Celebración familiar judía con una menorá encendida — © Drazenphoto. (Envato Elements). La menorá es un candelabro de siete brazos que simboliza la luz, la sabiduría y la presencia divina en la tradición judía. En el antiguo Templo de Jerusalén permanecía encendida como señal de vida espiritual y de iluminación interior. Sus siete lámparas representan la armonía del mundo —seis brazos que rodean un eje central— y la idea de que el conocimiento y la luz moral deben irradiarse hacia todas las direcciones de la existencia.
1. Introducción
El judaísmo es, a la vez, una religión, una tradición cultural y una forma de vida ligada históricamente al pueblo judío. No se trata solo de un conjunto de creencias sobre Dios, sino también de una red de prácticas, leyes, costumbres, fiestas, lenguas, recuerdos históricos y vínculos comunitarios que han dado cohesión a este pueblo a lo largo de milenios.
Desde el punto de vista religioso, el judaísmo es una fe monoteísta: afirma la existencia de un único Dios, creador del mundo, que se revela y establece una alianza con Israel. Esa relación entre Dios y el pueblo judío está en el centro de sus textos sagrados, de su visión moral y de su manera de entender la historia. La Biblia hebrea, que los judíos llaman Tanaj, recoge tanto relatos de los orígenes y las experiencias del pueblo de Israel como leyes, poemas, oraciones y reflexiones proféticas.
Pero el judaísmo no se reduce a un libro. A lo largo del tiempo se ha desarrollado una tradición de interpretación muy rica, que incluye la Mishná, el Talmud y una extensa literatura rabínica. En conjunto, estos textos forman la base de la Halajá, la ley judía, que orienta la vida cotidiana: qué comer, cómo rezar, cómo celebrar las fiestas, cómo regular el matrimonio, el trabajo, la justicia y las relaciones con los demás.
El judaísmo es también una identidad colectiva. A lo largo de la historia, los judíos han vivido tanto en la antigua tierra de Israel como en la diáspora, dispersos por distintos países y continentes. Esta dispersión ha dado lugar a comunidades con tradiciones propias —asquenazíes, sefardíes, mizrajíes, entre otras—, que comparten un núcleo común de creencias y prácticas, pero han desarrollado lenguas, músicas, cocinas y costumbres particulares.
Históricamente, el judaísmo es una de las religiones más antiguas que siguen vivas. Sus raíces se remontan a los antiguos reinos de Israel y Judá y a las experiencias que la tradición bíblica atribuye a figuras como Abraham, Moisés o los profetas. A lo largo de los siglos, el pueblo judío ha pasado por momentos de independencia y de exilio, de convivencia y de persecución, incluyendo la destrucción del Templo de Jerusalén en la Antigüedad y, ya en época contemporánea, la tragedia de la Shoá o Holocausto.
Al mismo tiempo, el judaísmo ha ejercido una influencia decisiva en otras religiones y culturas. El cristianismo y el islam, por ejemplo, proceden en gran medida de la tradición bíblica y comparten con el judaísmo muchos relatos, figuras y conceptos. Más allá del ámbito religioso, ideas como la dignidad de la persona, la importancia de la justicia social o el valor del estudio han tenido también eco en la cultura occidental.
En la actualidad, el judaísmo se presenta en formas muy diversas. Existen corrientes más tradicionales y otras más reformistas, comunidades religiosas muy observantes y judíos que se sienten sobre todo vinculados a la herencia cultural o histórica, más que a la práctica religiosa estricta. Sin embargo, a pesar de esta diversidad, siguen siendo elementos centrales la memoria compartida, el estudio de los textos, la celebración de las fiestas y la conciencia de pertenecer a una misma historia.
Los rollos de la Torá, abiertos para su lectura en público en la sinagoga. Autor: Merlin. CC BY 2.5. Original file (1,600 × 1,064 pixels, file size: 191 KB).
El término judaísmo se refiere a la religión, tradición y cultura del pueblo judío. Históricamente, es la más antigua de las tres principales religiones abrahámicas, grupo que incluye el cristianismo y el islam. Cuenta con el menor número de fieles entre ellas.
Aunque no existe un cuerpo único que sistematice y fije el contenido dogmático del judaísmo, su práctica se basa en las enseñanzas de la Torá, también llamada Pentateuco, compuesto por cinco libros. A su vez, la Torá o el Pentateuco es uno de los tres libros que conforman el Tanaj (el Antiguo Testamento de la Biblia cristiana), a los que los creyentes atribuyen inspiración divina.
En la práctica religiosa ortodoxa, la tradición oral también desempeña un papel importante. Según sus creencias, fue entregada a Moisés junto con la Torá y conservada desde su época y la de los profetas. La tradición oral rige la interpretación del texto bíblico, la codificación y el comentario. Esta tradición oral habría sido transcrita en la Mishná, que posteriormente sería la base del Talmud y de un enorme cuerpo exegético, desarrollado hasta el día de hoy por los estudiosos. El compendio de las leyes extraídas de estos textos forma la ley judía o Halajá.
