Los siervos eran los descendientes, o, cuando menos, los sucesores de los antiguos esclavos romanos (servi). Su condición fué mejorando gradualmente. El amo, al convertirse en propietario, tuvo a su esclavo como un instrumento de cultivo, y sólo le exigió que avalorase su tierra. Ya no se les vendía; podían casarse y permanecían fijos en el feudo, creando descendencia de cultivadores. Cada familia recibía una casa y un lote de tierra, que eran transmitidos de generación en generación. Los siervos se habían transformado en terrazgueros. Al no exigírseles servicios personales, la esclavitud se había convertido en servidumbre. Del mismo modo, aunque en sentido inverso, los señores de la Rusia del siglo XVIII, al imponer a los siervos de sus tierras las obligaciones de lacayos y de sirvientes, reconstituyeron una esclavitud semejante a la antigua.
Los siervos no recibían los predios gratuitamente; los propietarios seguían siendo amos suyos y exigían de ellos subsidios y prestaciones muy pesadas, frecuentemente a discreción. Eran «pecheros a merced», según la enérgica expresión de la época. Sin embargo, la costumbre fué tan poderosa en la Edad Media, que acabó por determinar hasta estas cargas. Los propietarios no pudieron reclamarles nada que excediese de lo que siempre habían pagado, y, por el contrario, para ser «pechero a merced», no siempre fué preciso ser siervo.
Parece que las cargas peculiares de los siervos, características de su condición, fueron las que todavía revelaban dependencia personal la capitación, el formariage y la mano muerta.
La capitación (el obrok entre los rusos), era un censo que se pagaba por cabeza y que lo imponía el señor en virtud de su derecho absoluto. Venía a ser como un recuerdo de la antigua esclavitud, y se pagaba generalmente cada año.
El formariage, servidumbre matrimonial, era una contribución pagada al señor por el siervo o la sierva que se casaba con persona extraña al señorío. Si se desposaban dos terrazgueros del mismo feudo, no le perjudicaba en nada, y a lo sumo sólo tenían que pagar un censo insignificante. Pero si una feudataria se casaba con un hombre ajeno al feudo, como dejaba de pertenecer a él, necesitaba la autorización del señor. El formariage era el censo que se le pagaba a cambio de su consentimiento para la boda.
A esta servidumbre debe referirse, indudablemente, el famoso «derecho de pernada», que tantas polémicas ha originado entre los admiradores y detractores de la Edad Media; pero tal como se ha hecho célebre, no se encuentra más que raramente mencionado en los documentos de aquella época, que además se prestan a distintas interpretaciones.
La mano muerta era el derecho del amo para apoderarse de la herencia de sus siervos cuando éstos morían sin dejar hijos. La familia sierva sólo poseía su casa y su campo, merced a la tolerancia del señor, único propietario verdadero. Estaban en poder de la familia mientras ésta hiciera vida en común; pero si se extinguía o se dispersaba, el predio volvía al señor, sin que tuviera que preocuparse de los parientes colaterales ni de los hijos de su siervo establecidos en otra parte, pues a él era a quien pertenecía. Si alguna vez se prestaba a entregarlo a los parientes de su siervo, era mediante un rescate muy crecido. A este derecho de desheredar es a lo que se llamaba mano muerta, denominación que aparece en el siglo XI. La costumbre o los contratos particulares determinaron frecuentemente el precio del rescate. En muchos países germánicos (Inglaterra, Alemania, Flandes), el amo limitó su derecho de herencia al pago de un objeto o a una cabeza de ganado.
Por la misma razón que el siervo no podía legar su lote, tampoco lo podía vender ni arrendar sin el consentimiento del señor.
Hubo durante mucho tiempo una huella de la antigua servidumbre. Los siervos de un feudo no podían ser separados de él, pero en cambio tampoco podían abandonarlo. Marchándose sin permiso del señor, le perjudicaban en sus intereses, y entonces podían perseguirles y obligarles a regresar. En esto consistía el derecho de persecución.
A fin de precaverse contra estas deserciones, los señores llegaban a una inteligencia para devolverse mutuamente sus siervos. Organizáronse persecuciones para descubrir a los que al fugarse ocultaban su condición o ingresaban en el clero. Carlos, conde de Flandes, fué asesinado en 1127 a consecuencia de una investigación que comprometía a cierta familia de dignatarios descendiente de un siervo.
Los rigores de este derecho de persecución acabaron por dulcificarse. Durante el siglo XII se estableció en Francia que los siervos se pudieran instalar en otra parte, siempre que avisaran solemnemente a su señor (désavouer, desdecirse, retractarse) y renunciasen a todos los bienes que poseían en sus dominios.
La servidumbre, aunque con nombres diferentes, existía en toda Europa.
Es posible que desde los tiempos de Carlomagno formara la masa de población rural y que sus descendientes ya nacieran siervos. Los mismos campos acabaron por impregnarse de su condición servil y la transmitían a quienes los ocupaban. Viviendo en un predio servil, los hombres libres se convertían en siervos. Era lo que los juristas llamaban servidumbre real.
Los demás orígenes de la servidumbre, guerra, condena, donación, colliberis, oblación a la Iglesia, tienen escasa importancia para merecer algo más que una sencilla mención.
La manumisión.
Los siervos podían llegar a ser hombres libres. Su amo los manumitía como a los antiguos esclavos, mediante una ceremonia, o en virtud de un documento (carta).
Esta segunda forma es la que subsistió durante la Edad Media. La manumisión individual se hizo más rara cada vez. El señor acostumbraba a libertar en conjunto a los siervos de un dominio, transformando con un solo acto a toda una aldea o a toda una comarca.
No obraba así por generosidad. Los siervos habían comprado su liberación mediante cierta suma (sobre todo desde el siglo XII, cuando el dinero empezó a ser menos escaso), o comprometiéndose a pagar, ellos y sus sucesores, los censos especiales que recordaban su condición anterior.
En cambio, el amo renunciaba a exigirles las cargas peculiares de la servidumbre, singularmentó la mano muerta. También renunciaba muchas veces a los censos arbitriarios, comprometiéndose a no imponer más que cargas fijas; pero esto no era consecuencia indispensable de la manumisión. La situación de los libertos dependía de lo que hubiesen estipulado con su señor en el contrato (la carta); pero, de todos modos, seguían siendo terrazgueros del predio. Como entre el siervo y el liberto sólo hubo una diferencia de cargas, no se modificó tan profundamente su condición como parecen indicar las pomposas fórmulas con que algunas de aquellas cartas enaltecen los beneficios de la liberación. A veces no la querían pagar al precio que se les vendía, y el señor les obligaba a comprarla
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MANUEL ESPINAR MORENO
EL FEUDALISMO. NACIMIENTO Y DESARROLLO