Se entiende por lusitanos al colectivo de diversos pueblos prerromanos de origen indoeuropeo, cultural y étnicamente afines, que habitaron el oeste de la península ibérica, en torno al distrito portugués de Castelo Branco y extendiéndose hacia el norte hasta las riberas del río Duero (donde hacían frontera con los galaicos), al este hasta la actual frontera portuguesa con Extremadura, y por el sur hasta el norte del Alto Alentejo. Persiste la controversia entre los investigadores a respecto de su celticidad, o si eran un pueblo nativo influido por corrientes centroeuropeas. No parece que sus territorios alcanzasen la costa atlántica, donde fuentes y epigrafía sitúan a los célticos túrdulos. El nombre de su territorio serviría para denominar la provincia romana de Lusitania.
Origen de los lusitanos. Generalmente se considera que la palabra lusitano procedería de la raíz, presumiblemente celta, Lus o Lusis, y del sufijo gentilicio -tanus, que con las variantes -itanus y -etanus se repite en múltiples lugares del Mediterráneo occidental (gaditanus, malacitanus, ilicitanus, turdetanus, etc). Esto ha llevado a pensar que puede ser un sufijo de origen mediterráneo, e incluso ibérico, o tal vez una latinización del sufijo griego -etes, -ites, -otes: por ejemplo, un habitante de la Massalia griega era un massaliotes, mientras que otro de la Massilia romana era un massilitanus. El por qué un pueblo como el lusitano, que no era de origen íbero, recibió este sufijo, tal vez se debería a analogía, ya que los romanos los conocieron en la misma época en que trabaron contacto con los pueblos íberos, a los que los griegos habían aplicado el sufijo -etes’’. Su origen es controvertido: unos científicos le asignan un origen celta o «céltico», postulando que habrían llegado a la región en el siglo VI a. C., mientras otros historiadores, arqueólogos y lingüistas le asignan un origen étnico proto-celta, itálico, o simplemente indoeuropeo.
Los pocos escritos conservados en lengua lusitana, encontrados en territorio portugués y español, mantienen también la controversia entre historiadores a respecto de si sería una lengua céltica o proto-celta, o bien itálica, o bien simplemente indoeuropea. El origen itálico es sostenido por Francisco Villar, Rosa Pedrero, Joaquín Gorrochategui y Blanca María Prósper. Algunos relacionan la cultura lusitana con la llegada de la cultura campaniforme (quizás indoeuropea). Posteriormente, con la llegada de la cultura de los campos de urnas, este sustrato indoeuropeo se vería influido por una cultura ya plenamente céltica, y de esta mezcla, junto a influencias atlánticas y mediterráneas, sería de donde surgió la cultura lusitana.

Los lusitanos fueron uno de los pueblos indígenas más relevantes de la península ibérica durante la Edad del Hierro, especialmente en el contexto de la resistencia frente al poderío romano durante los siglos II y I a. C. Su territorio se extendía principalmente por la actual región central y meridional de Portugal y el oeste de la actual Extremadura española, comprendiendo una vasta zona entre el Duero y el Tajo, con núcleos poblacionales diseminados también hacia el sur hasta el valle del Guadiana. Su nombre ha perdurado hasta hoy en la designación poética e histórica de Portugal como “Lusitania”, término que posteriormente adoptó Roma para denominar a una de sus provincias peninsulares.
La identidad de los lusitanos es aún motivo de debate historiográfico. Diversos estudios arqueológicos, lingüísticos y etnohistóricos los han vinculado tanto al sustrato indoeuropeo como a elementos celtas, aunque no se les puede clasificar sin reservas como un pueblo celta en sentido estricto. Su lengua, de la cual han llegado hasta nosotros escasos vestigios a través de inscripciones y topónimos, parece pertenecer a una rama indoeuropea occidental, con posibles conexiones con el celtibérico y otros dialectos célticos hispánicos, pero conservando también elementos arcaicos que apuntan a una evolución autónoma dentro del entorno ibérico.
Los lusitanos no constituyeron un Estado centralizado ni una confederación política cohesionada como la de otros pueblos más organizados. Su estructura social era tribal, fragmentada en clanes o gens, con jefaturas locales que se unían ocasionalmente bajo el liderazgo de caudillos carismáticos, sobre todo en tiempos de guerra. Uno de estos líderes, el célebre Viriato, se convirtió en símbolo de la resistencia indígena frente a Roma, articulando una formidable campaña de guerrillas durante casi una década en el siglo II a. C. Su figura ha trascendido los límites de la historiografía clásica para adquirir un carácter mítico en la memoria cultural de la península.
La economía lusitana estaba basada en la agricultura, la ganadería extensiva, la caza y el saqueo, este último a menudo practicado como medio de subsistencia o forma de redistribución en tiempos de escasez. Su conocimiento del terreno montañoso, su movilidad y su táctica guerrera los hacían especialmente eficaces en combate, lo que llevó a las legiones romanas a subestimarlos inicialmente. Su cultura material, aunque relativamente austera en comparación con la de los pueblos ibéricos del levante o con los turdetanos del sur, muestra signos de contactos comerciales, así como una evolución autóctona en cerámica, armamento y asentamientos fortificados o castros.
Desde una perspectiva arqueológica, el mundo lusitano se identifica principalmente con los castros situados en las zonas serranas y altas, desde donde controlaban las rutas naturales entre los ríos y mantenían un modo de vida adaptado al medio. Las necrópolis, aunque escasas, muestran prácticas funerarias sencillas, predominando la incineración en urnas y la escasa presencia de ajuar. El culto a las divinidades locales, muchas de ellas relacionadas con las fuerzas de la naturaleza, la guerra o los ríos, da cuenta de una religiosidad animista y fuertemente enraizada en el entorno natural.
La integración de los lusitanos en el mundo romano fue compleja y gradual, marcada por enfrentamientos violentos, pactos incumplidos, traiciones y asimilaciones progresivas. Aunque Roma logró dominar el territorio y reorganizarlo bajo la provincia de Lusitania hacia finales del siglo I a. C., la identidad lusitana dejó una huella profunda, tanto en la toponimia como en las tradiciones populares, y permanece viva como símbolo de resistencia y originalidad dentro del mosaico cultural de la Hispania prerromana.
Ubicación geográfica
El territorio habitado por los lusitanos se situaba en la zona occidental de la península ibérica, abarcando en su máxima extensión la mayor parte del actual Portugal central e interior, así como una franja considerable del oeste de la actual comunidad autónoma de Extremadura, en España. Esta región, de relieve variado y dominante carácter montañoso y serrano, ofrecía un entorno natural idóneo para el tipo de vida seminómada, pastoril y guerrera que caracterizaba a estas comunidades.
Los límites geográficos del territorio lusitano no fueron rígidos ni estables, como tampoco lo era la estructura política del pueblo, compuesta por tribus dispersas. Sin embargo, los estudios modernos, apoyados en las fuentes clásicas, la toponimia y los hallazgos arqueológicos, permiten trazar una delimitación aproximada de su espacio tradicional. Al norte, el río Duero actuaba como frontera natural con otros grupos indoeuropeos, como los galaicos y astures. Al este, los lusitanos limitaban con pueblos meseteños como los vetones y carpetanos, con los cuales mantuvieron estrechas relaciones culturales y militares. Al sur, su territorio se prolongaba hasta las tierras del alto Guadiana, entrando en contacto —y en ocasiones en conflicto— con pueblos como los turdetanos y los célticos del suroeste. Al oeste, la costa atlántica ponía fin a sus dominios, aunque los lusitanos habitaban preferentemente el interior, alejados de las grandes llanuras litorales.
El núcleo geográfico más densamente habitado por los lusitanos lo constituían las serranías del centro y norte de Portugal actual, como las sierras de la Estrela, Lousã y Gardunha, regiones de difícil acceso que proporcionaban una ventaja táctica en su prolongada resistencia frente a Roma. La irregularidad del terreno, los bosques, los cursos fluviales y los pasos montañosos permitían una defensa eficaz, y favorecieron el desarrollo de técnicas guerrilleras basadas en el conocimiento del entorno, la movilidad y la sorpresa. Esta geografía accidentada condicionó también la dispersión de los asentamientos, que se organizaban en castros elevados, muchos de ellos fortificados, desde los que se dominaban valles y rutas estratégicas.
El ambiente climático de la región era típicamente atlántico-mediterráneo, con inviernos fríos y húmedos, veranos secos y una vegetación adaptada al clima continental. Los recursos naturales eran abundantes, aunque no siempre fáciles de explotar: los bosques ofrecían madera, caza y frutos silvestres; los pastos de montaña eran aprovechados para el pastoreo trashumante de cabras y ovejas; los ríos, como el Tajo, el Duero, el Zêzere o el Mondego, proporcionaban agua, peces y rutas de comunicación. La economía lusitana, en consecuencia, estaba fuertemente condicionada por su entorno geográfico, lo que explica tanto su adaptación al medio como la dificultad para integrar este territorio en los esquemas administrativos y militares de Roma.
En conjunto, la ubicación de los lusitanos en el corazón montañoso de la fachada occidental peninsular contribuyó decisivamente a su prolongada resistencia a la conquista romana, su singularidad cultural y su escasa romanización inicial. El aislamiento relativo de muchas de sus comunidades, combinado con la riqueza natural y estratégica del territorio, explica por qué Lusitania fue uno de los últimos reductos de la Hispania prerromana en ser sometido por completo.
Lenguas prerromanas en la península Ibérica. Gráfico: Davius. Dominio Público. Los Lusitanos son los L1.

Rasgos generales y fuentes históricas disponibles
Los lusitanos constituyen uno de los pueblos más enigmáticos y, al mismo tiempo, más fascinantes de la Hispania prerromana. Aunque su cultura material y organización social no alcanzaron el grado de sofisticación de otros pueblos íberos del este y sur peninsular, sus características generales revelan una comunidad resiliente, adaptada a su entorno agreste y capaz de oponer una prolongada y eficaz resistencia militar a Roma. La visión que se tiene hoy de los lusitanos es el resultado de un cruce complejo entre la información transmitida por las fuentes clásicas, los hallazgos arqueológicos y los estudios modernos de lingüística, etnografía y toponimia.
Desde un punto de vista étnico y cultural, los lusitanos formaban parte del amplio mosaico indoeuropeo que ocupó el interior occidental de la península ibérica durante la Edad del Hierro. Si bien tradicionalmente se los ha vinculado con los pueblos célticos, su carácter exacto permanece debatido. Algunos autores los consideran un pueblo celtizado, con fuerte presencia de elementos protoceltas en su lengua, religión y organización tribal; otros, en cambio, destacan su especificidad como una etnia distinta, aunque emparentada culturalmente con los vetones y otros pueblos meseteños. Su idioma, el lusitano, del que subsisten inscripciones fragmentarias en alfabeto latino, parece ser una lengua indoeuropea de carácter occidental, no enteramente céltica, lo que sugiere una evolución paralela al celtibérico pero con rasgos propios.
Su estructura social era fundamentalmente tribal y descentralizada. Las comunidades se organizaban en torno a clanes o gens, dirigidos por jefes locales, sin una autoridad unificadora estable. Solo en situaciones excepcionales, como en la resistencia frente a Roma, surgieron figuras carismáticas capaces de coordinar a distintas tribus, como es el caso de Viriato. Esta fragmentación política, lejos de ser una debilidad, proporcionaba gran flexibilidad en tiempos de guerra, permitiendo una eficaz táctica de guerrillas y una resistencia prolongada. La guerra, de hecho, tenía un papel central en su cultura, tanto como práctica de defensa como forma de subsistencia. El pillaje, la incursión y la captura de botines o esclavos eran actividades comunes en tiempos de escasez.