El rasgo principal de la fe judía es la creencia en un Dios omnisciente, omnipotente, personal y providente, que habría creado el universo y elegido al pueblo judío para revelarle la ley contenida en los Diez Mandamientos y las prescripciones rituales de los libros tercero y cuarto de la Torá. Consecuentemente, las normas derivadas de tales textos y de la tradición oral constituyen la guía de vida de los judíos, aunque su observancia varía mucho de unos grupos a otros.
Otra de las características del judaísmo que lo diferencia de las otras religiones monoteístas radica en que se considera no solo como una religión, sino también como una tradición, una cultura y una nación. Las otras religiones trascienden varias naciones y culturas, mientras que el judaísmo considera la religión y la cultura concebidas para un pueblo específico.
El judaísmo no exige de los no judíos (gentiles) unirse al pueblo judío ni adoptar su religión, aunque los conversos son reconocidos como judíos en todo el sentido de la palabra. Existe una opción religiosa, el noajismo, que permite a los gentiles cumplir los preceptos del judaísmo sin convertirse.
A lo largo de la Antigüedad, los pueblos hebreos se asentaron en la región histórica de Canaán —un área que más tarde daría lugar a los antiguos reinos de Israel y Judá—, y que en épocas sucesivas recibiría diferentes nombres según las potencias que la gobernaron.
- «Jewish Population Rises to 15.2 million Worldwide».
- Proyecto CSIC
- La música de los judíos de Etiopía, los Beta Israel.
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2. Identidad judía. Orígenes históricos y geográficos del pueblo judío
Tras esta primera aproximación al “pueblo judío” como realidad religiosa, cultural e histórica, conviene situar sus orígenes en un espacio y en un tiempo concretos. Las tradiciones judías se formaron en una franja de territorio relativamente pequeña, pero de enorme importancia histórica, situada en el Próximo Oriente, en la costa oriental del Mediterráneo. Esa región, a la que las fuentes antiguas llaman Canaán y que más tarde será conocida con nombres como Israel, Judá o Palestina, funcionó durante siglos como un corredor entre grandes imperios: Egipto al sur, Mesopotamia al este y, más tarde, las potencias grecorromanas. Por ella pasaban caravanas, ejércitos, comerciantes y migraciones, de modo que fue un espacio de encuentros, tensiones y mezclas culturales continuas.
En ese entorno geográfico, entre colinas, valles y ciudades amuralladas, se fueron configurando las comunidades que la tradición bíblica relaciona con los antiguos hebreos. La Biblia hebrea presenta los orígenes del pueblo judío a través de figuras como Abraham, Isaac y Jacob, que aparecen como antepasados y modelos fundadores. Desde un punto de vista creyente, estos relatos tienen un carácter sagrado y constituyen el núcleo de una memoria colectiva. Desde una mirada histórica, pueden leerse como narraciones identitarias que buscan explicar de dónde viene un pueblo, cuáles son sus vínculos con una tierra concreta y qué relación establece con su Dios.
En este proceso temprano es importante distinguir varios nombres que, aunque hoy se usan a veces como sinónimos, tienen matices distintos. El término “hebreos” suele emplearse para designar a los grupos antiguos relacionados con estas tradiciones, especialmente en los relatos bíblicos más antiguos. “Israelitas” se refiere a las poblaciones y tribus que, según esas mismas tradiciones, formaron más tarde el pueblo de Israel en la tierra de Canaán. Finalmente, “judíos” se convertirá en el nombre más habitual a partir de ciertos momentos de la historia, especialmente tras la desaparición de los antiguos reinos y la centralidad de la región de Judá y de Jerusalén. Cada término remite a una etapa histórica y a un contexto, pero todos forman parte de la misma larga cadena de memoria y de identidad.
La ubicación de estas comunidades en una zona de paso tuvo consecuencias profundas para su historia. La tierra en la que vivían no era un espacio aislado, sino un territorio disputado. A lo largo de los siglos, distintos imperios reclamaron el control de la región, ya fuera por su valor estratégico, por sus rutas comerciales o por su posición como frontera entre grandes potencias. Esto hizo que la historia del pueblo judío esté marcada, desde muy pronto, por experiencias de dominación extranjera, exilios, diásporas y retornos. Al mismo tiempo, esa situación contribuyó a forjar una fuerte conciencia de identidad: conservar la propia ley, las costumbres y la memoria de los antepasados se convirtió en una forma de resistencia frente a la presión exterior.
El vínculo entre el pueblo y la tierra no puede entenderse solo en términos políticos o militares. Para la tradición judía, ese territorio tiene también un significado religioso profundo. Los relatos bíblicos describen la relación con la tierra como una historia de promesa, de alianza y de responsabilidad. Vivir en ella no es únicamente un hecho geográfico, sino también una forma de responder a Dios, de cumplir mandamientos y de organizar la vida cotidiana según una serie de normas éticas y rituales. Aunque la mirada histórica intenta describir estos procesos con prudencia, resulta difícil separar por completo la dimensión geográfica de la espiritual, porque ambas se han entrelazado durante siglos en la conciencia del pueblo judío.
Con el tiempo, las comunidades israelitas se estructurarán en formas políticas más complejas, que darán lugar a los antiguos reinos de Israel y de Judá. Esos reinos, con sus capitales, sus instituciones y sus conflictos, ocuparán un lugar central en la memoria histórica y religiosa del judaísmo. Sin embargo, antes de llegar a esa etapa más avanzada, es importante quedarse con esta idea básica: el pueblo judío nace en un espacio pequeño, pero cargado de significado, situado entre grandes civilizaciones y atravesado por rutas comerciales e influencias externas. En ese escenario, entre la presión de los imperios y la fidelidad a una tradición propia, irá tomando forma una identidad que combina elementos étnicos, religiosos, culturales y territoriales.
