BIBLIOTECA GONZALO DE BERCEO
MARÍA CECILIA TRUJILLO MAZA
LA REPRESENTACIÓN DE LA LECTURA FEMENINA EN EL SIGLO XVI
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(Foto entrada: Representación del matrimonio del conde Ramón Berenguer IV de Barcelona y la reina Petronila de Aragón en el rollo genealógico de Poblet. Los esponsales se acordaron en 1137 y la boda se celebró en 1150.).
1. El vino no es para el vulgo
La Inquisición española se creó por petición de los Reyes Católicos en 1478 bajo el papado de Sixto IV. Desde sus inicios, su principal función fue erradicar la heterodoxia y contribuir a la unidad política y religiosa del imperio. Las víctimas de esta persecución intelectual fueron, en casi todas las ocasiones, los libros de piedad popular, la Biblia en lengua vulgar y los comentarios de los textos sagrados realizados por autores que profesaban doctrinas sospechosas. Aunque desde el siglo XII se había patrocinado la traducción y el estudio de la Biblia con instituciones como la escuela de traductores de Toledo, fundada por Alfonso X y se había permitido su análisis incluso en hebreo, siempre coexistió con una actitud intransigente que consideraba esta aproximación una lectura irreverente de las Sagradas Escrituras. Quizá estas diferencias ideológicas se deban, en parte, a que en este período Castilla se mantuvo al margen de estos procesos heréticos que se vivieron en el nordeste de España durante los siglos XII y XIII, con las corrientes de los beguinos, cátaros y valdenses. (Fernández, 2003: 93-95). A propósito de la expansión de las corrientes heréticas de los valdenses se condenó la lectura de la Biblia por parte de los laicos. El primer documento que censuró estas oleadas heterodoxas estaba fechado en Cataluña en 1194. Unas décadas después, en el Concilio de Tolosa (1229)311 y en el de Tarragona (1233),312 se acordó que únicamente el clero podía acceder a las Escrituras. Desde entonces el breviario y las horas de la Virgen constituyeron el único medio por el que el vulgo pudo aproximarse a la liturgia y los oficios divinos (Fernández, 2003: 23-28).
Pese a ello, la traducción parcial de las Epístolas y la de los psalmos fue una práctica difundida entre la aristocracia en los siglos XIV y XV. Muchos poetas y eruditos secundaron este ejercicio, sobre todo con los psalmos, como Pedro Guillén de Segovia con su traducción de los Siete Psalmos Penitenciales trovados, incluida años más tarde en el Cancionero General, la exposición del Cantar de los Cantares de Fray Jaime Pérez y los Psalmos Penitenciales de Mossén Diego de Valera. A finales del siglo XV Francisco de Enzinas realizó la primera traducción del Nuevo Testamento del griego al castellano. Amén de a estas traducciones, las mujeres y otros lectores que no pertenecían a la elite intelectual pudieron acceder a la lección de algunos textos sagrados; tal como destacaba Melgares Marín (1533):
Pero si por leer una Epístola en romance se hubiese de imputar a delito o se hubiese de tomar como predicación, pocas mujeres habría devotas o que supiesen leer que no fuesen notadas en esto, que no es herejía ni delito de ninguna clase (apud., Fernández, 2003: 43).
La traducción fragmentaria de las Escrituras y la paráfrasis de los psalmos, Epístolas y Evangelios se siguió realizando a lo largo del siglo XVI, aunque con mayores dificultades. Es el caso del Cantar de los Cantares que había parafraseado Fray Luis de León para la lección privada de su prima Isabel de Osorio hacia 1562.315 Como prueba de esta intransigencia en el índice de 1559 ingresaron los comentarios de Valdés a las Epístolas, el Harpa de David de Benito Villa y distintas versiones romanceadas de la Biblia, la vida de la Virgen y de los santos, libros de horas y comentarios de autores del pasado greco-latino, según diversas consideraciones como la inserción de textos apócrifos y la interpretación errónea de los dogmas de la fe cristiana.