En cuanto a su economía, predominaban la ganadería y la agricultura de subsistencia. El pastoreo de cabras, ovejas y vacas, el cultivo de cereales y legumbres, la caza y la recolección de frutos silvestres constituían la base alimentaria. La minería del oro y el estaño, abundantes en la región, pudo haber tenido cierta importancia, aunque en manos de elites locales o en interacción con comerciantes mediterráneos. Su cultura material era funcional y sobria, destacando la cerámica de uso cotidiano, armas de hierro como falcatas, lanzas y puñales, así como adornos sencillos de bronce. Los castros lusitanos, situados en promontorios elevados, reflejan una organización defensiva adaptada al terreno y al modo de vida disperso.
Las fuentes históricas que nos informan sobre los lusitanos son fundamentalmente romanas, y deben ser leídas con cautela, dado el evidente sesgo imperial. Entre los principales autores se encuentran Tito Livio, Diodoro de Sicilia, Estrabón, Apiano de Alejandría, Plinio el Viejo y, en menor medida, Varrón o Floro. De estas fuentes, destaca el relato de Apiano en su Historia de Iberia, donde se narran con detalle las guerras lusitanas y la figura de Viriato. En muchos casos, los lusitanos son descritos a través del filtro ideológico romano, que tiende a considerarlos bárbaros, feroces e indisciplinados, aunque en algunos pasajes se reconoce su valentía, astucia y capacidad militar. Tito Livio, por ejemplo, los menciona como un pueblo resistente y peligroso, cuyas tácticas exigieron la adaptación del ejército romano.
La arqueología moderna ha aportado una valiosa contrapartida material a estos testimonios. Excavaciones en castros como el de Castelo Velho de Freixo de Numão, Sanfins, Citânia de Briteiros o Segóbriga (en su parte vetona) han permitido reconstruir aspectos del hábitat, la economía y las prácticas rituales de estas comunidades. También las inscripciones votivas halladas en áreas rurales dedicadas a deidades indígenas como Endovélico, Ataecina o Nabia permiten conocer mejor su religiosidad animista y politeísta, centrada en fuerzas naturales, divinidades locales y cultos asociados a la guerra, la fertilidad y los ríos.
La información epigráfica y toponímica también ha contribuido a identificar territorios tribales y a rastrear la lengua lusitana, especialmente en el norte de Portugal y el oeste de Extremadura. Algunos nombres de lugares o deidades han llegado hasta la actualidad, y su análisis filológico refuerza la idea de una identidad cultural diferenciada, aunque integrada en el gran conjunto de pueblos indoeuropeos de la península.
En síntesis, los rasgos generales del pueblo lusitano remiten a una comunidad guerrera, austera, fuertemente enraizada en su territorio y con un modelo social descentralizado, pero eficaz. La imagen que conservamos de ellos proviene principalmente del discurso romano, pero puede ser matizada y enriquecida gracias al aporte de la arqueología, la filología y la antropología histórica. A pesar de su derrota final e integración en el sistema imperial, los lusitanos representan un ejemplo paradigmático de la resistencia indígena peninsular frente a la expansión romana.
¿Los lusitanos son el origen del pueblo de Portugal?
Los lusitanos son considerados uno de los antecesores históricos y culturales más importantes del actual pueblo portugués, pero no son su único origen. Los lusitanos eran un pueblo prerromano que habitó principalmente la región que hoy corresponde a: El centro y norte de Portugal y a parte del oeste de la actual Extremadura española. Se trataba de un pueblo indoeuropeo, probablemente de raíces celtas o celtíberas, aunque con características propias que los diferenciaban de otros grupos ibéricos. Fueron uno de los pueblos más resistentes frente a la conquista romana de Hispania.
Su líder más célebre, Viriato, dirigió una prolongada y eficaz guerra de guerrillas contra Roma en el siglo II a.C. Su resistencia y valentía marcaron profundamente la memoria colectiva e identidad del territorio.
¿Qué pasó con ellos tras la conquista romana?
Tras la muerte de Viriato y la derrota final, los lusitanos fueron romanizados: Adoptaron la lengua latina y se integraron en la provincia romana de Lusitania
Cambió su organización tribal por estructuras romanas. Sin embargo, su nombre pervivió: la provincia romana tomó su nombre (Lusitania), y con el tiempo, el término «lusitano» se convirtió en un sinónimo poético y cultural de “portugués”. El nombre Portugal no viene directamente de «Lusitania», sino de Portus Cale (nombre latino de un asentamiento en el norte).
Sin embargo, los poetas, historiadores y cronistas portugueses del Renacimiento y del siglo XIX recuperaron el término «lusitano» como símbolo de su identidad ancestral. Ejemplo: Os Lusíadas (1572), de Luís de Camões, la gran epopeya nacional portuguesa, lleva el nombre de los antiguos lusitanos.
Origen y características culturales
Teorías sobre su origen: ¿celtas, preceltas o mixtos?
El origen étnico y cultural de los lusitanos ha sido objeto de intensos debates historiográficos y arqueológicos desde la Antigüedad hasta nuestros días. A diferencia de otros pueblos prerromanos de la península ibérica cuyo perfil cultural es más definido —como los íberos del este o los celtas de la Meseta y del norte—, los lusitanos presentan un conjunto de rasgos que no encajan de forma clara ni exclusiva dentro de una única categoría étnica. Por ello, la mayoría de las teorías actuales los sitúan en una posición intermedia, como un pueblo mixto o de transición entre lo precéltico y lo céltico, con desarrollos autóctonos y características propias que complican su clasificación.
Las hipótesis más antiguas, basadas en los relatos clásicos, identificaban a los lusitanos como un grupo celta más entre los muchos que habitaron la península ibérica, importadores de la lengua y cultura indoeuropea durante las migraciones del primer milenio a. C. Sin embargo, esta perspectiva ha sido matizada en las últimas décadas por los avances en lingüística, arqueología y genética. Hoy se tiende a considerar que los lusitanos formaban parte de un sustrato más complejo, resultado de múltiples influencias a lo largo del tiempo.
Una de las teorías principales propone que los lusitanos pertenecían a un grupo precéltico de raíz indoeuropea, establecido en el occidente peninsular desde época muy temprana, quizás desde finales del II milenio a. C. Esta hipótesis se apoya en ciertos rasgos lingüísticos del idioma lusitano —conservado en algunas inscripciones votivas y nombres de lugares— que no se corresponden con las características del celta común. Algunos fonemas, estructuras morfosintácticas y términos religiosos parecen más arcaicos, lo que ha llevado a proponer que el lusitano sería una lengua indoeuropea hermana del celta, pero no derivada de él. Este dato lingüístico es fundamental para entender la posible existencia de una población indoeuropea occidental anterior a la llegada de los celtas históricos.
Otra teoría plantea que los lusitanos eran un pueblo celtizado, es decir, un grupo originario del sustrato indoeuropeo antiguo que, con el paso del tiempo, fue asimilando rasgos culturales y lingüísticos celtas. Esta hipótesis se sustenta en la presencia de elementos claramente célticos en su organización tribal, en su armamento (como la falcata), en algunos ritos funerarios, y en nombres personales y teónimos que derivan de raíces célticas. Además, el contacto con pueblos celtas vecinos, como los vetones, los galaicos o los celtíberos, habría favorecido una progresiva integración de modelos culturales compartidos en un entorno de hibridación.
Una tercera posición, más integradora, considera a los lusitanos como un pueblo mixto, surgido de la confluencia de elementos precélticos indoeuropeos y celtas propiamente dichos, con una larga evolución local en el occidente peninsular. Esta perspectiva encaja con la idea de una península ibérica como espacio de contacto y fusión entre pueblos de distintos orígenes, donde las fronteras étnicas eran porosas y las identidades culturales se definían de manera dinámica. Según esta visión, los lusitanos serían el producto de una evolución endógena que integró elementos indígenas antiguos (posiblemente vinculados a las culturas del Bronce atlántico), aportes indoeuropeos tempranos y una progresiva celtización a partir de contactos y migraciones ulteriores.
La arqueología apoya esta interpretación mixta: en el territorio tradicionalmente asociado a los lusitanos se han hallado materiales tanto del horizonte del Bronce final como del Hierro I, compatibles con un sustrato indígena antiguo, pero también objetos y estructuras propias del ámbito céltico, como castros fortificados, armas de hierro, estelas funerarias y ciertos tipos de cerámica. Esta convivencia de elementos culturales refuerza la idea de un proceso de larga duración, más que de una sustitución repentina de población.
En el plano religioso, también se observa una mezcla: los nombres de divinidades lusitanas, como Endovélico, Ataecina, Trebaruna o Nabia, no siempre tienen paralelos claros en el mundo céltico continental, lo que sugiere una religiosidad local, con sincretismos y cultos propios que podrían tener raíces preindoeuropeas, pero formuladas en términos indoeuropeos.
Por último, algunos estudios genéticos recientes aplicados a restos antiguos de la península ibérica han detectado una continuidad poblacional en el oeste peninsular desde épocas muy tempranas, con una fuerte impronta de las migraciones indoeuropeas, pero también con signos de autonomía respecto a otros grupos célticos más definidos, como los celtíberos del noreste. Esto refuerza la idea de una identidad original y diferenciada para los lusitanos.
En suma, aunque no existe una respuesta definitiva, las teorías más fundamentadas coinciden en rechazar una identificación simple de los lusitanos como “celtas” en sentido estricto. Más bien, se trató de un pueblo complejo, resultado de una evolución histórica particular en el occidente ibérico, que combinó rasgos precélticos, elementos célticos y desarrollos propios. Esta ambigüedad los convierte en uno de los grupos más interesantes de la protohistoria peninsular y ayuda a explicar tanto su identidad diferenciada como su resistencia prolongada frente a la dominación romana.
Guerrero lusitano del castro de Lesenho (siglo I a. C.). Se encontró en 1785 en el castro de Lesenho, en Vila Real, Portugal. Datado en el siglo I es una estatua de más de 2 m tallada en granito que representa un guerrero con escudo y puñal, además de torque y brazaletes. Cedido por el Museo Arqueológico Nacional de Portugal, se muestra como parte de una exposición temporal en el MAN, Madrid. Ángel M. Felicísimo from Mérida, España. CC BY 2.0. Original file (1,006 × 2,500 pixels, file size: 578 KB). Estatua de más de dos metros de altura, tallada en granito, hallada en 1785 en el castro de Lesenho, cerca de Vila Real (norte de Portugal). Representa a un guerrero lusitano con escudo circular, puñal al cinto, brazaletes y torque (collar ritual de tradición celta), elementos que reflejan tanto su estatus como la simbología guerrera de esta sociedad tribal. Su rigidez formal, expresividad esquemática y el detallado armamento hacen de esta escultura una de las piezas más emblemáticas del arte protohistórico del occidente peninsular. Actualmente pertenece al Museo Arqueológico Nacional de Portugal y ha sido expuesta en el Museo Arqueológico Nacional (MAN) de Madrid como parte de una muestra sobre los pueblos prerromanos de Hispania.
Organización tribal
La sociedad lusitana se estructuraba en torno a un modelo tribal característico de muchos pueblos indoeuropeos prerromanos, especialmente aquellos asentados en regiones montañosas, de baja densidad poblacional y escasa urbanización. Este tipo de organización no implicaba la existencia de un poder centralizado ni de una autoridad política unificada, sino que reflejaba un entramado flexible de comunidades autónomas, agrupadas por vínculos de sangre, tradición y territorio. La tribu, entendida como un conjunto de clanes o grupos familiares con ascendencia común, era la unidad básica de pertenencia y de acción tanto en tiempos de paz como de conflicto.