Este es el marco general que permite entender mejor lo que vendrá después: la formación de los reinos, la destrucción del Templo, los exilios, la diáspora y la evolución posterior del judaísmo. A partir de aquí, los siguientes apartados podrán detenerse con más detalle en cada una de esas etapas históricas, pero teniendo siempre presente este origen: un pueblo que se reconoce a sí mismo a través de una memoria compartida, ligado a una tierra concreta y obligado a dialogar, a veces de forma pacífica y otras veces traumática, con las grandes potencias de su entorno.
¿Quién es judío?
Después de situar los orígenes históricos del pueblo judío, surge una pregunta esencial que ha acompañado a esta tradición durante siglos: quién puede considerarse judío. La respuesta no es única, porque combina elementos de nacimiento, religión, ley tradicional e incluso historia colectiva. A lo largo del tiempo, las comunidades judías han mantenido una idea fuerte de pertenencia, pero también han convivido con situaciones muy diversas que han influido en su manera de definirse.
Una forma clásica de pertenecer al pueblo judío es el nacimiento. En la tradición rabínica, que se consolidó después de la Antigüedad, se considera judía a la persona nacida de madre judía. Este criterio materno ha tenido un gran peso durante siglos, porque ofrecía una base clara para determinar la continuidad familiar y comunitaria. Sin embargo, el judaísmo también reconoce la posibilidad de entrar en el pueblo por decisión propia. La conversión es un proceso antiguo y respetado, que implica un aprendizaje, una aceptación de la ley judía y una integración plena en la comunidad. La persona que se convierte no es vista como “menos judía”, sino como alguien que ha asumido esa identidad de forma consciente y responsable.
El papel de la halajá —la ley religiosa judía— es fundamental para entender estas definiciones. La halajá recoge normas, interpretaciones y decisiones rabínicas que guían muchos aspectos de la vida judía, incluida la cuestión de la identidad. Sin embargo, no todas las corrientes del judaísmo interpretan la halajá del mismo modo. El judaísmo ortodoxo mantiene los criterios tradicionales de nacimiento materno y conversión estricta. El judaísmo conservador acepta estos criterios, pero con ciertos matices. Las corrientes reformistas y liberales, especialmente presentes en el mundo occidental, amplían la definición e incluyen también a quienes nacen de padre judío o se identifican sinceramente como parte del pueblo. Estas diferencias no son simples discusiones legales, sino reflejo de la diversidad de comunidades, países y sensibilidades dentro del mundo judío contemporáneo.
Otro aspecto importante es la relación entre judíos de la diáspora y judíos de Israel. Desde hace casi dos mil años, el pueblo judío ha vivido repartido por muchos países, formando comunidades con historias propias en Europa, el norte de África, Oriente Medio y más tarde América y otras regiones. Esta dispersión, conocida como diáspora, generó una enorme variedad cultural y lingüística: judíos asquenazíes en Europa central y oriental, sefardíes en el Mediterráneo, mizrajíes en tierras árabes y persas, entre otros. Cada grupo desarrolló tradiciones particulares, pero sin perder el vínculo con una identidad común. Con la creación del Estado de Israel en 1948, surgió una nueva situación histórica. Hoy conviven judíos que viven en Israel y judíos que viven en la diáspora, con experiencias distintas, lenguas distintas y, a veces, formas diferentes de entender la identidad. Aun así, siguen reconociéndose parte del mismo pueblo, con una memoria y una tradición compartidas.
En conjunto, la pregunta “quién es judío” no tiene una sola respuesta. Es una realidad que se ha construido a lo largo del tiempo combinando familia, ley religiosa, historia común y, en muchos casos, una decisión personal de pertenencia. Esa complejidad forma parte de la riqueza del mundo judío y explica por qué su identidad sigue viva, diversa y en movimiento.
Judíos por nacimiento y conversión
La pertenencia al pueblo judío puede entenderse de dos maneras principales: por nacimiento o por conversión. La tradición rabínica, que se consolidó después de la Antigüedad, considera judía a la persona nacida de madre judía. Este criterio materno se mantuvo durante siglos porque ofrecía una referencia clara para garantizar la continuidad familiar y comunitaria. No era solo una cuestión biológica, sino también una forma de preservar la identidad en tiempos de dispersión, persecuciones o mezclas culturales.
Junto al nacimiento, el judaísmo reconoce desde antiguo la posibilidad de entrar en el pueblo mediante la conversión. Este proceso implica estudio, compromiso y la aceptación sincera de la vida judía. Una vez completado, la conversión otorga exactamente la misma condición que el nacimiento; no existe una diferencia entre el judío por linaje y el judío que entra por convicción personal. Ambos forman parte plena del pueblo y comparten las mismas obligaciones y derechos dentro de la comunidad.
