LA MUJER MEDIEVAL SEGÚN TOMÁS DE AQUINO
Aunque Tomás de Aquino († 1274) se limita en el fondo a sistematizar lo que fue la opinión general en la edad de oro de la Escolástica, y a pesar de que -en lo que atañe a la recepción de la biología de Aristóteles- no dice sino lo que su maestro Alberto Magno expuso con mayor detalle, pero con menos orden, sin embargo tenemos que adentrarnos más en la ética sexual de Tomás porque sus explicaciones han sido determinantes hasta nuestros días. En la moral sexual, Tomás ha sido hasta hoy, junto con Agustín, la autoridad. En su obra clásica católica Die Lehre des hl. Augustinus van der Paradiesesehe und ihre Auswirkung in der Sexualethik des 12. und 13. Jahrhunderts bis Thamas van Aquin (1954) Michael Miiller dice de la doctrina de Tomás que «sorprendentemente, en el material de las cuestiones concretas, es en la mayoría de los casos casi sólo una reproducción de las habituales opiniones de la corriente más rigorista dentro de la escuela, apuntaladas con enseñanzas aristotélicas» (p. 255). Fuera de que en esto no hay nada «sorprendente», es atinada esta caracterización de la obra del teólogo católico más grande.
Sólo quien crea que en la Iglesia católica cambió algo esencial respecto de la difamación y menosprecio de las mujeres desde Agustín en los siglos IV y V hasta Tomás en el siglo XIII, o que, a la vista de la influencia descollante ejercida por Tomás, algo habría cambiado desde el siglo XIII hasta el siglo XX, tiene que comprobar «con sorpresa» que, en lo esencial, todo sigue como estaba. Tomás escribe: «La continencia permanente es necesaria para la religiosidad perfecta … Por eso fue condenado Joviniano, que situaba el matrimonio en el mismo plano que la virginidad» (S. Th. II-II q. 186 a. 4). Y Tomás repite en numerosas ocasiones lo que Jerónimo ya había calculado en el final del siglo IV y principios del siglo v: que los vírgenes obtienen el ciento por ciento del salario celestial; los viudos, el sesenta por ciento, y los casados, el treinta por ciento (S. Th. II-II q. 152 a. 5 ad 2). Quien intente hoy elevar el matrimonio al mismo rango de la virginidad será considerado, igual que antaño, como alguien que rebaja la virginidad hasta el bajo escalón del matrimonio y que difama a la virgen por antonomasia, a María. Tampoco en la posición de la mujer frente a la Iglesia machista se ha producido ni el cambio más insignificante.
Que todas las desgracias de la humanidad comenzaron en cierta medida con la mujer, concretamente con Eva, que a través de ella se llevó a cabo la expulsión del paraíso -recordemos que hasta finales del siglo XIX la jerarquía de la Iglesia católica concibió el relato del Génesis sobre la creación y el pecado original más o menos en el sentido de un informe documental que debía ser tomado al pie de la letra-, eso ya lo había escrito Agustín. ¿Por qué el diablo no se dirigió a Adán, sino a Eva?, pregunta él. Y el mismo Agustín responde diciendo que el demonio interpeló primero a «la parte inferior de la primera pareja humana» porque creyó que «el varón no sería tan crédulo y que se le podía engañar más fácilmente mediante la condescendencia frente al error ajeno (el error de Eva) que mediante su propio yerro». Agustín reconoce a Adán circunstancias atenuantes. «El hombre condescendió ante su mujer. .. coaccionado por la estrecha vinculación, sin tomar por verdaderas sus palabras … Mientras que ella aceptó como verdad las palabras de la serpiente, él quiso permanecer unido con su única compañera, incluso en la comunidad del pecado» (De civitate Dei 14, 11). El amor a la mujer arrastra al marido a la ruina.