Los lusitanos no constituyeron nunca un Estado como tal, ni siquiera una confederación estable como sí ocurrió, por ejemplo, con algunos pueblos celtíberos. En su lugar, se organizaban en múltiples tribus o pueblos locales, cada uno con su propio territorio y estructura interna. Estas tribus ocupaban regiones concretas dentro del espacio geográfico lusitano y, aunque compartían lengua, religión y costumbres, actuaban de forma independiente salvo en situaciones excepcionales. Es precisamente en contextos de guerra, como durante la resistencia contra Roma, cuando estas tribus podían aliarse de manera temporal bajo el liderazgo de un caudillo común, como ocurrió bajo el mando de Viriato. Sin embargo, una vez desaparecida la amenaza o el líder, la estructura tribal tendía a dispersarse de nuevo.
Dentro de cada tribu, la organización social se basaba en clanes familiares o gens, dirigidos por una figura de autoridad que probablemente reunía funciones tanto militares como religiosas. Estas figuras, que podrían denominarse jefes o príncipes tribales según la terminología clásica, no ejercían un poder despótico, sino que actuaban como primeros entre iguales, con legitimidad basada en el linaje, la sabiduría, el valor personal o la riqueza. Las decisiones importantes se tomaban en asambleas tribales o consejos de ancianos, lo que sugiere una forma de organización participativa, aunque jerárquica, dentro del marco tribal.
Las relaciones entre tribus podían ser tanto pacíficas como conflictivas. Era común que existieran alianzas matrimoniales, pactos de ayuda mutua o intercambios comerciales, pero también rivalidades por el control de pastos, rutas o recursos. Esta dinámica interna de cooperación y enfrentamiento constante explica en parte la dificultad que encontró Roma para someter el territorio lusitano: la misma descentralización que impedía una resistencia unificada dificultaba también el control permanente del territorio conquistado, ya que nuevas tribus podían alzarse sin depender de un mando central.
La movilidad era otro rasgo relevante de esta estructura tribal. Muchas tribus practicaban una forma de vida seminómada, especialmente ligada al pastoreo y al saqueo estacional, lo que daba lugar a migraciones internas, incursiones y desplazamientos que modificaban periódicamente el mapa de ocupación tribal. Algunas fuentes romanas mencionan la costumbre de los lusitanos de dividirse en pequeños grupos armados que actuaban de manera autónoma, lo que confirma esta estructura descentralizada y altamente adaptable.
Los nombres de algunas de estas tribus han llegado hasta nosotros gracias a las fuentes clásicas. Apiano, Plinio el Viejo o Estrabón mencionan pueblos lusitanos como los Tapori (o Tapoli), los Igaeditani, los Elbocori, los Interamnienses o los Aravi. Aunque los límites territoriales de estas agrupaciones no siempre están claros, su mención permite afirmar la existencia de una pluralidad interna dentro del conjunto lusitano. La propia denominación “lusitano” parece haber sido un término generalizante utilizado por los romanos para designar a un conjunto de tribus del occidente peninsular con características comunes, aunque no necesariamente unificadas políticamente.
Por otro lado, la lealtad al grupo y al jefe tribal se sustentaba no solo en vínculos de parentesco, sino también en redes de clientelismo y reciprocidad. En el contexto guerrero, los jefes tribales se rodeaban de un séquito de guerreros fieles, que combatían a su lado a cambio de prestigio, botín o protección. Este vínculo personal entre caudillo y guerrero, documentado por autores clásicos, era uno de los ejes fundamentales del poder dentro de la sociedad lusitana, especialmente en tiempos de guerra.
En conjunto, la organización tribal de los lusitanos reflejaba una sociedad cohesionada por lazos familiares y tradicionales, pero marcada por la fragmentación política y la autonomía local. Esta estructura, aunque poco eficaz desde la perspectiva de un poder estatal, resultó extremadamente eficaz en contextos de resistencia irregular, donde el conocimiento del territorio, la flexibilidad táctica y la fidelidad personal resultaban más determinantes que la disciplina militar de tipo romano. En ese sentido, la organización tribal fue tanto una fortaleza como una limitación: permitió una resistencia prolongada, pero dificultó la formación de una unidad política capaz de negociar o resistir en pie de igualdad frente al poder imperial romano.
Religión y creencias
La religión de los lusitanos refleja una cosmovisión profundamente vinculada al entorno natural, marcada por el culto a fuerzas telúricas, a los elementos y a divinidades locales con funciones relacionadas con la guerra, la fecundidad, los ríos, las montañas y los bosques. Se trataba de una religiosidad de tipo animista y politeísta, sin templos monumentales ni un clero institucionalizado, y en la que predominaban los rituales al aire libre, las ofrendas votivas y las ceremonias comunitarias ligadas al ciclo de las estaciones, la guerra y la protección tribal. La espiritualidad lusitana, como la de otros pueblos prerromanos de la península, no estaba separada de la vida cotidiana, sino integrada en la organización social, política y militar.
Una de las características más relevantes de la religión lusitana es su fuerte carácter local. A diferencia del panteón clásico grecorromano o del sistema religioso celta del continente, que tendía hacia una mayor homogeneización, el mundo lusitano se articulaba en torno a una gran diversidad de deidades regionales y tribales, con nombres que apenas se repiten de una inscripción a otra. Esta dispersión de nombres divinos sugiere la existencia de cultos específicos a cada comunidad o territorio, quizás asociados a montes, fuentes, cuevas o accidentes geográficos considerados sagrados.
Entre las divinidades más conocidas de la esfera lusitana destaca Endovélico, uno de los dioses prerromanos más venerados del occidente ibérico. Su culto se extendió por gran parte de Lusitania y también por áreas del sur, como el actual Alentejo portugués. Aunque su función no está del todo clara, las inscripciones lo vinculan tanto con la protección y la salud como con aspectos proféticos y oraculares, algo que continuó incluso después de la romanización, cuando fue sincretizado con deidades romanas como Asclepio. Otro nombre recurrente es el de Ataecina, una diosa femenina relacionada con la fertilidad, la primavera y el renacimiento, cuyo culto también se extendió por áreas célticas del suroeste y fue asimilado a Proserpina tras la conquista romana. Completan este elenco divinidades como Nabia (posiblemente asociada a los cursos fluviales), Trebaruna (quizá una diosa protectora del hogar o de la tribu), y otras muchas de ámbito estrictamente local.
Las prácticas religiosas de los lusitanos incluían con frecuencia ofrendas votivas y dedicatorias epigráficas en santuarios rupestres, montículos o junto a manantiales y ríos. Las estelas y piedras votivas halladas en Portugal y Extremadura, a menudo con inscripciones en latín, son testimonios del sincretismo religioso que se dio tras la romanización, pero que conservaba claramente la raíz indígena. En algunos casos, se documenta la práctica de inscribir peticiones de curación o agradecimientos a las divinidades en piedra, a modo de exvotos. Estas costumbres se integraron de manera natural dentro del mundo romano, como muestra la continuidad de santuarios indígenas durante los siglos I y II d. C.
Por otra parte, diversos autores clásicos aluden a ritos de carácter guerrero y sacrificial. Estrabón y Diodoro de Sicilia mencionan que los lusitanos practicaban sacrificios humanos, especialmente de prisioneros de guerra, como forma de adivinación y contacto con los dioses. Según estas fuentes, los sacerdotes —o quizás guerreros con funciones religiosas— interpretaban el futuro a través de la observación del comportamiento o de las entrañas de las víctimas. Aunque no se ha hallado evidencia arqueológica directa de tales sacrificios, algunos especialistas consideran verosímil que existieran prácticas de adivinación similares a las de otros pueblos celtas del continente, donde se sacrificaban animales (y a veces humanos) para obtener presagios.
La ausencia de templos o edificaciones religiosas monumentales en el mundo lusitano no implica una religiosidad rudimentaria, sino una sacralización del paisaje. La montaña, la fuente, la cueva o el árbol sagrado eran centros de culto por derecho propio, sin necesidad de una arquitectura formal. Las ceremonias se desarrollaban probablemente en torno a altares naturales o delimitaciones rituales (cercados, empalizadas, círculos de piedra), en las que se realizaban libaciones, ofrendas de alimentos, armas, objetos metálicos y sacrificios animales. El ámbito funerario también poseía un fuerte componente simbólico, aunque las prácticas eran sencillas: predominaba la incineración en urnas, sin grandes ajuares ni tumbas monumentales, lo que refuerza la idea de una religiosidad centrada en la comunidad y en la naturaleza, más que en la ostentación o el culto individual.
La romanización religiosa no significó la desaparición de las creencias lusitanas, sino su transformación. Muchas divinidades fueron asimiladas o sincretizadas con el panteón romano, conservando su culto bajo nombres latinos. En otros casos, los propios romanos se interesaron por los santuarios indígenas y adaptaron sus cultos a las estructuras oficiales del imperio. El caso de Endovélico es paradigmático: de ser un dios autóctono pasó a convertirse en una figura oracular de amplia veneración incluso entre los colonos romanos.
En resumen, la religión de los lusitanos fue una manifestación compleja y profundamente arraigada en la tierra, de carácter práctico, simbólico y comunitario. Su sistema de creencias se caracterizó por una fuerte vinculación al entorno natural, la diversidad de divinidades locales y la coexistencia de prácticas guerreras, protectoras y sanadoras. Aunque las fuentes escritas disponibles son escasas y mediadas por el punto de vista romano, el registro epigráfico y arqueológico permite reconstruir una religiosidad viva, funcional y adaptada a las necesidades de una sociedad tribal en equilibrio con un paisaje difícil y sagrado.
Lengua y relaciones con otros pueblos ibéricos
La lengua de los lusitanos constituye uno de los aspectos más complejos y a la vez más fascinantes para comprender su identidad como pueblo prerromano. Aunque no se conserva ningún texto extenso en esta lengua, se han hallado diversas inscripciones votivas y onomásticas (nombres personales, teónimos y topónimos) que permiten reconstruir parcialmente su estructura y su filiación lingüística. Gracias al análisis filológico de estas evidencias, hoy se considera que el lusitano fue una lengua indoeuropea de la rama occidental, emparentada con el celtibérico, aunque con suficientes particularidades como para ser considerada un idioma diferenciado.
Las inscripciones lusitanas —unas veinte en total— proceden principalmente del norte y centro de Portugal (áreas de Beira Interior, Ribatejo y Alentejo) y del oeste de Extremadura, siendo las más conocidas las de Cabeço das Fráguas y Lamas de Moledo. Están redactadas en alfabeto latino, lo que sugiere que se escribieron durante la dominación romana o en contacto directo con ésta, pero el contenido lingüístico conserva formas claramente indígenas. Estas inscripciones suelen consistir en fórmulas votivas o dedicaciones a deidades locales, lo que revela también aspectos del culto y del panteón religioso lusitano.
Desde el punto de vista lingüístico, el lusitano comparte varios rasgos con las lenguas celtas, como el uso de raíces indoeuropeas comunes, sufijos teónimos similares y estructuras sintácticas comparables. Sin embargo, también presenta importantes diferencias fonológicas y gramaticales, como la conservación del fonema /p/ indoeuropeo —que en las lenguas celtas desaparece— o ciertas terminaciones verbales y nominales exclusivas. Estas diferencias han llevado a la mayoría de los especialistas a considerar el lusitano no como una lengua celta propiamente dicha, sino como una lengua indoeuropea occidental paralela al celta, quizás procedente de una oleada migratoria anterior o distinta.