En realidad, estas dos vías —familia y elección— muestran un rasgo profundamente característico del judaísmo: la identidad se transmite, pero también se puede asumir de forma consciente. Esta combinación de continuidad y apertura explica cómo el pueblo judío ha perdurado a lo largo del tiempo, manteniendo una memoria común sin perder su capacidad de integración.
El papel de la halajá y las distintas corrientes
La identidad judía no se entiende únicamente desde la historia o la tradición familiar, sino también a través de la halajá, la ley religiosa que reúne siglos de interpretación, normas y enseñanzas rabínicas. La halajá ha sido, durante mucho tiempo, el marco que determinaba quién pertenecía al pueblo judío y cómo debía vivirse esa pertenencia. A partir de ella se establecieron criterios como la transmisión materna o los requisitos para la conversión, y estos principios influyeron en la cohesión de las comunidades a lo largo de los siglos.
Sin embargo, el judaísmo nunca ha sido completamente uniforme. Con el paso del tiempo surgieron distintas corrientes religiosas, cada una con su manera de interpretar la halajá. El judaísmo ortodoxo mantiene las normas tradicionales y entiende la identidad de forma muy fiel a los criterios clásicos. El judaísmo conservador conserva también la autoridad de la halajá, aunque permite ciertas adaptaciones. Las corrientes reformistas y liberales, más presentes en países occidentales, acentúan el aspecto cultural y espiritual del judaísmo y aceptan definiciones más amplias de pertenencia, como el reconocimiento del linaje paterno o una mayor flexibilidad en los procesos de conversión.
Estas diferencias no deben verse como rupturas, sino como expresiones de la diversidad del mundo judío en contextos distintos. Todas ellas comparten una raíz común, aunque interpreten la ley de forma diferente. En esa variedad se refleja cómo el judaísmo, aun siendo una tradición antigua, ha sabido adaptarse a la vida moderna sin perder su memoria histórica ni su sentido de continuidad.
Judíos de la diáspora y judíos de Israel
La historia del pueblo judío está marcada por una larga experiencia de dispersión. Desde la Antigüedad, y especialmente tras la destrucción del Segundo Templo en el año 70 d. C., grandes grupos de judíos se establecieron fuera de la tierra histórica de Israel. Esta dispersión dio lugar a la diáspora, un entramado de comunidades repartidas por Europa, el Mediterráneo, Oriente Medio y, más tarde, América y otras regiones del mundo. Cada una desarrolló lenguas, costumbres y tradiciones propias, pero todas mantuvieron un vínculo con la memoria común del pueblo judío y con la herencia religiosa que las unía a sus orígenes.
La vida en la diáspora creó formas de identidad muy variadas. Aparecieron comunidades asquenazíes en Europa central y oriental, sefardíes en torno al Mediterráneo y mizrajíes en tierras árabes y persas. Cada una de ellas aportó matices culturales distintos, desde liturgias y melodías particulares hasta usos familiares y modos de estudiar la tradición. Esta diversidad dio al judaísmo una riqueza interna muy notable, aunque en ocasiones también generó diferencias y tensiones. Aun así, lo esencial es que, pese a la distancia geográfica y las transformaciones históricas, estas comunidades siguieron reconociéndose parte de un mismo pueblo, unido por su memoria y su ley.
Con la creación del Estado de Israel en 1948, la historia judía entró en una nueva etapa. Surgió un centro político moderno en la tierra que había sido el referente espiritual y cultural durante siglos. Desde entonces conviven los judíos que viven en Israel y los que siguen viviendo en la diáspora. Sus experiencias son a veces muy distintas: la vida en Israel está marcada por un entorno político propio, una lengua nacional recuperada —el hebreo moderno— y una sociedad formada por inmigrantes llegados de muchos países. La diáspora, en cambio, mantiene comunidades que se han integrado en distintos mundos culturales, con modos de vida propios y realidades políticas muy diversas.
A pesar de esas diferencias, existe un fuerte sentimiento de continuidad. La idea de un pueblo compartido no desaparece y, aunque cada comunidad tenga su historia particular, todas forman parte de una misma tradición que se ha transmitido a lo largo de generaciones. El diálogo entre judíos de la diáspora y judíos de Israel es hoy una de las características más interesantes del judaísmo contemporáneo: un intercambio constante entre quienes viven en la tierra histórica y quienes han mantenido la tradición fuera de ella durante siglos.
Hebreos, israelitas y judíos: una distinción básica
A lo largo de la historia aparecen tres términos que a veces se usan como si fueran equivalentes, pero que tienen significados distintos según la época: hebreos, israelitas y judíos. Conviene aclararlo para evitar confusiones. El término “hebreos” es el más antiguo y se emplea para designar a los grupos relacionados con los patriarcas bíblicos, así como a comunidades semínomadas que vivieron en la región de Canaán durante el segundo milenio antes de nuestra era. Es un nombre que aparece tanto en la tradición bíblica como en textos de civilizaciones vecinas y describe una etapa muy temprana de la que surgirán identidades más definidas.
Con el tiempo, estas comunidades se organizaron de forma más estable y dieron lugar a los israelitas, el pueblo que según la tradición desciende de Jacob, llamado Israel. El término se asocia a las tribus que se asentaron en la tierra de Canaán y que, con el paso de los siglos, formaron los antiguos reinos de Israel y de Judá. Es una identidad ya más concreta, vinculada a un territorio, a instituciones propias y a una historia política reconocible.