En el Quinientos se estableció una lucha abierta contra el protestantismo con regulaciones para evitar la intelectualización de la religión y la lectura de las Sagradas Escrituras por los “simples”, pues no tenían ni la preparación adecuada, ni la necesidad de acudir a ellas. Esta obsesión por el control y circulación del impreso se materializó especialmente en la segunda mitad de la centuria. La Paz de Ausburgo (1555) disolvió definitivamente cualquier posibilidad de que la Iglesia se unificara, y supuso, según Bujanda, el abandono de los ideales ecuménicos que habían marcado el proyecto político de Carlos V. Después de su retiro a Yuste en 1556 y de la coronación del nuevo papa Pablo IV, conocido por su intransigencia, se articuló un discurso censorio mucho más preciso que regía, ahora vigilante ante la posibilidad de que penetraran nuevas corrientes heréticas al imperio de los Austrias.
El 7 de septiembre de 1558 doña Juana envió un memorial a Fernando de Valdés en el que exponía su extremada preocupación por la herejía y el necesario recrudecimiento de los mecanismos empleados por el Santo Oficio para castigar la difusión de las doctrinas heterodoxas. Aunque la ley fue promulgada por doña Juana, en realidad había sido estipulada por Felipe II. En ella se declaraba que todos los libros debían pasar por el examen del Consejo, salvo las cartillas, el flos sanctorum, los breviarios y los psalterios impresos anteriormente con la licencia correspondiente. Recrudecía las penas para los libreros e impresores que difundieran las doctrinas heréticas con la muerte o el embargo de todos sus bienes. También indicaba la necesidad de que los catálogos de libros prohibidos circulasen por todo el reino y enfatizaba su interés en que se vigilaran con más rigor las fronteras del imperio (Bujanda, 1984, V: 125). El 27 de octubre de este mismo año el Inquisidor General contestaba con estas palabras al monarca, la petición que le había enviado la princesa doña Juana:
…Entiendo lo mucho que conviene que a estos reinos no se traigan libros prohibidos, sospechosos y de autores herejes, y se recojan los que se han traído, se han hecho diligencias posibles, asi por nuestra parte como escribiendo a los inquisidores la orden de los herejes tienen dada para meterlos en los reinos de Aragón y Navarra; y teniendo relación que esta diligencia no basta para obviar su astucia o osadía, ha parecido, con consulta de la serenísima princesa, que se nombren inquisidores y comisarios que residan en las fronteras y puertos a donde aportan, para que se remedie el daño que de traellos resulta… (apud., Bujanda, V, 1984:)
El Inquisidor General estipuló medidas más drásticas contra la importación y exportación libraria y, un año más tarde, solicitó que todos los estudiantes españoles que se encontraban en universidades extranjeras regresaran en el plazo de cuatro meses. Ya el 29 de septiembre de 1543 se había redactado una cédula en la que se prohibía el envío de “libros profanos” a América, pues su contenido podía infectar a los indios y sustraerles el interés por la doctrina cristiana. En 1551 y en 1553 se redactaron los primeros índices españoles de libros prohibidos. Gran parte de las obras censuradas eran biblias en lengua vulgar y, minoritariamente obras literarias. El índice de 1551 presentaba en un 80% el elenco de libros prohibidos incluidos en los catálogos de la Universidad de Lovaina (1540 y 1550); solamente adicionaba veintiséis obras impresas en España, entre ellas algunas ediciones latinas de la Biblia, misales, diurnales, alcoranes, obras de nigromancia, libros escritos en hebreo y obras en las que no constaba el nombre del autor, impresor, año y ciudad. Pese a esta ampliación, el índice de 1551 no fue ajeno a ciertas carencias que se resolvieron provisionalmente con la Censura General de Biblias (1554) y de forma más definitiva, con el Índice de Fernando de Valdés (1559).