Este hecho lingüístico refuerza la idea de una identidad cultural propia y autónoma, aunque abierta a influencias externas. La lengua lusitana convivió durante siglos con otros sistemas lingüísticos de la península ibérica, tanto indoeuropeos como no indoeuropeos, en un contexto de gran diversidad cultural. Al norte y oeste, los lusitanos mantenían contacto con pueblos celtas como los galaicos y los astures, con quienes compartían ciertas estructuras sociales, elementos religiosos y formas de organización tribal. Al este, los vetones, con quienes limitaban en la actual Extremadura y Castilla, compartían muchas similitudes materiales, lingüísticas y culturales, hasta el punto de que algunos autores los consideran parte de un complejo cultural más amplio, a veces denominado “lusitano-vetón”.
Las relaciones con los pueblos del sur y el este peninsular eran más heterogéneas. Con los íberos, habitantes del levante y sur peninsular, las diferencias lingüísticas y culturales eran notables: los íberos hablaban una lengua no indoeuropea, tenían una estructura social más jerarquizada y una escritura propia (la íbera), además de una economía más desarrollada y urbanizada. Sin embargo, el contacto entre lusitanos e íberos se producía, especialmente en las zonas limítrofes con los túrdulos y turdetanos, a través del comercio, de intercambios culturales y, en ocasiones, del conflicto.
Durante la fase prerromana y la romanización temprana, los lusitanos también entraron en contacto con otros pueblos indoeuropeos peninsulares, como los celtíberos, más al noreste. Aunque existían diferencias, la interacción debió ser fluida, al menos en los bordes orientales de su territorio, donde podían compartir rutas, alianzas puntuales y patrones de asentamiento. La influencia céltica en los lusitanos, tanto en lo lingüístico como en lo cultural, parece haberse intensificado precisamente a través de estos contactos, dando lugar a un proceso de celtización parcial y gradual, sin pérdida de la identidad propia.
Por otro lado, los lusitanos no permanecieron aislados del Mediterráneo. A través del sur peninsular y del valle del Guadiana, es probable que hayan recibido influencias indirectas de los fenicios, púnicos y griegos, aunque en mucha menor medida que los íberos. El impacto de estas culturas fue más evidente tras la conquista romana, cuando el latín comenzó a imponerse como lengua oficial y administrativa. Con el tiempo, el proceso de romanización llevó a la desaparición progresiva de la lengua lusitana, que no sobrevivió más allá del siglo I o II d. C., al contrario que el íbero, cuya influencia se mantuvo algo más tiempo.
No obstante, el legado del lusitano ha quedado fijado en algunos topónimos y antropónimos que aún perviven, especialmente en Portugal. Además, el estudio de la lengua ha permitido comprender mejor la diversidad lingüística prelatina de la península ibérica, donde convivían al menos cinco familias lingüísticas distintas: celtibérico, lusitano, íbero, tartesio y vasco-aquitano, además de las lenguas coloniales (fenicio, griego, latín).
En definitiva, la lengua de los lusitanos fue una manifestación de su identidad cultural diferenciada, con raíces indoeuropeas pero con evolución propia, que los vinculaba con otros pueblos celtas de la península pero también los distinguía de ellos. Su situación geográfica y sus relaciones con otros pueblos ibéricos muestran un paisaje de contactos fluidos, influencias cruzadas y tensiones, que ayudan a explicar la riqueza cultural y la complejidad étnica del occidente peninsular en la Antigüedad.
Sociedad y economía
La sociedad lusitana se estructuraba en torno a modelos tribales y familiares, con una marcada división interna entre guerreros, campesinos y jefes tribales, aunque sin las formas rígidas de jerarquía que caracterizaban a sociedades más urbanizadas del mundo íbero o turdetano. La comunidad era la base de la vida social, y la pertenencia al clan o gens definía tanto el estatus como las obligaciones del individuo. Dentro de esta estructura, la economía tenía un papel funcional y adaptado a un entorno difícil, dominado por sierras, bosques y zonas de clima continental, lo que condicionaba profundamente las formas de subsistencia.
Los lusitanos practicaban una economía mixta, que combinaba la ganadería extensiva, la agricultura de subsistencia, la recolección de recursos silvestres, la caza, la minería local y, en ocasiones, el saqueo armado como complemento económico. Esta combinación permitía cierta resiliencia frente a las condiciones climáticas variables y al relieve accidentado del oeste peninsular, pero también generaba una economía dispersa, poco especializada y centrada en la autosuficiencia tribal.
La ganadería fue, con toda probabilidad, la principal actividad económica de los lusitanos. En las regiones montañosas donde se asentaban, predominaban los pastos estacionales, ideales para la cría de ovejas, cabras y vacas. La ganadería no solo proporcionaba carne y leche, sino también lana, cuero y hueso para la fabricación de prendas, útiles y armas. Se ha propuesto incluso la existencia de formas primitivas de trashumancia entre valles y zonas altas, lo que implicaba una movilidad continua de los grupos humanos y reforzaba los lazos tribales y territoriales. La posesión de rebaños era símbolo de prestigio y riqueza dentro de la comunidad, y era común que se defendiera violentamente de incursiones rivales.
La agricultura, aunque menos desarrollada, complementaba la dieta y sostenía la vida diaria. Se cultivaban cereales como el trigo y la cebada, así como legumbres, lino y algunos frutos secos. Los sistemas agrícolas eran rudimentarios y dependientes del clima y del relieve: se realizaban sobre terrazas naturales, sin grandes obras hidráulicas ni roturaciones extensas. La azada, el arado de madera y el uso del fuego para el desbroce eran herramientas comunes. Los excedentes, cuando los había, se utilizaban para el intercambio local o como provisiones para la guerra o el invierno.
Una actividad característica del modo de vida lusitano era el saqueo estacional, practicado no solo como acción militar, sino también como forma de obtención de recursos en épocas de escasez. Las fuentes romanas, como Estrabón o Apiano, relatan que los lusitanos organizaban campañas armadas contra territorios vecinos, incluso antes de la conquista romana, para obtener botines, esclavos, ganado o alimentos. Esta forma de economía predatoria estaba socialmente aceptada y formaba parte del ethos guerrero del pueblo. No se trataba de bandidaje ocasional, sino de un mecanismo económico con lógica interna, vinculado a los ciclos anuales y a la presión demográfica o climática.
El intercambio también formaba parte de la economía lusitana, aunque en menor medida que en sociedades más urbanizadas. Las rutas naturales entre el Duero, el Tajo y el Guadiana permitían el contacto con pueblos vecinos —como vetones, turdetanos o galaicos—, y es probable que se realizara trueque de productos ganaderos, metalúrgicos o agrícolas. No existen pruebas de una economía monetaria propia, pero en época romana es probable que algunas tribus adoptaran el uso de moneda para el comercio local y el pago de tributos.
Otro aspecto relevante fue la minería a pequeña escala. El occidente peninsular es rico en minerales como el estaño, el hierro y el oro, y aunque los lusitanos no desarrollaron una industria minera sistemática, probablemente explotaban filones superficiales o intercambiaban metales en bruto con pueblos más especializados. El estaño, por ejemplo, era un recurso codiciado por las redes comerciales mediterráneas desde época protohistórica, y su presencia en territorio lusitano pudo atraer el interés de comerciantes fenicios o púnicos de forma indirecta.
En lo social, la economía estaba íntimamente ligada al estatus del guerrero, cuyo papel excedía el combate. El guerrero era también pastor, jefe, defensor de la comunidad y, a veces, redistribuidor de botines. Esta figura articulaba la vida económica y social, y tenía a su cargo grupos de fieles que dependían de su protección. La fidelidad personal entre guerrero y caudillo tribal se basaba tanto en el honor como en la redistribución de recursos, especialmente los obtenidos por la guerra. Por ello, la actividad bélica y la economía estaban profundamente entrelazadas.
En suma, la economía lusitana se caracterizaba por su adaptación al medio montañoso, su carácter autosuficiente y su vinculación estrecha con la vida tribal y guerrera. Lejos de ser una economía primitiva o desorganizada, respondía a una lógica de supervivencia eficaz en un entorno difícil, y permitía a las tribus mantener su autonomía durante siglos frente a potencias exteriores, incluida Roma. Solo con la conquista y la pacificación imperial comenzó a transformarse, adaptándose progresivamente a los modelos económicos del sistema provincial romano.
Estructura social
La estructura social de los lusitanos, al igual que la de muchos pueblos tribales del occidente prerromano de la península ibérica, se basaba en una organización jerárquica pero flexible, donde la pertenencia al clan, el valor guerrero, el linaje y la riqueza ganadera eran factores determinantes para establecer el estatus individual y colectivo. Esta sociedad no conocía el sistema estatal ni la ciudad como centro político, por lo que las relaciones personales, tribales y familiares eran los pilares fundamentales de su funcionamiento interno.
En la cúspide de esta estructura se situaban los jefes tribales o caudillos, hombres con autoridad militar, política y posiblemente también religiosa. Su poder no era heredado automáticamente, sino que se basaba en el prestigio personal, la experiencia, la capacidad de liderar en combate y de mantener un séquito fiel. El caudillo debía ser generoso con sus seguidores y eficaz en la redistribución de botines, ganados y alimentos, factores esenciales para consolidar su legitimidad. Durante las guerras contra Roma, figuras como Viriato encarnaron este modelo carismático, con capacidad para aglutinar a varias tribus en una causa común, aunque su autoridad, como norma general, no sobrevivía a su persona.
Inmediatamente por debajo se encontraba la aristocracia guerrera, compuesta por jinetes, escuderos y hombres de armas con experiencia, seguidores del jefe tribal o líderes de pequeños clanes. Su poder residía tanto en el control de recursos (rebaños, armas, tierras) como en su capacidad para movilizar a otros hombres en caso de guerra. Esta clase media guerrera constituía la base del ejército tribal y era la responsable del mantenimiento del orden interno y de la defensa del territorio.
En un nivel más amplio y heterogéneo estaba la población libre, integrada por campesinos, pastores, artesanos y pequeños propietarios. Aunque no pertenecían a la élite guerrera, muchos de ellos participaban en campañas militares ocasionales y tenían voz en las decisiones comunitarias, especialmente en las asambleas de aldea o consejo tribal. Su posición social variaba en función de su parentesco con familias influyentes, su antigüedad en la comunidad y sus posesiones materiales.
En la base de la pirámide se situaban los clientes, dependientes y esclavos. Los clientes eran hombres libres que, por motivos económicos o de protección, se vinculaban a un jefe o guerrero más poderoso, a quien servían a cambio de seguridad, sustento o prestigio social. Esta relación, de carácter personal, era común en sociedades tribales y no implicaba necesariamente una pérdida de libertad, aunque sí subordinación. Por otro lado, existían esclavos, generalmente prisioneros de guerra capturados durante incursiones, que eran utilizados como fuerza de trabajo en tareas agrícolas, domésticas o como parte del botín redistribuido entre los guerreros.
Las mujeres desempeñaban un papel importante en el ámbito doméstico y familiar, pero también en la producción económica, especialmente en la ganadería, la agricultura, la elaboración de tejidos y la transmisión de la tradición oral. Las fuentes clásicas, aunque escasas al respecto, insinúan que algunas mujeres podían participar en actividades rituales o incluso en combate, aunque de forma excepcional. La transmisión del linaje y del patrimonio probablemente seguía una línea patrilineal, aunque con fuerte cohesión del grupo familiar extendido.