El término judíos aparece más tarde y procede del nombre de Judá, una de las tribus israelitas y del reino que continuó existiendo tras la caída del reino del norte. Después del exilio en Babilonia, la identidad judía se consolidó en torno a la ley, la memoria religiosa y la vida comunitaria, convirtiéndose en la forma principal de designar al pueblo hasta la actualidad. Por eso se suele decir que los hebreos son el origen, los israelitas la etapa histórica intermedia y los judíos la continuidad religiosa y cultural que ha llegado hasta hoy.
Inspiración bíblica en el arte. Julius Schnorr von Carolsfeld, Dios le muestra a Abraham las estrellas, grabado, 1860. La palabra de Dios es fuente de esperanza para Abraham y fuente de inspiración en el arte: «Ahora mira al cielo y cuenta las estrellas, si te es posible contarlas. Y le dijo: Así será tu descendencia.» —Génesis 15:5. Julius Schnorr von Carolsfeld – Der Literarische Satanist. Dominio Público. Woodcut for «Die Bibel in Bildern», 1860.
Los hebreos (del latín Hebraei y del griego antiguo Hebraioi [Ἑβραῖοι], y ambos a su vez del hebreo ‘Ivrīm [עברים]) son un antiguo pueblo semita del Levante mediterráneo (Cercano Oriente) establecidos en el año 616 a. C., conocidos también como pueblo judío.
La tradicional fuente de referencia para los hebreos es la Biblia, cuyo contenido también se encuentra en las escrituras hebreas de la Torá. Según estas fuentes, los hebreos constituyen el grupo monoteísta inicial, que es descendiente de los patriarcas posdiluvianos Abraham, Isaac y Jacob.
Según la Biblia y las tradiciones hebraicas (orales y escritas), los hebreos fueron originarios de Mesopotamia. Eran nómadas, vivían en tiendas, poseían rebaños de cabras y ovejas, utilizando asnos, mulas y camellos como portadores. Siguiendo a Abraham, los hebreos emigraron hacia Canaán, la tierra prometida por Dios a los descendientes del primer patriarca. Varias tablillas descubiertas en Mari certifican frecuentes migraciones a través del Creciente Fértil.
Abraham es considerado el primer hebreo por dejar su Caldea natal, y haber atravesado «del otro lado del río» Éufrates. El patriarca y los suyos se asientan en Canaán: en Siquem (actual Nablus), Beerseba o Hebrón. Poco a poco, se mezclan con los pobladores locales y se convierten en agricultores sedentarios. El pueblo de Israel era vecino de otros, como los edomitas, moabitas, amonitas e ismaelitas. El rasgo distintivo de los hebreos fue su convicción en la existencia de un único Dios (Yavé o Jehová). Según los textos del Tanaj, el pueblo de Israel es elegido por Dios para la revelación de principios fundamentales (tales como los Diez Mandamientos contenidos en la Torá) y es con el primer patriarca del pueblo hebreo que Dios establece su Alianza o Pacto, también conocido como Convenio Abrahámico:
Deja tu tierra natal y la casa de tu padre, y ve al país que yo te mostraré. Yo haré de ti una gran nación y te bendeciré; engrandeceré tu nombre y serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré al que te maldiga, y por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra. —Génesis 12:1-3.
En la Biblia, Israel es el nombre nacional de los hebreos. Inicialmente y en su condición tribal, los hebreos no poseían un nombre que los distinguiese históricamente como grupo. El cambio del nombre del tercer patriarca, quien de «Jacob» pasa a llamarse «Israel» (Génesis 32:24 y 32:28) es reflejo el hecho histórico conocido como unión de las tribus hebreas iniciales y de su triunfo sobre los cananeos. O, dicho de otro modo, «hebreos» eran antes de la conquista de la tierra de Canaán e «israelitas» se les llamará a partir de dicho acontecimiento (siglo VI a. C.).
En la actualidad, «hebreo» se emplea para designar a todo aquel que sea miembro o descendiente del pueblo de Abraham, Isaac, y Jacob. Hebreo es hoy además sinónimo de israelita y judío.
En algunos idiomas modernos, entre ellos el griego, italiano, rumano y muchas lenguas eslavas, «hebreos» es empleado como etnónimo estándar de los judíos.
Creencias, ritos y ética
Monoteísmo
Los hebreos creen en un Dios exclusivamente. En la Antigüedad, el mundo que rodeaba a los hebreos era politeísta, fetichista e idólatra. La tradición —en este caso hebrea e islámica—, ha preservado una significativa leyenda acerca del rechazo de Abraham respecto a los ídolos (aniconismo), cosa que lo condujo a una eventual destrucción de los mismos.
Los hebreos creen en Yahvé (o Jehová). Por respeto, evitan deliberadamente mencionar o por lo general escribir su nombre propio. Suelen referirse a Dios como Ha-Shem («El Nombre» [de Dios]) o Barúj Ha-Shem (Bendito [es/sea] el Nombre [de Dios]). Los hebreos emplean además expresiones tales como Elohím (literalmente «Dioses», pero significando «Dios de Dioses»), El-Elión («Dios Supremo» o «El Altísimo»), El-Shadái (Dios Todopoderoso) y El Ha-Rajamím (Dios Misericordioso). Le asignan también muchos otros nombres y, entre ellos, frecuente es el uso de Adón («Señor»), Adonái («Mi Señor») así mismo como Eli («Mi Dios») y Eloheinu («Nuestro Dios»).