La monja Hildegarda de Bingen († 1179) toma la explicación de Agustín y la clarifica aún más: «El diablo … vio que Adán sentía un amor tan ardiente por Eva que haría cuanto ella le dijera» (Scivias I, visio 2). Todo esto no es más que la vieja y machacona condena de la mujer, pues ésta es el enemigo por antonomasia de toda teología celibataria, e incluso las mujeres han aceptado con excesiva frecuencia su propio sexo como una especie de lepra querida por Dios.
Los teólogos del siglo XIII -sobre todo Alberto y Tomás- utilizaron a Aristóteles para reforzar el viejo desprecio agustiniano hacia la mujer. Aristóteles abrió los ojos de los monjes para que captaran el motivo más profundo de la inferioridad de la mujer: ésta debe su existencia a un error de conducción y a un descarrilamiento en su proceso de formación; en efecto, ella es «un varón fallido», «un varón defectuoso». A pesar de que esta idea de Aristóteles encajaba en la machista Iglesia agustiniana tan extraordinariamente bien como la ausente tapadera en la olla, sin embargo la recepción de este descubrimiento biológico de Aristóteles no se vio libre de reticencias e impugnaciones. Guillermo de Auvernia († 1249), magister regens de la universidad de París y obispo de esta misma ciudad desde 1228, opinó que si cabe concebir a la mujer como un varón defectuoso, entonces también es posible calificar al varón como mujer perfecta, lo que tiene un preocupante sabor a «herejía sodomita» homosexualidad) (De sacramento matrimonii 3). Pero el temor de los hombres de Iglesia a tomar de Aristóteles el alto aprecio en que los misóginos griegos tenían a la homosexualidad fue más débil que el deseo de dar finalmente con una explicación convincente de la subordinación de la mujer al varón. Los patriarcas de la teología católica aceptan gustosos que el patriarca de los filósofos paganos les adoctrine en este punto concreto. Después de que los hombres (paganos y cristianos) hubieron recluido a la mujer con los hijos en la cocina y se hubieran arrogado para sí todas las restantes actividades en la medida en que parecían interesantes, cayeron en la cuenta (tanto los hombres cristianos como los paganos) de que el varón es «activo» y la mujer «pasiva». Y, según Alberto Magno, este hecho de la actividad masculina confiere al varón una mayor dignidad. No duda en afirmar que la frase de Agustín de que «lo activo es más valioso que lo pasivo» es absolutamente «acertada» (Summa theol. ps. II tr. 13 q. 82 m 2 obj. 1; cf. Michael Müller, Grundlagen der kathalischen Sexualethik, 1968, p. 62).
Esta actividad masculina y la pasividad femenina se refieren según Aristóteles también al acto de la procreación: el varón «procrea», la mujer «concibe» el hijo. Hasta nuestros días, los usos lingüísticos no han tomado en cuenta que K. E. van Baer descubrió ya en 1827 el óvulo femenino, con lo que quedó demostrada la participación paritaria de la mujer en la procreación. La idea de que el semen masculino es el único principio activo de la procreación se afirmó de tal modo gracias a Tomás de Aquino que la jerarquía eclesiástica ignora todavía hoy el descubrimiento del óvulo femenino, ante las consecuencias que se desprenderían de ese hecho, por ejemplo, para la concepción de Jesús. Si hasta el año 1827, hasta el descubrimiento del óvulo femenino, se pudo decir que María había concebido a Jesús por obra del Espíritu Santo, ya no es posible mantener tal afirmación sin negar el óvulo femenino. Pero si se acepta tal hallazgo, se negaría la actividad exclusiva de Dios, y la concepción por obra del Espíritu Santo sería entonces una concepción sólo al cincuenta por ciento (cf. Uta Ranke-Heinemann, Widerwarte, Goldmann TB, 21989, p. 287 ss.).