La familia extensa o clan (gens) era la unidad estructural básica de la sociedad lusitana. Dentro de ella se tomaban las decisiones cotidianas, se organizaba la producción, se practicaba la solidaridad interna y se transmitían valores, conocimientos y creencias. Varias familias emparentadas formaban una aldea o comunidad rural, que a su vez se integraba en una tribu mayor. Estas aldeas —a menudo organizadas en castros o asentamientos fortificados— constituían el núcleo de la vida social y económica, donde el trabajo, la defensa y el culto se compartían entre los miembros del grupo.
La sociedad lusitana no era estática: existía movilidad social, especialmente a través de la guerra. El valor personal en combate, la fidelidad al caudillo y la posesión de ganado o esclavos podían hacer ascender a un hombre en el rango social, así como su participación en alianzas matrimoniales estratégicas o su papel en el consejo tribal. No existían castas rígidas ni privilegios hereditarios cerrados, pero sí una clara diferenciación entre quienes ejercían el poder y quienes debían obedecer.
En resumen, la estructura social lusitana reflejaba una sociedad tribal jerarquizada pero dinámica, cohesionada en torno al clan, al prestigio del guerrero y a la cooperación interna. El equilibrio entre autonomía personal, fidelidad al grupo y reconocimiento de liderazgos carismáticos permitía la supervivencia de estas comunidades en un entorno hostil y fragmentado, y fue clave para su prolongada resistencia frente a las estructuras centralizadas del mundo romano.
Lúnula lusitana de Chao de Lamas, del siglo II a. C. hallada en Chão de Lamas (Portugal). Pectoral. Autor: Ángel M. Felicísimo from Mérida, España, 28 de agosto de 2016. CC BY 2.0. Original file (2,561 × 2,500 pixels, file size: 1.4 MB).
La pieza que has compartido es una extraordinaria muestra de la orfebrería lusitana de época prerromana: la lúnula de Chão de Lamas, un pectoral ritual datado en el siglo II a. C., hallado en la localidad portuguesa homónima. Esta joya, con forma semicircular abierta, pertenece a un tipo de adorno corporal frecuente en contextos indoeuropeos del occidente peninsular, aunque con características estéticas y técnicas que la hacen especialmente singular dentro del repertorio artístico de los pueblos lusitanos.
La lúnula es un tipo de pectoral que se colocaba en el cuello, descansando sobre el pecho, con los extremos abiertos por delante. Su forma evoca la de la luna creciente, lo que ha llevado a algunos investigadores a asociarla simbólicamente con cultos astrales, fertilidad o ciclos naturales. En el caso de esta pieza concreta, el nivel de detalle, la complejidad de su decoración y la riqueza de motivos iconográficos hacen pensar que se trataba de un objeto de prestigio, probablemente vinculado a la élite guerrera o sacerdotal, y no a un uso cotidiano. Su carácter ceremonial o votivo parece fuera de toda duda.
Realizada en una aleación metálica noble, probablemente plata o plata sobredorada, la lúnula de Chão de Lamas presenta un conjunto de relieves que combinan motivos zoomorfos, geométricos y figurativos. Se observan cabezas humanas de estilo esquemático, rostros leoninos, representaciones animales —posiblemente caballos o ciervos— y decoraciones vegetales o serpenteantes, que se insertan en franjas decorativas dispuestas a lo largo de la curva del pectoral. Este tipo de repertorio se inscribe dentro del arte céltico atlántico, aunque con evidentes particularidades locales, lo que sugiere una síntesis entre influencias externas y una larga tradición indígena.
La presencia de cabezas humanas o máscaras en relieve podría estar relacionada con la función apotropaica del objeto, es decir, como amuleto protector contra fuerzas malignas o como símbolo de poder sobrenatural. Algunos especialistas han interpretado estas representaciones como alusiones a los ancestros, a divinidades protectoras o a héroes mitológicos del imaginario tribal. También es posible que la lúnula tuviera un papel destacado en ceremonias religiosas o funerarias, siendo utilizada por jefes tribales o figuras sacerdotales como emblema de su rango y conexión con lo sagrado.
Desde un punto de vista técnico, la pieza revela un alto dominio de la orfebrería a través de técnicas de repujado, incisión y fundición controlada. Esto demuestra la existencia, en el mundo lusitano, de artesanos especializados capaces de trabajar metales preciosos y de elaborar objetos sofisticados para la élite. Aunque no se ha encontrado un contexto arqueológico completo que acompañe a esta lúnula, su hallazgo permite suponer la existencia de talleres metalúrgicos locales de cierta complejidad, posiblemente asociados a castros importantes o a santuarios rurales.
La lúnula de Chão de Lamas no es solo una joya de gran belleza artística, sino también una fuente de información sobre la sociedad lusitana. Refleja una organización jerárquica con acceso diferenciado a bienes de prestigio, una ideología visual compleja vinculada al mundo simbólico de la élite, y una inserción en redes culturales que incluían elementos célticos, atlánticos e indígenas. Su conservación en museos permite hoy contemplarla como una de las piezas más representativas del arte prerromano del occidente peninsular y como testimonio material de la sofisticación cultural del pueblo lusitano.
Vida cotidiana en sus castros
La vida cotidiana de los lusitanos transcurría principalmente en castros, es decir, asentamientos fortificados ubicados estratégicamente en alturas, promontorios o colinas desde las que se dominaban valles, ríos y rutas naturales. Esta forma de hábitat, muy común en el noroeste peninsular durante la Edad del Hierro, respondía tanto a criterios defensivos como de control territorial. En el contexto lusitano, los castros eran el núcleo vital de las comunidades tribales, donde se desarrollaban las actividades domésticas, económicas, rituales y sociales, formando una red de aldeas autónomas pero conectadas entre sí.
Los castros estaban rodeados por murallas de piedra en seco, a veces reforzadas con empalizadas de madera, torres o fosos, lo que revela una preocupación constante por la seguridad. Esta necesidad defensiva no solo se debía al riesgo de ataques de pueblos vecinos o incursiones enemigas, sino también a la organización tribal interna, que implicaba rivalidades, disputas por recursos y conflictos territoriales. En su interior, los castros albergaban un número reducido de viviendas —entre varias decenas y un centenar— que formaban pequeñas comunidades autosuficientes.
Las viviendas eran de planta circular u ovalada, construidas con muros de piedra y techumbres vegetales a base de ramajes, paja o barro prensado. Estas construcciones estaban adaptadas al clima continental del occidente peninsular, con inviernos fríos y veranos secos. Las casas disponían de un único espacio interior, donde convivía toda la unidad familiar, junto con animales menores y herramientas de trabajo. En su interior, se hallaban hogares centrales para cocinar, bancos de piedra adosados a los muros y vasijas cerámicas para almacenar grano, agua o aceite. Algunas viviendas contaban con pequeñas dependencias anexas, como silos, graneros o corrales, lo que sugiere una cierta especialización doméstica.
La vida familiar giraba en torno al trabajo comunal, la crianza de animales, la preparación de alimentos, el mantenimiento de la casa y la transmisión oral de conocimientos. Hombres, mujeres, ancianos y niños compartían tareas, aunque las funciones estaban diferenciadas por edad y género. Las mujeres participaban activamente en la elaboración de tejidos, la molienda de grano, el cuidado de los hijos y la preparación de alimentos, mientras que los hombres realizaban tareas agrícolas, de pastoreo o vigilancia del perímetro. La educación de los niños se basaba en el ejemplo y la práctica directa: los varones se iniciaban pronto en el manejo de armas y el pastoreo, mientras que las niñas aprendían labores domésticas y rituales de transmisión oral.
La alimentación era sencilla y se basaba en los productos disponibles localmente. Se consumían cereales como cebada, trigo o mijo, legumbres, leche, queso, carne de cerdo, cabra u oveja, y productos recolectados como bellotas, moras o miel silvestre. La carne se asaba o se cocía en calderos de hierro, y el pan se elaboraba con harina molida a mano en molinos circulares de piedra. El vino y el aceite eran bienes exóticos, escasos y probablemente reservados a las élites o introducidos por contacto comercial con otras culturas más mediterráneas.
El trabajo artesanal era fundamental para la vida cotidiana. En los castros se fabricaban tejidos de lana, cerámica a mano sin torno, objetos de hueso y madera, y herramientas de hierro o bronce. La metalurgia estaba presente, aunque limitada: se elaboraban armas, útiles agrícolas, fíbulas, cuchillos y adornos. También se tallaban amuletos, ídolos de piedra o piezas simbólicas como torques y brazaletes, elementos que servían tanto para mostrar estatus como para fines religiosos o protectores. Estas labores eran realizadas por artesanos locales, en talleres domésticos de pequeña escala, que reutilizaban materiales y transmitían sus técnicas por tradición oral.
La vida comunitaria se organizaba en torno al consejo tribal y a los ritos compartidos. Las decisiones importantes se tomaban colectivamente entre los jefes de familia y los ancianos del castro, que valoraban la experiencia, la sabiduría y la reputación. Los rituales religiosos se celebraban en el propio castro o en lugares sagrados cercanos, como manantiales, peñas o bosques, donde se ofrecían exvotos, se sacrificaban animales o se realizaban libaciones. Las festividades comunitarias, asociadas al cambio de estaciones, a la cosecha o a la guerra, eran momentos de reunión, refuerzo de vínculos y cohesión identitaria.
La relación con el entorno natural era estrecha. Los castros estaban integrados en el paisaje y dependían de él para su subsistencia. La tierra, los ríos, las montañas y los animales salvajes eran considerados no solo recursos, sino también elementos vivos, muchas veces sagrados. Esta visión animista del mundo se reflejaba en el respeto por ciertos lugares, en la existencia de mitos locales y en la transmisión de tradiciones orales que explicaban el origen del grupo o del territorio.
La vida cotidiana en los castros se desarrollaba, en suma, en un marco de equilibrio entre autosuficiencia, defensa, trabajo comunitario y tradición. Aunque las condiciones eran duras, las comunidades desarrollaban mecanismos eficaces de organización, solidaridad y adaptación al medio. Estos pequeños mundos cerrados, defendidos por piedra y organizados por la costumbre, fueron el corazón del mundo lusitano durante siglos y la base sobre la cual se edificó su resistencia frente a la romanización.

Conflicto con Roma
Primeros contactos con los romanos
Los primeros contactos entre los lusitanos y la República romana no fueron resultado de una invasión directa sobre su territorio, sino más bien la consecuencia indirecta de la expansión romana en otras regiones de la península ibérica, especialmente en el sur y el este. El desencadenante inicial fue la intervención de Roma en la Segunda Guerra Púnica (218–201 a. C.), conflicto que la enfrentó a Cartago por el control del Mediterráneo occidental y que marcó el inicio de la presencia militar romana en Hispania. Durante esta guerra, Roma se fue adueñando progresivamente de los antiguos territorios cartagineses en la península, lo que alteró por completo el equilibrio de poder regional y acabó provocando tensiones con los pueblos indígenas del interior.
A partir del 197 a. C., con la creación formal de las provincias romanas de Hispania Citerior y Ulterior, Roma asumió el control de los antiguos dominios púnicos y comenzó a avanzar hacia el interior peninsular. Fue entonces cuando los lusitanos, hasta ese momento prácticamente al margen de las grandes potencias mediterráneas, comenzaron a entrar en conflicto con las fuerzas romanas en expansión. No se trató al principio de un choque frontal, sino de incursiones y escaramuzas, en un contexto de frontera mal definida y de tensiones crecientes por los recursos y las rutas comerciales.