En la escritura, el nombre propio de Dios (Yahvé o Jehová) es expresado a través de cuatro letras hebreas (יהוה «YHVH») a las que los hebreos, por respeto al «Creador del Mundo» (Boré Ha-Olám) y «Rey del Universo» (Mélej Ha-Olám), se abstienen de pronunciar. Por estar en hebreo compuesta de cuatro letras, la palabra en cuestión es denominada «Tetragrámaton».
Yahvé no posee forma humana ni tampoco es la Naturaleza, sino su creador. Es espíritu y posee además atributos que le son propios (es eterno, todopoderoso, etc.). Pero los hebreos siguen el camino del aniconismo y evitan por lo tanto representarlo en términos visuales.
Pacto y Alianza
Yahvé realiza su Pacto con Abraham, quien actúa en representación del pueblo hebreo. Dios se compromete a brindarle protección y ayuda constantes, una descendencia muy numerosa y la tierra prometida (Canaán). El pueblo hebreo se compromete por su parte a ser incondicionalmente fiel a Yahvé y a la aceptación de su voluntad divina.
La prueba o demostración del acuerdo entre Dios y Abraham se da a través del rito de la circuncisión, por medio del cual se selló el pacto. Ella constituirá además una señal de la sumisión y fidelidad de los hebreos para con Dios. Los hebreos son a partir de ese entonces los «Hijos del Pacto» (Bnei Brit). Una vez practicada, la circuncisión por otra parte constituye de por sí una característica que les otorga a los descendientes de Abraham identidad, pertenencia para con el grupo inicial e identificación para con lo pactado por el primer patriarca hebreo. Todo varón de la casa de Abraham o descendiente del mismo era circuncidado a los ocho días de nacer y recibía entonces su nombre. La alianza entre Dios y el pueblo hebreo es posteriormente ratificada en el Monte Sinaí, al recibir Moisés las Tablas de la Ley con los Diez Mandamientos.
Los hebreos creen en la llegada futura de un Mesías y en el papel protagónico del pueblo hebreo en ello, ya que según las Escrituras es precisamente de ese pueblo que surgirá el Mesías.
La tradición judía mantiene la esperanza en la llegada futura del Mesías, una figura descendiente de la casa de David que inaugurará una era de justicia y paz. Esta expectativa, profundamente arraigada en las Escrituras hebreas, dio lugar a interpretaciones distintas en el siglo I. Para el judaísmo, el Mesías aún no ha llegado, mientras que el cristianismo identifica esta figura con Jesús, lo que marcó el inicio de su propio camino religioso.
3. Fundamentos de la religión judía
La religión judía se basa en un conjunto de creencias y prácticas que se han desarrollado durante miles de años y que han acompañado la historia de un pueblo marcado por la memoria, la ley y la fidelidad a una tradición muy antigua. Estos fundamentos no surgen de un sistema teórico, sino de una experiencia religiosa vivida y transmitida de generación en generación. La relación entre el pueblo y Dios, la importancia de la ley, el sentido ético de la existencia y el valor de la comunidad forman el núcleo de esta tradición. Para comprender el judaísmo en su conjunto, conviene empezar por su idea central de Dios y por el monoteísmo ético que caracteriza a esta fe desde sus orígenes.
Dios (Yahveh / YHWH)
En el corazón del judaísmo está la creencia en un Dios único, conocido en la tradición bíblica por el nombre de YHWH, a menudo pronunciado con respeto como “Yahveh” o simplemente sustituido por expresiones como “Adonai” o “el Señor”. Esta divinidad no es un dios local, unido a un territorio concreto o a una función específica, como ocurría en muchas religiones antiguas, sino un Dios personal, creador del mundo y vinculado a la historia humana. La relación entre Dios y el pueblo de Israel se entiende como una alianza: un pacto en el que Dios se presenta como guía, protector y fuente de justicia, mientras que el pueblo se compromete a vivir según sus mandamientos.
Este Dios no aparece separado de la vida cotidiana, sino profundamente implicado en ella. Es un Dios que actúa, que habla a través de los profetas, que exige rectitud moral y que acompaña a las personas en su historia concreta. A lo largo de la Biblia hebrea, Dios se presenta como cercano pero a la vez misterioso, trascendente pero atento, capaz de mostrar misericordia y también de reclamar responsabilidad. Es una figura viva, no abstracta, cuya presencia da sentido a la historia del pueblo judío y orienta la vida de cada creyente.
Cuando se estudia a Yahvé desde una perspectiva histórica, y no desde la fe religiosa, aparece una imagen distinta a la que conocemos por la tradición bíblica. Los estudios actuales sitúan a Yahvé dentro del amplio mundo religioso de Canaán y de las culturas de Oriente Próximo. En sus orígenes, Yahvé fue una deidad vinculada al sur de la región, especialmente a zonas como Edom, el Arabá y el Sinaí, donde grupos nómadas y seminómadas lo veneraban mucho antes de que surgiera el judaísmo tal como lo conocemos. Las menciones más antiguas no proceden de la Biblia, sino de textos egipcios que hablan de los “shasu de Yahu”, un nombre que muchos estudiosos relacionan con el culto temprano a Yahvé.
