BIBLIOTECA GONZALO DE BERCEO
LA EMERGENCIA DEL INDIVIDUO EN LA EDAD MEDIA (I)
Situación de la soledad, siglos XI-XIII
Codo con codo, promiscuidad, algarabía —durante la época feudal, en efecto, jamás se había previsto en el interior de las grandes mansiones un lugar para la intimidad individual, como no fuese en el breve instante del fallecimiento, del gran tránsito hacia el otro mundo. Si uno se arriesgaba fuera del recinto doméstico, se seguía estando en grupo. Había que ser al menos dos, y si los compañeros no eran parientes, se ligaban entre sí mediante los ritos de la fraternidad, constituyendo así, para lo que el desplazamiento durara, una familia artificial. Desde el momento en que, hacia la edad de los siete años, considerados por entonces sexuados, salían los muchachos de la aristocracia del universo de las mujeres, se los lanzaba a la aventura, pero seguían estando, y para toda su vida, en el sentido más fuerte del término, englobados si se sentían llamados al servicio de Dios, reunidos en una escuela, bajo la guía de un maestro; de lo contrario, integrados en un equipo de análoga estructura, imitando los gestos de un patrón, su nuevo padre, siguiéndole cuando abandonaba su casa en defensa de su derecho mediante las armas, o para perseguir la caza en el bosque.
Una vez terminado el aprendizaje, los nuevos caballeros recibían también en grupo sus armas, en un enjambre organizado como una familia, puesto que era lo usual que el hijo del señor fuese armado caballero en compañía de los hijos de los vasallos. Ya no se dejaban nunca, asociados en la gloria o en el deshonor, ofreciéndose como fiadores o como rehenes unos por otros. Su banda, flanqueada por toda una tropa de servidores y a veces de clérigos para las plegarias, corrían de un torneo a otro, de un alegato, de una escaramuza a otra, indisociable, enarbolando los signos de su cohesión, sus colores o su contraseña, siendo la adhesión de todos estos camaradas que rodeaban el cuerpo de su jefe como una indispensable vestidura de familiaridad doméstica: una verdadera familia itinerante. De este modo, en la sociedad feudal, el espacio privado aparecía en realidad desdoblado, constituido por dos áreas distintas: una fija, en torno al hogar, cerrada; la otra desplazándose hacia el espacio público, no menos coherente, presentando en su seno las mismas jerarquías, reunida por los mismos procedimientos de control. Dentro de esta célula móvil, la paz y el orden se mantenían de la misma manera en virtud de un poder de la misma naturaleza, cuya misión consistía en organizar la defensa contra las agresiones del poder público que levantaba por ello hacia fuera un muro invisible tan sólido como el recinto de la casa. Este poder retenía y encerraba en su interior a los individuos, sometiéndolos a la disciplina común. Era un poder apremiante. Y si vida privada significa secreto, este secreto, necesariamente compartido por todos los miembros de la familia, era frágil y se aventaba con rapidez; si vida privada significa independencia, semejante independencia era a su vez colectiva. La investigación ha de centrarse, por tanto, sobre esta cuestión: ¿cabe discernir, durante los siglos XI y XII, en el seno de lo privado colectivo un elemento privado personal?
La sociedad feudal era de una estructura tan granulosa, formada por grumos tan compactos que cualquier individuo que aspirara a desprenderse de la estricta y abundantísima convivialidad que entonces constituía la privacy, a aislarse, a erigir en torno a si su propia clausura, a encerrarse en su jardín secreto, se convertía en seguida en objeto, bien de sospecha, bien de admiración. y era tenido o por un contestatario o por un héroe, pero en todo caso relegado al mundo de lo «extraño», lo cual, pongamos atención en las palabras, era la antítesis de lo «privado». Quien se colocaba al margen, en efecto, aunque no lo hiciera deliberadamente para causar el mal, se veía empujado a su pesar a hacerlo inevitablemente, en virtud de su propio aislamiento que lo convertía en más vulnerable a los ataques del Enemigo. De este modo sólo se exponían a tal cosa los descarriados, los posesos, o los locos: andar errante en la soledad era, según la opinión común, uno de los síntomas de la locura. Lo atestigua la actitud respecto de aquellos hombres y mujeres que uno se cruzaba por los caminos sin escolta alguna; eran presa de todos; se tenía derecho a despojarlos de todo en cualquier caso, se consideraba una obra piadosa tratar de reintroducirlos, quienesquiera que fuesen, en una comunidad, restablecerlos por fuerza en el espacio ordenado, claro, regido como Dios quiere, que se reparten los cercados de lo privado y las área: intersticiales, públicas, por donde la gente se desplaza en cortejo.
Lo dicho explica el papel representado, en la experiencia vivida y en lo imaginario, por esa otra parte del mundo visible, las extensiones silvestres donde no hay rastro de viviendas ni de casas, la landa, el bosque, fuera de la ley, peligrosas y atrayentes, lugares de encuentros insólitos, donde quien se aventura solo corre el riesgo de toparse cara a cara con el salvaje o con lo prodigioso. Se pensaba que era precisamente hacia tales espacios del desorden, de la angustia y del deseo, hacia donde se dirigían en busca de refugio los criminales y los herejes, así como aquellos a los que la pasión sacaba fuera de sí, arrebatándolos hacia la desmesura. Por ejemplo Tristan, arrastrando a la culpable Iseo, perdiéndose con ella en el mundo de lo salvaje: ni pan, ni sal, sólo andrajos, suciedad y hojarasca. Pero cuando se hubo disipado el efecto del filtro, de la «pócima» que los había trastornado, cuando volvieron a la razón ésta les requiere el regreso al orden, la salida de lo extraño, es decir del aislamiento. La reculturación significó para ellos retorno a lo privado, a la corte, o sea a la vida gregaria.
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LA EMERGENCIA DEL INDIVIDUO. Situación de la soledad, siglos XI-XIII
HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA. De la Europa federal al Renacimiento
Dirección de Phillippe Ariés y Georges Duby. Varios autores