obra original poseía ya miniaturas), si, a la vuelta de brevísimo tiempo, todo va a quedar destruido, incluso antes de que este libro sea copiado y leido en el resto de la cristiandad. Por otra parte, el contenido de la obra sólo en una pequeña proporción se refiere a los acontecimientos escatológicos y a su posible inminencia, mientras que, en su mayoría, habla de la iglesia, del papel que en ella desempeñan los clérigos de mala vida o de doctrinas inciertas y su repercusión nefasta para la comunidad creyente. Se refiere asimismo a la lucha entre el bien y el mal en cada uno, y al valor de las buenas obras y la necesidad de una postura ascética en la vida. Además, dedica una parte importante de la obra (el prólogo al libro II) a describir la estructura de la iglesia, comparándola con la sinagoga, y analiza los grados de la jerarquía y las distintas funciones de los fieles bautizados. En fin, se trata de una gama amplia de temas que no debería ocupar el tiempo del lector, en vísperas ya de enfrentarse con el fin. Como acertadamente dice el profesor A. del Campo: “No es aventurado sugerir que Beato con su Comentario, quisiera también ofrecer un material apropiado para que los predicadores pudieran con él preparar sus homilías. Esta conjetura, que, como hemos dicho ya, está muy en consonancia con la finalidad de la literatura eclesiástica de la época, se ve reforzada y confirmada por breves pero significativas referencias que se encuentran en el texto”.Si esto decimos del Comentario, ¿qué habremos de referir acerca del Apologético, donde el tema de la escatología prácticamente es inexistente?. Se habla en él con toda amplitud de los dogmas que afectan a la figura de Cristo: La doble naturaleza divina y humana en una sola persona; se dedica espacio al desarrollo de la Eclesiología, de los sacramentos, del valor de la Sagrada Escritura; en fin, se tocan temas que van a ser de interés para las generaciones presentes y futuras de teólogos, clérigos y fieles, en un mundo donde ya no abundan ni están al alcance de cualquiera las grandes obras de la antigüedad. Resulta, pues, que Beato habría escrito un libro teológico útil para un futuro en el que no creía, si realmente hubiera estado persuadido del inminente fin. Más bien, habrá que pensar a la inversa. Es Beato quien no cree o por lo menos duda vehementemente de que la Parusía esté a punto de llegar.Finalmente, su obra poética, el himno O Dei Verbum, es a todas luces una apuesta de futuro. Establece el patronazgo de Santiago sobre España y crea la fiesta litúrgica del Apóstol, no para que éste ayude a los cristianos en el trance amargo del juicio divino sobre el mundo, sino, persuadido de que este mundo va a continuar sus andanzas, para que el Señor Santiago evite en el reino de Asturias los males de la peste, aleje las demás enfermedades y toda clase de calamidades y crímenes. Pide que Santiago proteja a la nación hispana, tanto al rey como al clero y al pueblo. Suplica, en fin, al propio Cristo que escuche al rey Mauregato y que le defienda y proteja con su amor. Desea a todo el pueblo la salvación y felicidad eterna, pero no hay ni una palabra, ni se desliza idea alguna que presagie la proximidad de los últimos tiempos. Más aún, habla de la maquinaria del universo, de la sucesión de los días y las horas, de la luz y las tinieblas, de la creación en suma, sin que se aluda al estallido final, ni a la literatura apocalíptica donde tanta importancia se da al tema celeste del sol oscurecido y de las estrellas desquiciadas.La conclusión sigue siendo, pues, la misma. Inquietudes ante la posibilidad calculada de un próximo fin, pero sin terrores y con la secreta esperanza de que Dios lo puede alejar indefinidamente.Como resumen y símbolo de lo que podía haber sido el año 800, pero no lo fue, tenemos un acontecimiento, al que ya hemos hecho referencia al principio, que vamos ahora a recordar.Todos los personajes de nuestra historia debieron llegar vivos a la fatídica fecha, aunque la superaron en muy pocos años: Elipando ya muy anciano, con 82 años, a quien Alcuino escribe una carta fechada en el 799, debió estar vivo entonces. Lo mismo el cántabro Beato, quien recibe a su vez carta de Alcuino probablemente ese mismo año. El propio Alcuino no fallecería hasta el 804. Félix, cuya fecha de muerte en Lyon se desconoce, ciertamente sobrepasó el año 800.Este año 800 Carlomagno se dirige a Roma, donde le sale a recibir el papa León III. Toda la cristiandad en un grito de esperanza le aclama como a su libertador. Hasta de Jerusalén han llegado mensajeros que traen para el rey las llaves de la basílica del Santo Sepulcro. El día de Navidad, en una solemne ceremonia, Europa entera apuesta por el futuro en este vida y olvida los presagios del fin y la esperanza exclusiva en la vida eterna. Carlomagno es coronado emperador por el Papa y aclamado por todos. El mundo, pues, tiene que seguir conforme al camino firme que se venía trazando. Alfonso II había enviado ya embajadores al emperador, y mientras tanto se afirmaba la Marca Hispánica con la conquista de Huesca y de Mallorca. Hasta la emperatriz Irene de Constantinopla le ofrecía presentes.Carlomagno había puesto paz en todas las fronteras de su extenso imperio. Los terrores del año 800 se habían disipado como una neblina mañanera ante la salida del sol. Este sol es el símbolo de Cristo, que nació precisamente en el solsticio de invierno, cuando empiezan a crecer los días, y que ahora, en este día de Navidad del año 800, se transforma en un futuro dichoso para la Humanidad.
Beato de Liébana y los terrores del año 800Autores: Joaquín González EchegarayLocalización: «Milenarismos y milenaristas en la Europa medieval: IX Semana de Estudios Medievales, Nájera, 1998» / coord. por José Ignacio de la Iglesia Duarte, 1999, ISBN 84-89362-56-4, págs. 87-100Idioma: español