Las fuentes clásicas, como Tito Livio y Apiano, relatan que las primeras acciones hostiles entre romanos y lusitanos tuvieron lugar alrededor del 193 a. C., cuando estos últimos empezaron a lanzar ataques contra territorios sometidos por Roma, especialmente en la Bética y la Carpetania. Desde el punto de vista de los lusitanos, estos saqueos tenían un carácter tradicional, probablemente estacional, y respondían a la lógica de su economía guerrera. Sin embargo, para Roma, representaban una amenaza directa a la estabilidad de sus nuevas provincias. Así se inició una larga y sangrienta relación de enfrentamiento que se prolongaría durante casi un siglo.
Uno de los episodios más significativos de estos primeros contactos fue la expedición del pretor Marco Fulvio Nobilior en el año 189 a. C., que intentó sofocar las incursiones lusitanas en la zona del Tajo medio. Aunque los romanos lograron rechazar a los atacantes en algunas ocasiones, el terreno montañoso, el conocimiento del medio por parte de los indígenas y las tácticas de guerra irregular hicieron que las campañas fueran muy costosas y poco efectivas. A pesar de las derrotas parciales, los lusitanos mantenían una capacidad de reorganización y resistencia que desconcertaba a los comandantes romanos.
Durante estos años, los lusitanos no actuaban como un bloque unificado, sino como una serie de tribus que atacaban de forma autónoma, aunque a veces coincidieran en sus objetivos. Sus acciones consistían en rápidos ataques a enclaves enemigos, seguidos de retiradas hacia zonas elevadas y difíciles de acceder. Esta forma de guerra, basada en la movilidad, el conocimiento del terreno y la dispersión táctica, resultaba eficaz frente al modelo de guerra regular romano, basado en el combate en campo abierto y en la ocupación territorial sostenida.
En el transcurso del siglo II a. C., los lusitanos comenzaron a convertirse en un problema recurrente para Roma, al igual que lo eran los celtíberos en el noreste o los galaicos más al norte. Las campañas militares se intensificaron y el tono de los informes romanos pasó de la sorpresa inicial a la preocupación. Algunos autores antiguos, como Diodoro de Sicilia, describen a los lusitanos como un pueblo valiente, resistente y fiero, difícil de someter, con una cultura profundamente arraigada en la guerra y en el orgullo tribal. Esta percepción, aunque cargada de prejuicios, refleja el desafío real que representaron para la autoridad romana durante décadas.
A medida que las campañas militares romanas avanzaban, también comenzaron los primeros intentos de pactos y traiciones, que marcarían la tónica de las relaciones futuras. Roma, al no poder conquistar el territorio de forma directa, optó por establecer alianzas temporales con algunas tribus, ofrecer recompensas a los jefes locales o firmar tratados que, con frecuencia, eran violados por ambas partes. Esta política ambigua no hizo sino fomentar la desconfianza y alimentar el resentimiento de los lusitanos, que cada vez veían a Roma no solo como una potencia extranjera, sino como un enemigo implacable.
En resumen, los primeros contactos entre los lusitanos y los romanos no fueron resultado de una conquista organizada, sino de un proceso progresivo de colisión entre dos formas antagónicas de vida: la tribal, descentralizada y guerrera de los lusitanos, frente al modelo imperial romano, expansionista, burocrático y centralizado. Estos contactos iniciales, lejos de pacificar la región, sembraron las semillas de un conflicto prolongado que culminaría años más tarde en la figura de Viriato y en las llamadas guerras lusitanas, uno de los capítulos más intensos de la resistencia indígena en la historia antigua de Hispania.
Los autores griegos y romanos describieron a los lusitanos como hombres belicosos, indómitos y que preferían la muerte antes que la esclavitud o el desarme. Su destreza en la guerra, en particular la de guerrillas, les ganó de parte de Estrabón el apelativo de la tribu más peligrosa de la península ibérica.
Su equipamiento guerrero era ligero, comparado por Tito Livio con los peltastas griegos, ya que vestían poca o ninguna armadura, a fin de permitirles la máxima agilidad. Estrabón informa de que solo algunos usaban cotas de malla y los cascos celtíberos de tres crestas, ya que preferían túnicas de lino endurecido y cascos de cuero, incluyendo grebas cuando combatían a pie. Utilizaban como armas principales la jabalina (soliferrum), la espada celtíbera de doble filo (gladius hispaniensis) y la honda, junto con la lanza de punta de bronce, el puñal y el escudo redondo (caetra). Eran especialmente hábiles empleando la jabalina, llevada en grandes números, y el escudo, con el que aparentemente tenían un estilo propio para protegerse.
Valiéndose de su movilidad y conocimiento del terreno, ejecutaban emboscadas, persecuciones y escaramuzas con habilidad, y lanzaban alaridos y cantos de batalla para atemorizar a sus enemigos. Debido a que su ligereza de armaduras los volvía inefectivos en un combate sostenido, lanzaban ataques relámpago y se retiraban con la misma agilidad.
Su caballería también fue alabada por los romanos, sobre todo por la calidad de sus caballos, los cuales, además de superar en velocidad a los corceles itálicos, eran fuertes, resilientes y bien domados. Sus jinetes tenían experiencia en escalar montañas y recorrer terreno agreste, y a veces descabalgaban para luchar a pie si lo veían necesario, dejando los caballos atados hasta el momento de emprender la huida.
El bandolerismo lusitano
Las fuentes clásicas describen a los Lusitanos como bandoleros y ladrones que saqueaban a sus vecinos (Apiano, Tito Livio, Diodoro). Sin descartar que, efectivamente, el bandolerismo o cierta actividad de rapiña contra pueblos vecinos más sedentarios, que disponían de recursos agrícolas, pudiese constituir la forma de vida de algunos pequeños grupos de población lusitana, asentada en tierras inhóspitas del entorno montañoso del Sistema Central, un estudio detallado de las fuentes, así como de las circunstancias en que se produjo la conquista de la meseta por parte de la República romana, da que pensar sobre si los calificativos de «bandoleros» y «ladrones» pudieron ser una etiqueta aplicada a gentes que no se sometieron a Roma con facilidad. El estereotipo que en la Antigüedad identificaba pastor con bandido lo encontramos aplicado en varias fuentes a Viriato (Tito Livio y Orosio). Una relectura de ese estereotipo lleva a pensar que la verdadera dedicación de muchas gentes lusitanas y vetonas calificadas de bandidos por los romanos era el pastoreo, y más en concreto la ganadería trashumante. Un episodio narrado por Livio (XXXV, 1) sobre una de estas incursiones lusitanas parece albergar una muestra del nomadeo trashumante. En 193 a. C., Escipión Nasica atacó a un grupo de lusitanos que volvían a su tierra después de devastar la Hispania Ulterior, según el historiador latino. Pese a una lucha de incierto final, los romanos lograron la victoria gracias a que los lusitanos iban en una larga columna, con gran número de animales que dificultaban sus movimientos. Un repaso meticuloso de las circunstancias de este episodio, así como de otros similares narrados por los historiadores latinos, muestra una similitud muy grande con los movimientos de ganado que corresponderían a una ganadería trashumante. Ese modelo de ganadería, que por otra parte conocemos que estuvo reglada en la península ibérica desde la Edad Media, muy bien pudo ser el verdadero modo de vida de aquellos lusitanos calificados de bandoleros por los romanos.
Campañas de resistencia (siglo II a. C.)
Durante el siglo II a. C., los lusitanos protagonizaron una de las resistencias más tenaces y prolongadas contra la expansión romana en la península ibérica. Tras los primeros contactos a finales del siglo III y comienzos del II a. C., marcados por escaramuzas e incursiones irregulares, la presión romana sobre el oeste peninsular fue aumentando, lo que llevó a una progresiva radicalización de las tribus indígenas. En este contexto, las campañas de resistencia lusitana no solo adquirieron un carácter defensivo, sino también ofensivo, con acciones armadas organizadas y una voluntad cada vez más firme de oponerse al poder de Roma.
Los testimonios de las fuentes antiguas —Apiano, Tito Livio (en fragmentos), Diodoro de Sicilia y Estrabón, entre otros— nos permiten reconstruir el marco general de estas campañas. A lo largo del siglo II a. C., los lusitanos llevaron a cabo una serie de ataques coordinados contra territorios romanizados o aliados de Roma, especialmente en el valle del Tajo y en zonas limítrofes con la Bética y la Carpetania. Estos ataques eran frecuentemente dirigidos por caudillos locales que lograban aglutinar temporalmente a varias tribus para emprender campañas de saqueo, represalia o defensa territorial.
Uno de los primeros episodios significativos fue la irrupción de grupos lusitanos en el valle medio del Tajo hacia el 180 a. C., donde desafiaron abiertamente a las tropas del pretor Lucio Emilio Paulo. Aunque las fuentes romanas afirman que lograron derrotar a los indígenas, las incursiones continuaron durante años, lo que pone en duda la eficacia de estas victorias oficiales. Las montañas, los pasos estrechos y el conocimiento del terreno favorecían claramente a los lusitanos, cuyas tácticas se basaban en la guerrilla, la emboscada y la movilidad, elementos que desconcertaban a los comandantes romanos acostumbrados a la guerra convencional.
Las campañas se intensificaron en la década del 160 a. C., cuando los lusitanos, aprovechando la distracción romana con las guerras celtíberas del noreste, lanzaron ofensivas de mayor envergadura hacia la Bética. En respuesta, Roma envió varias expediciones punitivas, muchas de las cuales fracasaron o se vieron obligadas a retirarse con graves pérdidas. En estos años se menciona al comandante romano Servio Sulpicio Galba, quien desempeñaría un papel infame en la historia de la conquista de Lusitania.
El año 150 a. C. marca uno de los momentos más oscuros y decisivos de estas campañas de resistencia. En ese año, Galba ofreció un falso acuerdo de paz a varios grupos lusitanos, atrayéndolos con promesas de tierras y seguridad. Una vez que los grupos indígenas se entregaron y depusieron las armas, fueron traicionados y masacrados, en un acto brutal que incluso escandalizó a parte del Senado romano. Las cifras varían, pero se habla de 9.000 lusitanos muertos y otros 20.000 vendidos como esclavos. Este acto no solo avivó el odio hacia Roma, sino que marcó un punto de inflexión en la resistencia indígena: a partir de ese momento, la desconfianza hacia cualquier negociación con los romanos se consolidó, y la lucha se endureció.
A pesar de este golpe, la resistencia no se extinguió. De hecho, fue en este contexto de violencia y traición donde surgió la figura más emblemática de la lucha contra Roma: Viriato, quien tomaría el relevo de los antiguos jefes tribales y reorganizaría la resistencia con una visión más estratégica y unificada. Bajo su mando, los lusitanos pasaron de la simple reacción al contraataque organizado, logrando durante años frenar y humillar al ejército romano en su propio terreno.
Estas campañas del siglo II a. C. muestran no solo la capacidad de lucha de los lusitanos, sino también su resiliencia frente al aparato militar más poderoso del mundo antiguo. Su resistencia no fue fruto del azar, sino de una organización tribal eficaz, de una cultura profundamente guerrera y de una táctica perfectamente adaptada al medio. La guerra no era para ellos solo una necesidad de defensa: formaba parte de su identidad, de su honor y de su modo de vida. El combate contra Roma se convirtió así en un factor de cohesión interna entre tribus dispersas y en una causa común frente al invasor.
A la luz de los acontecimientos posteriores, estas campañas prepararon el escenario para el episodio más conocido y dramático de la historia lusitana: la guerrilla prolongada de Viriato, que transformó la resistencia indígena en una amenaza seria para la estabilidad romana en Hispania, obligando a Roma a desplegar legiones enteras y a modificar sus estrategias. El siglo II a. C., por tanto, no fue solo un tiempo de enfrentamientos militares, sino también de afirmación identitaria y de rechazo frontal al modelo imperial romano.