Durante la Edad de Bronce y el comienzo de la Edad del Hierro, los primeros habitantes que luego formarían el pueblo de Israel practicaban un politeísmo similar al de sus vecinos cananeos. Yahvé convivía con otras divinidades importantes del panteón regional, como El, Astarté o Baal. De hecho, algunos investigadores interpretan que Yahvé pudo haber sido originalmente una manifestación o epíteto del dios El, la figura suprema de la religión cananea. Estos orígenes explican por qué, en los textos bíblicos más antiguos, Yahvé aparece como un “dios guerrero”, protector del grupo y líder de ejércitos divinos, una imagen muy típica de las culturas de la región.
A partir del siglo IX y VIII a. C., la arqueología y la epigrafía muestran cómo Yahvé fue adquiriendo un papel cada vez más destacado. Inscripciones encontradas en lugares como Kuntillet Ajrud revelan que Yahvé era venerado en distintos santuarios, tanto en el reino del norte (Israel) como en el sur (Judá). En este proceso, Yahvé se convirtió en la divinidad tutelar de ambos reinos, y con el tiempo absorbió los atributos de otras deidades. Hacia el siglo VII a. C., en plena inestabilidad política, la corte de Jerusalén promovió una centralización del culto en el Templo, lo que fortaleció la idea de un único Dios por encima de todos los demás.
El giro definitivo llegó durante y después del exilio en Babilonia (siglo VI a. C.). En ese periodo, un grupo de sacerdotes y escribas definió a Yahvé como el único Dios existente, creador del mundo y señor de toda la historia. Esta visión, apoyada por las autoridades persas al permitir el retorno a Judea, terminó convirtiéndose en la doctrina dominante. A partir de ese momento, el antiguo dios de un pueblo pequeño de Canaán se transformó en el centro de un monoteísmo universal, que más tarde influiría decisivamente en el judaísmo, el cristianismo y el islam.
Concepto de monoteísmo ético
Uno de los rasgos más originales del judaísmo es su monoteísmo ético. No se trata solo de creer en un único Dios, sino de entender que ese Dios exige una forma de vida basada en la justicia, la honestidad y el respeto al prójimo. El monoteísmo no es aquí una afirmación filosófica, sino una invitación a vivir de acuerdo con un conjunto de valores que se consideran universales. La unidad de Dios se relaciona con la unidad del comportamiento humano: si Dios es uno, la vida moral debe ser coherente y responsable.
Este enfoque ético aparece con claridad en los profetas, que insisten en que el culto a Dios no tiene sentido sin justicia social. Proteger al débil, ser honesto en los negocios, cuidar al extranjero y actuar con compasión forman parte de esta visión religiosa. La idea central es que la fe no se limita a ritos o creencias, sino que tiene consecuencias directas en la manera de vivir. Este monoteísmo ético fue una de las grandes aportaciones del judaísmo al mundo antiguo y tuvo una influencia decisiva en otras tradiciones religiosas posteriores.
Alianza —Pacto con el pueblo de Israel—
La idea de alianza es uno de los centros espirituales del judaísmo. No se trata solo de un acuerdo religioso, sino de una forma de entender la relación entre Dios y el pueblo de Israel como un vínculo vivo, histórico y ético. Según la tradición bíblica, Dios se dirige a los antepasados del pueblo —Abraham, Isaac y Jacob— y establece con ellos un compromiso mutuo: Él será su Dios y los acompañará en su camino, y ellos, a cambio, deberán vivir conforme a ciertos preceptos y transmitir esa fidelidad a las generaciones futuras. Esta promesa inicial se desarrolla más tarde en la figura de Moisés, cuando la alianza se amplía y se convierte en un marco que regula la vida colectiva, desde la justicia hasta las normas del culto.
La alianza no es un pacto entre iguales. Dios aparece como la parte que inicia el encuentro, pero la respuesta humana es fundamental. Por eso, la alianza tiene siempre dos dimensiones: por un lado, expresa la confianza de Dios en un pueblo concreto; por otro, exige responsabilidad, memoria y cumplimiento de la ley. Esta ley, que en la tradición judía se entiende como expresión de la voluntad divina, no se vive como una imposición ajena, sino como la manera de mantener viva la relación con Dios en la vida diaria.
A lo largo de la historia, la alianza ha funcionado como un punto de referencia espiritual en tiempos de estabilidad y, sobre todo, en momentos de crisis. Cuando el pueblo ha vivido exilios, dispersión o dificultades, la idea del pacto ha servido para preservar la identidad y para mantener la sensación de continuidad. No es un contrato que pueda romperse sin más, sino un compromiso permanente que acompaña al pueblo en su caminar histórico. Esta visión ha dado al judaísmo una profunda capacidad de resistencia y de fidelidad, entendiendo que la alianza es tanto una promesa divina como una tarea humana que se renueva en cada generación.
Una vieja biblia sobre una mesa de madera. © Rawpixel.