La idea de la exclusiva actividad masculina en la procreación no fue inventada por Aristóteles. Ella se corresponde con la imagen que el varón tenía de sí con anterioridad. Ya Esquilo (t 525 a.c.), el padre de la tragedia occidental, ve al varón como progenitor exclusivo. Por eso, el hecho de que Orestes matara a su madre Clitemnestra no es tan grave como si hubiera asesinado a su padre. «La madre no es fuente de la vida para el hijo que la llama madre, sino que cría el joven germen; el padre procrea, ella conserva el retoño», opina Apolo. Éste se refiere luego a Palas Atenea, que nació de la cabeza de su padre Zeus. «También sin madre se puede ser padre: lo atestigua la hija de Zeus, el Altísimo, la cual no creció en el sombrío seno materno». Atenea, la hija de padre, dice a continuación: «Porque no hubo una madre que me pariera. Vivo exclusivamente en el padre, por eso considero menos punible el asesinato de la mujer» (Esquilo, Orestíada, 3.a parte, 627 ss.).
Las concepciones menospreciativas que ven a la mujer como una especie de florero para el semen masculino recibieron de Aristóteles la forma de una teoría que sobrevivirá durante milenios. Aristóteles, Alberto y Tomás ven esto de la siguiente manera: según el axioma de que «todo principio activo produce algo semejante a él», en realidad siempre deberían nacer varones. Sin embargo, mediante circunstancias desfavorables, nacen mujeres, que son varones fallidos. Aristóteles llama a la mujer arren peperomenon («varón mutilado») (De animalium generatione 2,3). Alberto y Tomás traducen esa expresión con mas occasionatus. Alberto Magno escribe que «occasio significa un defecto que no se corresponde con la intención de la naturaleza» (De animal. 1, 250). Esto significa para Tomás «algo que no ha sido querido en sí, sino que dimana de un defecto» (In II sent. 20,2, 1, 1; De verit. 5, 9 ad 9).
Por consiguiente, toda mujer lleva a cuestas, desde su nacimiento, un fracaso: la mujer es un fracaso. Las circunstancias adversas que hacen que el varón no procree algo tan perfecto como él mismo son, por ejemplo, el húmedo viento del sur con abundantes precipitaciones, mediante lo que nacen personas con un mayor contenido de agua, escribe Tomás (S. Th. 1 q. 92 a. 1). Él conoce también qué consecuencias tiene esta circunstancia adversa: «Porque en las mujeres hay más cantidad de agua, por eso pueden ser seducidas más fácilmente por el placer sexual» (S. Th. III q. 42 a. 4 ad 5). Resistir al placer sexual les resulta más difícil por el hecho de que ellas poseen «menos fuerza de espíritu» que los varones (II-II q. 49 a. 4). También Alberto responsabiliza parcialmente al viento en e! nacimiento de varones y mujeres: «El viento del norte incrementa e! vigor, ye! viento del sur lo debilita … El viento de! norte contribuye a la procreación de lo masculino; el viento del sur, a la procreación de lo femenino, porque el viento del norte es puro, purifica y depura las evaporaciones y estimula el vigor natural. Pero el viento del sur es húmedo y portador de lluvias» (Quaestiones super de animalibus XVIII q. 1). Tomás tiene la misma opinión al respecto (S. Th. I q. 99 a. 2 ad 2).
[…]
(continuará)
EUNUCOS POR EL REINO DE LOS CIELOS
Iglesia católica y sexualidad
UTA RANKE-HEINEMANN
Uta Ranke-Heinemann, estudió teología en Oxford, Bonn, Basilea y Montpellier. De familia protestante, se convirtió al catolicismo en 1953. En 1970 consigue la cátedra de Nuevo Testamento e Historia de la Iglesia en la Universidad de Essen. Fue la primera mujer que accedió a una cátedra de teología católica; pero también la primera mujer que fue retirada de su cátedra por su interpretación de la virginidad de María como una realidad no biológica. Desde 1987 es profesora de Historia de la Religión en la Universidad de Essen. Es también autora de No y amén. Invitación a la duda, publicado en esta misma Editorial (1998).
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Ginevra de Benci (detalle), Leonardo da Vinci