Viriato, el héroe lusitano
Pocas figuras de la Antigüedad hispánica han alcanzado el grado de simbolismo, leyenda y admiración que representa Viriato, el caudillo lusitano que lideró la más prolongada y eficaz resistencia contra Roma en la península ibérica. Su nombre ha quedado ligado de forma indeleble al coraje indígena, a la astucia militar y al drama de la traición. Aunque las fuentes disponibles proceden en su mayoría de autores romanos —y, por tanto, no están exentas de parcialidad—, el relato de su vida y lucha ofrece un testimonio excepcional de la complejidad del conflicto entre Roma y los pueblos autóctonos del occidente peninsular.
Origen y liderazgo
El origen exacto de Viriato permanece envuelto en el misterio. Las fuentes clásicas no aportan detalles precisos sobre su nacimiento o linaje, aunque algunas lo describen como un pastor o cazador de las serranías lusitanas, un hombre del pueblo que ascendió a la jefatura tribal por su mérito personal. Este dato, más allá de su exactitud literal, refleja el carácter profundamente meritocrático de la sociedad lusitana, en la que el liderazgo se obtenía a través del valor, la capacidad de mando y la fidelidad del grupo.
Viriato aparece en escena hacia el año 147 a. C., tras la masacre de miles de lusitanos por parte del pretor romano Servio Sulpicio Galba. La traición sufrida por su pueblo encendió el ánimo de resistencia y permitió la aparición de una figura capaz de unificar temporalmente a las dispersas tribus del occidente ibérico. A diferencia de otros jefes, Viriato supo combinar el coraje con una visión estratégica a largo plazo. Durante casi una década, se convirtió en el alma de la resistencia indígena, inspirando lealtad entre los suyos y preocupación creciente entre los romanos.
Tácticas de guerrilla
La gran habilidad de Viriato residió en su dominio de la guerra irregular o de guerrillas, una forma de combate basada en la movilidad, el conocimiento del terreno y la sorpresa. Evitando siempre el enfrentamiento frontal con las legiones romanas —superiores en número y disciplina—, Viriato empleó emboscadas, marchas rápidas, ataques nocturnos y desplazamientos sigilosos por las montañas y los valles del centro peninsular.
Su modo de combatir desconcertó a los comandantes romanos, acostumbrados a batallas en campo abierto. Gracias a sus incursiones rápidas y su capacidad para desvanecerse en terrenos abruptos tras golpear con dureza, logró repetidamente derrotar o burlar a las legiones. Entre sus hazañas más notables se encuentra la derrota del pretor Cayo Vetilio, quien fue emboscado y muerto por las tropas de Viriato en una operación que marcó el inicio formal de la llamada guerra lusitana. A partir de entonces, sus campañas fueron una sucesión de movimientos brillantes que lograron frenar el avance romano durante años.
Viriato no solo era un estratega militar, sino también un diplomático hábil. Supo ganarse la confianza de otras tribus indígenas —como los vetones y algunos pueblos celtíberos—, integrando a sus guerreros en una coalición informal que amplió el alcance de la resistencia. Aunque estas alianzas eran inestables, le permitieron extender su lucha más allá del territorio lusitano, afectando a varias regiones bajo control romano.
Acuerdos rotos con Roma
A medida que Viriato cosechaba victorias y aumentaba su prestigio, Roma comenzó a entender que enfrentaba a un enemigo muy distinto de los caudillos locales tradicionales. En el año 140 a. C., tras varios reveses militares y ante la imposibilidad de derrotarlo por la fuerza, el Senado romano decidió firmar un acuerdo de paz con Viriato, reconociéndole oficialmente como amicus populi Romani («amigo del pueblo romano»). Este título, aunque diplomático, equivalía a un reconocimiento de su autoridad sobre el territorio y de su legitimidad como interlocutor.
Sin embargo, esta paz fue efímera. A los ojos de muchos senadores, conceder legitimidad a un jefe tribal bárbaro era inaceptable, y pronto se buscó un pretexto para romper el pacto. A partir del año 139 a. C., Roma reanudó las hostilidades, enviando nuevas tropas al mando de Quinto Servilio Cepión, cuya misión era eliminar a Viriato de forma definitiva. Esta decisión volvió a situar la guerra en el centro del conflicto peninsular.
Traición y muerte
Incapaz de derrotarlo militarmente, Cepión recurrió a la estrategia más antigua y eficaz: la traición desde dentro. Aprovechando tensiones internas y quizás el cansancio acumulado de años de lucha, logró corromper a tres de los hombres más cercanos a Viriato: Audax, Ditalco y Minuro, quienes accedieron a asesinar a su líder a cambio de una promesa de recompensa.
El crimen se llevó a cabo mientras Viriato dormía en su campamento. Según Apiano, fue apuñalado en secreto por sus propios aliados en el año 139 a. C. La reacción romana al enterarse del asesinato fue cínica e implacable: cuando los traidores acudieron a reclamar su paga, Cepión los despreció con la famosa frase: Roma no paga a traidores. Esta sentencia, aunque de dudosa autenticidad, se ha convertido en emblema del cinismo imperial y del final trágico del héroe lusitano.
Tras su muerte, la resistencia se desmoronó rápidamente. Sin su figura carismática y sin un liderazgo unificador, las tribus se replegaron a la lucha local o se sometieron progresivamente a la autoridad romana. La guerra lusitana concluyó en pocos años y el territorio fue incorporado plenamente a la órbita imperial.
Pese a la derrota, la figura de Viriato sobrevivió como símbolo de libertad, resistencia y dignidad indígena frente al poder extranjero. Su legado fue reivindicado por historiadores, cronistas y poetas desde la Antigüedad hasta la Edad Moderna, y su nombre continúa hoy siendo sinónimo de coraje y resistencia frente a la opresión. En él se encarna no solo la lucha de un pueblo, sino el drama humano de la traición, la justicia y la memoria colectiva.
Integración en el Imperio romano
La derrota de los lusitanos a manos de Roma no fue un episodio puntual ni el resultado de una única batalla, sino el desenlace lento y prolongado de un proceso de desgaste militar, traición política y asimilación cultural. Tras décadas de resistencia encarnizada, especialmente durante el liderazgo de Viriato, el occidente peninsular fue finalmente sometido a los designios de la República romana, y más tarde integrado de forma estable en el marco administrativo del Imperio. No obstante, la memoria de los lusitanos y ciertos rasgos de su identidad cultural perdurarían durante siglos en el paisaje, la lengua y la conciencia colectiva del occidente ibérico.
Derrota final de los lusitanos
Tras la muerte de Viriato en 139 a. C., la resistencia indígena en Lusitania se debilitó notablemente. Aunque algunos focos de combate subsistieron durante años —en particular liderados por caudillos secundarios como Tántalo—, ya no existía una figura capaz de unir a las distintas tribus bajo un objetivo común. Roma aprovechó esta circunstancia para avanzar de forma sistemática en su política de pacificación militar, reforzada por el creciente despliegue de legiones, la fundación de nuevas colonias y el control de los principales pasos estratégicos y valles fluviales.
La consolidación del dominio romano sobre el oeste peninsular se completó hacia finales del siglo I a. C., cuando, tras las guerras civiles que enfrentaron a César y Pompeyo y más tarde a Octavio y Marco Antonio, Hispania fue reorganizada como parte de la estructura del nuevo régimen imperial. En esta etapa, Augusto acometió una gran reforma provincial que culminó con la creación de la provincia de Lusitania en el año 27 a. C., con capital en Emerita Augusta (actual Mérida), una ciudad fundada para asentar a veteranos de las legiones romanas.
Este acto no fue solo un gesto administrativo, sino también simbólico: la antigua región insurgente quedaba plenamente integrada en el proyecto imperial, reconvertida en un espacio de civilización, prosperidad y romanidad.
Romanización del territorio
El proceso de romanización en Lusitania fue gradual, desigual y complejo. No implicó la desaparición inmediata de la cultura indígena, sino su progresiva transformación bajo los modelos políticos, económicos y culturales de Roma. A través de las ciudades, el ejército, las vías de comunicación, la administración y la religión oficial, el mundo romano se impuso como referente de prestigio, orden y pertenencia.
Ciudades como Emerita Augusta, Olisipo (Lisboa), Conimbriga, Norba Caesarina (Cáceres) o Scallabis (Santarém) se convirtieron en núcleos de vida urbana, con foros, termas, templos, teatros, acueductos y sistemas de alcantarillado, que contrastaban con el modelo rural y castreño de época prerromana. Estas ciudades actuaron como polos de atracción para las élites indígenas, muchas de las cuales adoptaron la lengua latina, se integraron en el sistema clientelar romano y accedieron a los beneficios del comercio, la propiedad legal o la ciudadanía.
Uno de los pilares de la romanización fue la red viaria, que conectó Lusitania con el resto de Hispania y del Imperio, facilitando el movimiento de tropas, mercancías e ideas. La Vía de la Plata, que unía Mérida con Astorga, es uno de los ejemplos más destacados de esta infraestructura, que permitió articular el territorio de forma duradera.
La romanización también tuvo un fuerte impacto en el plano simbólico y religioso. Los dioses romanos fueron asimilados por las élites locales, aunque en muchas ocasiones los cultos indígenas perduraron bajo formas sincréticas, como demuestra la pervivencia del culto a divinidades como Endovélico, Ataecina o Nabia, adaptadas a modelos latinos. De igual modo, las formas de enterramiento, la arquitectura doméstica y la onomástica evolucionaron lentamente hacia estándares romanos.
Sin embargo, es importante subrayar que este proceso no fue homogéneo: mientras las ciudades experimentaron una rápida transformación, el medio rural conservó durante generaciones estructuras, creencias y lenguas propias, adaptándose parcialmente al nuevo sistema, pero sin perder del todo su legado indígena.
Huella cultural: topónimos, influencia en la identidad portuguesa
A pesar de su derrota militar y de la integración plena en el mundo romano, la huella cultural de los lusitanos ha perdurado hasta nuestros días, especialmente en el territorio del actual Portugal. El topónimo “Lusitania”, empleado por los romanos para designar la provincia creada sobre el antiguo territorio lusitano, pasó a convertirse en sinónimo poético y simbólico de Portugal en la Edad Media y Moderna. Escritores, cronistas y poetas portugueses utilizaron el término “Lusos” o “lusitanos” para referirse a su propio pueblo, convirtiendo a Viriato en un héroe fundacional, comparable a figuras como Vercingétorix en Francia o Arminio en Alemania.
Este uso simbólico no fue meramente literario. A lo largo de los siglos, el nombre de Lusitania se cargó de connotaciones identitarias, especialmente en el contexto del Renacimiento, cuando la recuperación de la Antigüedad clásica llevó a las naciones europeas a buscar sus raíces en el pasado romano o prerromano. En el caso portugués, la identificación con los lusitanos permitió reivindicar una antigüedad heroica, independiente y resistente, muy útil en la construcción de una conciencia nacional.
Además del plano simbólico, numerosos topónimos actuales en Portugal y el oeste de España conservan raíces de origen lusitano o prerromano. Nombres de ríos como el Tajo, el Duero o el Zêzere, y de localidades como Braga, Évora, Sintra o Guarda, reflejan esta continuidad lingüística. Del mismo modo, algunos apellidos, cultos populares y fiestas locales pueden conservar rastros indirectos de tradiciones ancestrales, transformadas por el paso del tiempo pero ancladas en un sustrato cultural muy antiguo.
En definitiva, la integración de los lusitanos en el Imperio romano no supuso la desaparición total de su identidad, sino su reformulación bajo una nueva hegemonía. Aunque asimilados en lo político y lo institucional, su memoria ha resistido en la toponimia, en los símbolos nacionales y en la historiografía, proyectándose como parte del imaginario colectivo portugués y como ejemplo de la complejidad cultural de la península ibérica en la Antigüedad.