En la tradición bíblica, Dios es presentado como el Dios de Israel, pero no en un sentido exclusivo o limitado, sino como una divinidad que elige a un pueblo concreto para cumplir una misión dentro de la historia universal. Israel aparece como el depositario de una alianza particular, pero esa alianza no tiene como objetivo aislarlo del resto de la humanidad, sino convertirlo en un punto de contacto entre Dios y el mundo. En los textos antiguos, Dios se dirige a Israel como un pueblo pequeño entre los demás, pero al mismo tiempo se afirma que Él es el creador del universo y el juez de todos los pueblos, y que su relación con la humanidad entera no queda restringida por la elección de un solo pueblo. Lo que se confía a Israel —la ley, la ética, la memoria y la fidelidad— se presenta como una luz que debe irradiarse más allá de sus fronteras.
Desde esta perspectiva, la elección de Israel tiene un sentido histórico y pedagógico: es un camino mediante el cual Dios enseña, corrige, acompaña y revela su voluntad, con la intención de que esa revelación tenga un alcance más amplio. En los profetas aparece con fuerza la idea de que todas las naciones están bajo la mirada de Dios, que la justicia y la compasión son valores universales y que, al final, los pueblos del mundo reconocerán la obra de Dios más allá de sus propias fronteras. La elección de Israel no anula la dignidad del resto de la humanidad, sino que la orienta hacia un horizonte moral compartido.
En este contexto, las esperanzas mesiánicas tienen un papel importante. El judaísmo entiende que el Mesías será un futuro descendiente de la casa de David que traerá paz, justicia y restauración, pero no lo identifica con Jesús. Para el cristianismo, en cambio, Jesús es precisamente el cumplimiento de esas promesas y el punto donde la historia particular de Israel se abre definitivamente a la humanidad entera. La figura de Jesús se interpreta como el paso en el que el Dios de Israel actúa en favor de todos los pueblos, ofreciendo salvación y reconciliación más allá de cualquier identidad étnica o nacional. Para la fe cristiana, el Mesías esperado por Israel se convierte así en un salvador universal, capaz de unir la antigua alianza con un horizonte espiritual que abraza a toda la humanidad.
Esta diferencia marca dos caminos religiosos que comparten un origen común, pero que interpretan de manera distinta el sentido de la promesa. El judaísmo mantiene la espera de un Mesías futuro y entiende que la alianza con Dios sigue siendo un vínculo particular entre Él y el pueblo de Israel. El cristianismo, por su parte, ve en Jesús la realización de esa espera y la ampliación definitiva del proyecto divino hacia todos los seres humanos. En ambos casos, la visión de Dios como creador y juez del mundo permite comprender que, aunque la historia de Israel tenga un papel central, la mirada de Dios no se limita a un solo pueblo, sino que abarca a toda la humanidad.
Conceptos clave: pueblo elegido, ley, justicia, misericordia y tikún olam
Dentro del judaísmo hay una serie de ideas que ayudan a comprender cómo se entiende la relación entre Dios y la vida humana. Una de ellas es la noción de pueblo elegido, una expresión que a veces se malinterpreta. No significa superioridad ni privilegio, sino responsabilidad. Israel es “elegido” en el sentido de que recibe una tarea: mantener viva la alianza, transmitir la ley y actuar como ejemplo ético en un mundo que con frecuencia se aleja de la justicia. La elección se vive como un compromiso más que como un honor.
Ese compromiso se expresa a través de la ley, la Torá, que no es solo un conjunto de normas rituales o jurídicas, sino un camino de vida. La ley orienta el comportamiento cotidiano, invita a la coherencia moral y estructura la relación entre las personas. No se limita a lo religioso: incluye principios de convivencia, de honradez y de respeto. Para la tradición judía, vivir según la ley no es una carga, sino una forma de responder a la alianza y de expresar la fidelidad a Dios en la vida real.
En este marco, la justicia ocupa un lugar central. La Biblia hebrea insiste una y otra vez en que la verdadera fidelidad a Dios se demuestra con hechos concretos de justicia social: proteger al débil, actuar con rectitud, evitar el abuso de poder y construir una sociedad más equilibrada. De esta justicia brota la misericordia, entendida no como debilidad ni indulgencia fácil, sino como sensibilidad ante el sufrimiento del otro. La misericordia es una forma de mirar la fragilidad humana con compasión y de actuar con humanidad allí donde la ley podría volverse fría o excesivamente dura.
Todo esto conduce a un concepto profundamente característico del pensamiento judío: tikún olam, que puede traducirse como “reparar el mundo”. Es una idea que sintetiza la dimensión ética y espiritual de la tradición. Significa que el ser humano tiene la responsabilidad de contribuir a mejorar la realidad, de corregir injusticias, de cuidar a los demás y de esforzarse por que el mundo sea un lugar más justo y más habitable. Tikún olam expresa que la fe no se agota en creencias, sino que se concreta en acciones que buscan sanar aquello que está roto, tanto en la vida personal como en la sociedad.
Estos conceptos, unidos entre sí, forman un núcleo profundo del judaísmo: un Dios que llama, un pueblo que responde, una ley que orienta, una justicia que corrige, una misericordia que humaniza y un compromiso permanente de trabajar por la reparación del mundo. Es una visión religiosa que no se encierra en lo sagrado, sino que se despliega en la vida cotidiana y en las relaciones humanas.