Legado
El recuerdo de los lusitanos, y especialmente de Viriato, no se desvaneció tras su derrota ni con la consolidación del poder romano. Al contrario, a lo largo de los siglos, su figura fue reinterpretada, idealizada y utilizada como símbolo de resistencia, libertad y orgullo identitario. Este proceso de resignificación histórica convirtió al antiguo caudillo lusitano en una referencia central dentro del imaginario colectivo portugués y en una figura evocadora también en la historiografía española y europea. Más allá de su contexto original en el siglo II a. C., Viriato ha llegado hasta el presente como una encarnación mítica del valor indígena frente al imperialismo, y como uno de los personajes más reivindicados del pasado prerromano de la península ibérica.
Viriato como símbolo nacional en Portugal
En Portugal, la figura de Viriato ha sido elevada a la categoría de símbolo nacional, especialmente desde el siglo XIX, cuando los movimientos románticos y nacionalistas europeos buscaron héroes fundacionales en el pasado antiguo para legitimar las naciones modernas. En este contexto, Viriato fue rescatado como un modelo de resistencia contra la dominación extranjera, un líder que defendió su tierra con valentía, astucia y dignidad, enfrentando con éxito a la potencia más poderosa de su tiempo.
Durante el siglo XIX, en plena consolidación del Estado portugués como nación moderna, la figura de Viriato fue integrada en el discurso oficial como un antepasado heroico del pueblo portugués, vinculado al carácter fuerte, montañés y resistente del interior del país. Monumentos, poemas épicos, tratados históricos y representaciones artísticas contribuyeron a popularizar su imagen. La expresión “filhos de Viriato” (hijos de Viriato) comenzó a emplearse como forma poética o política de aludir a los portugueses, reforzando una continuidad simbólica entre la Lusitania antigua y la nación contemporánea.
El más destacado de estos homenajes fue la construcción de una estatua de Viriato en Viseu, ciudad del norte de Portugal, en 1940. Obra del escultor Mariano Benlliure, la escultura presenta al héroe de pie, altivo, envuelto en un manto, con la espada levantada y el rostro firme, mirando al horizonte. Esta representación se convirtió en uno de los íconos visuales más reconocibles del nacionalismo portugués de mediados del siglo XX. A lo largo de los siglos, su nombre ha sido utilizado en escuelas, calles, asociaciones, unidades militares e incluso en discursos políticos como símbolo de unidad nacional y resistencia ante la adversidad.
Representaciones en la historiografía y la cultura popular
Desde la Antigüedad, Viriato despertó el interés de los cronistas romanos. Aunque sus enemigos, muchos autores —como Apiano, Diodoro de Sicilia o incluso Tito Livio— reconocieron en él cualidades admirables: disciplina, nobleza, valentía, estrategia y, sobre todo, una profunda fidelidad a su pueblo. Esta visión ambivalente —admiración y miedo— permitió que su figura fuera recuperada positivamente en la Edad Media y Moderna.
Durante el Renacimiento, con el redescubrimiento de las fuentes clásicas, Viriato fue incluido en las genealogías heroicas que legitimaban los reinos ibéricos. En el caso de Portugal, crónicas como las de André de Resende o Fernão Lopes ya lo mencionaban como ejemplo de nobleza lusitana. Más adelante, en la época barroca y romántica, su figura fue usada en literatura y arte como símbolo de virtud cívica frente a la tiranía.
En la historiografía española, Viriato fue igualmente reivindicado, aunque con un enfoque más generalista. Autores como Menéndez Pelayo o Modesto Lafuente lo integraron en la narrativa de la Hispania antigua como uno de los grandes defensores de la libertad frente a Roma, compartiendo protagonismo con los celtíberos, los cántabros o Numancia. En el siglo XX, tanto en la historiografía académica como en la escolar, su figura fue tratada con respeto y, en ocasiones, romanticismo.
La cultura popular también ha contribuido a perpetuar su figura. Viriato ha sido protagonista de novelas históricas, obras de teatro, cómics, series de televisión e incluso documentales divulgativos. Uno de los casos más conocidos en la televisión fue su aparición en la serie histórica española “Hispania” (2010–2012), donde se recreaba libremente su lucha contra los romanos. Aunque con importantes licencias narrativas, la serie volvió a popularizar su nombre entre el gran público y reactivó el interés por este episodio de la Antigüedad peninsular.
En el ámbito académico contemporáneo, el interés por Viriato ha resurgido como parte de los estudios sobre la resistencia indígena en el mundo romano. Su figura es objeto de análisis desde perspectivas históricas, arqueológicas, políticas y culturales, como ejemplo del proceso de conquista y asimilación de los pueblos nativos del Imperio. También ha sido analizado desde enfoques poscoloniales, como símbolo de las narrativas contrahegemónicas frente al discurso triunfalista de Roma.
En suma, Viriato no ha desaparecido de la memoria, sino que ha sido reinterpretado una y otra vez, adaptado a los contextos ideológicos y culturales de cada época. Su legado trasciende la historia estrictamente factual y se convierte en una construcción simbólica, rica, cambiante y polifacética, que expresa tanto el conflicto entre imperios y pueblos indígenas como la necesidad de las naciones modernas de hallar raíces heroicas en su pasado.
- 154 a.C.: Inicio de las Guerras Lusitanas
- 147–139 a.C.: Campañas de Viriato
- 139 a.C.: Muerte de Viriato
- 133 a.C.: Fin de la resistencia organizada lusitana
Lusitania
La provincia romana de Lusitania (en latín, Lusitania) es el nombre de una provincia romana en el oeste de la península ibérica. En época Republicana, desde el siglo II a. C., su territorio formaba parte de la provincia Hispania Ulterior. Su territorio ocupaba la mayor parte de la actual Portugal al sur del Duero y una zona de España, fundamentalmente Extremadura y la provincia de Salamanca. Su capital fue la ciudad de Augusta Emerita, en la actualidad Mérida.
Historia
Orígenes y Alto Imperio
Bajo Augusto, en 27 a. C., se creó la provincia de este nombre como provincia imperial, dirigida por un legado del emperador de rango pretorio, que se extendía en principio desde el Guadiana hasta el Cantábrico, ya que durante las guerras cántabras los territorios de galaicos, astures y cántabros fueron anexionados a ella. El primer legado fue Publio Carisio entre 26 a. C. y 22 a. C.
En 17 a. C., Augusto volvió a reorganizar las provincias hispanas, y los límites de la Lusitania se fijaron en el territorio comprendido entre el Duero y el Guadiana, con capital en Augusta Emerita (actual Mérida), incluyendo aproximadamente lo que hoy es Extremadura, Portugal (salvo la región entre el Miño y el Duero), casi toda la provincia de Salamanca, parte de la provincia de Zamora, el territorio occidental de la provincia de Ávila (incluyendo su capital) y el occidente de la provincia de Toledo (hasta zona de Talavera de la Reina, las llamadas Antiguas Tierras de Talavera ).
Su frontera con la provincia senatorial Bética seguía zonas circundantes al Anas (Guadiana) y separaba la Lusitania de la región bética denominada Beturia en las fuentes clásicas (territorio entre el Guadiana y el Guadalquivir). La Beturia estaba dividida en céltica y en Túrdula.
Los límites con la provincia imperial Tarraconensis empezaban en el curso bajo del Duero, continuaban por el curso del Tormes y las estribaciones septentrionales del Sistema Central, para alcanzar la divisoria entre las sierras de Gredos y Guadarrama y descender por las estribaciones meridionales del Sistema Central buscando la Sierra de Guadalupe y el Guadiana.
Tomó su nombre de los lusitanos (en latín: lusitani), fieros guerreros que opusieron una fuerte resistencia a la penetración romana (siglo II a. C.), hasta el punto de ser una de las regiones ibéricas que durante más tiempo luchó contra la invasión. En su territorio también se incluían otros tres pueblos, los vettones, los túrdulos veteres y los célticos de la Beturia.
Puente romano sobre la ribera de Eljas visto desde el lado portugués, mirando al lado español, edificado en época de Trajano. Foto: Caligatus. Dominio Público. Original file (2,048 × 1,536 pixels, file size: 681 KB).
Crisis del siglo III y el Bajo Imperio
Los límites de la provincia continuaron estables a lo largo de todo el siglo III, y la provincia solo se vio afectada por la represión de Septimio Severo contra los notables de las ciudades, particularmente de Augusta Emerita, que se habían declarado partidarios de su rival Clodio Albino entre los años 193 y 197.
A finales del siglo III, cuando Diocleciano se convirtió en emperador y creó el sistema de la Tetrarquía, procedió a reorganizar las provincias del Imperio. Así, en 298 la provincia Lusitania, cuyos límites se mantuvieron iguales a lo que tenía en la etapa anterior, fue integrada en la nueva Diocesis Hispaniarum, cuya capital fue colocada en Augusta Emerita, en la que, por tanto, residían el Praeses o gobernador de la provincia, que adquirió rango consular, y el vicarius o vicario de la diócesis.
Posteriormente, hacia 320, Constantino I integró la Diocesis Hispaniarum en la Prefectura del Pretorio de las Galias, permaneciendo la provincia tranquila durante el resto del siglo IV.
Natural de la provincia, fue el general Teodosio, y su hijo el emperador Teodosio I, que, según nos informan las fuentes conservadas, era natural de Cauca (Coca, Segovia), lo que supone una cierta ampliación de los límites de la provincia a costa de la provincia Carthaginense en un momento indeterminado del siglo IV.
La provincia fue dividida entre el imperio de Augusto y el de Claudio en tres conventus iuridicus para la correcta administración de justicia, que realizaban sendos legati iuridici nombrados por el emperador, aunque dependientes del gobernador provincial. Estos conventos eran:
- Conventus Emeritensis, con capital en Augusta Emerita (Mérida, España)
- Conventus Scalabitanus, con capital en Scalabis Iulia (Santarem, Portugal)
- Conventus Pacensis, con capital en Pax Iulia (Beja, Portugal)
La provincia romana de Lusitania. Original file (1,275 × 1,575 pixels, file size: 349 KB). User: Nuno Tavares.

Final de la provincia
Tras la invasión de los bárbaros de 409, la Lusitania, junto con la Baetica, fue ocupada por los vándalos asdingos y los alanos, y cuando estos, presionados por los visigodos, que actuaban como foederati del Imperio, abandonaron Hispania en 429, fue ocupada por los suevos desde sus bases en la Gallaecia, hasta que los visigodos a mediados del siglo V se hicieron con el control de Hispania. Sin embargo, parte de la antigua Lusitania, permaneció en manos de los suevos hasta época de Leovigildo.
En el nuevo reino visigodo de Toledo, la Lusitania se mantuvo como una de sus provincias, recibiendo un nutrido contingente de población germana en algunas de sus ciudades, como Augusta Emerita.
Al derrumbarse el reino visigodo en 711, el territorio fue fácilmente ocupado por los invasores musulmanes, aunque Augusta Emerita resistió durante algún tiempo y obtuvo por ello unas condiciones de rendición honrosas. Tras la llegada de los musulmanes, Lusitania pasó a denominarse Cora de Mérida hasta la caída del Califato de Córdoba siendo Mérida su capital. El final del ciclo lusitano acabó con la reconquista: el Condado Portucalense, alrededores de Oporto, se extendió al sur, quedándose con la parte occidental de Lusitania; y la parte oriental de Lusitania, (Extremadura y parte de la provincia de Salamanca), pasó a manos del reino de León.