Este último catálogo respondió tajantemente ante la polución de las doctrinas heréticas que habían circulado exitosamente en Sevilla y Valladolid y atacó sin reparos a los autores franciscanos cuyas ideas mostraban una sospechosa vecindad con las corrientes de los alumbrados. Ordenó la prohibición de más de treinta libros de espiritualidad y piedad popular, dos docenas de libros de horas y obras litúrgicas en lengua romance. Prohibió las traducciones de la Biblia y de algunos fragmentos, como la de los Psalmos penitenciales que había elaborado Hernando de Jarava; algunos catecismos y doctrinas cristianas como la obra de Juan de Valdés, la Suma de doctrina cristiana de Constantino Ponce de la Fuente y los conocidísimos Comentarios al Catecismo de Bartolomé Carranza. Muchísimos volúmenes de teología pastoral, destinados a la formación de los predicadores, sufrieron los rigores del Santo Oficio, pues los herejes los utilizaban para exponer doctrinas heréticas. Algunos manuales espirituales que exhortaban al creyente a una unión íntima con Dios, a la oración mental, la contemplación y al recogimiento, también fueron censurados junto con otras obras místicas que se venían difundiendo desde el siglo XV, pues ahora presentaban similitudes con las corrientes heréticas. Los tratados de oración de Fray Luis de Granada, Juan de Ávila y Francisco de Borja fueron víctimas de este escrutinio de los libros de espiritualidad “interior” y se vieron obligados a corregir sus opúsculos para conseguir su exclusión del índice. Como prueba de esta rigidez, el Inquisidor General le pidió al Papa que revocara todas las licencias que se habían concedido para leer libros prohibidos. Las medidas expuestas por el Índice sobre el control e impresión la Biblia y textos litúrgicos en lengua vulgar son mucho más claras que las de 1551:
Los libros de romance, Horas y sobre dichas se prohiben, porque algunos dellos no conviene que anden en romance. Otros porque contienen cosas vanas, curiosas y apócrifas, y supersticiosas, y otros porque tienen errores y heregías. Y porque ay algunos pedaços de Evangelios y Epistolas de sant Pablo y otros lugares del nuevo testamento, en vulgar Castellano, ansi impresos como de mano, de que se an seguido algunos incovenientes. Mandamos que los tales libros y tractados se exhiban y entreguen al Sancto oficio, agora tengan nombre de autor, o no: hasta que otra cosa se determine, en el consejo de la Santa General Inquisicion (apud., Bujanda, 1984, V: 680).
Después de la impresión del Índice, Fernando de Valdés solicitó la colaboración del Papa para la prohibición de avisos y reglas de doctrina cristiana que fuesen susceptibles de la más mínima sospecha. También realizó un examen detallado de todos los psalterios y ediciones del Nuevo Testamento que se habían quemado un año antes en Valladolid, pues en todos ellos se habían infiltrado sentencias heréticas.
Aunque la influencia en España del primer índice romano promulgado por Pablo ha sido cuestionada por los historiadores modernos, dispuso una actitud vigilante que fue esencial para la configuración del primer índice de Trento (1564) y el de Quiroga (1584). La abundancia de obras condenadas en estos catálogos evidenció la inquietud de las instituciones políticas y religiosas por la circulación de las doctrinas herejes. El primer índice romano despertó el temor en la industria del libro, pues prácticamente dejaba muy pocos ejemplares a salvo de las llamas. Todas las biblias en lengua vulgar debían censurarse, salvo las que tuvieran una licencia emitida por el Santo Oficio. Cualquier ejemplar publicado en los últimos cuarenta años, sin discriminación de materia, en el que faltara el autor, el impresor, el año y el lugar, estaba prohibido. Igualmente cualquier obra cristiana traducida o comentada por algún autor herético, debía arrojarse a esta pira de papel, aunque no contuviera doctrinas heterodoxas.
El Índice de 1564 reunió los principales criterios con los que se controló y atacó al libro con diez reglas que procedían de la Instructo circa indicem librorum prohibitorum ad omnes inquisidores et ministros redactada en febrero de 1559 y la Moderatio indicis librorum prohibitorum, en junio de 1561. Se condenaron todos los libros lascivos y obscenos en vulgar, salvo los que por su elegancia merecieran conservarse;324 también prohibían los “buenos libros” en los que se introdujeran pasajes apócrifos y heréticos que pudieran dar lugar a confusiones. En estos casos era obligatoria su expurgación. Por último, se condenaron todas las biblias en lengua vulgar y se dictaminó un control más riguroso en la compra y venta de libros.
El Índice de Quiroga secundó esta dureza y sintetizó los criterios con los que se ejerció la censura libraria en trece reglas. En este caso, casi todas afectaban a la literatura espiritual, pues además de las biblias impedía la impresión de libros de horas en lengua vulgar y ciertos opúsculos derivados de las Escrituras:
Item se prohiben en qualquier lengua vulgar todas las Biblias sagradas y cada parte del Nuevo y Viejo Testamento, aunque en las traductiones y versiones no aya error alguno, y el intérprete o intérpretes sean cathólicos y por quitar toda dubda y escrúpulos se declara ser partes de la Biblia prohibidas en lengua vulgar qualquiera libro de ella entero, o qualquier capítulo entero aunque sea pequeño. Pero se prohíben por que algunas cláusulas y sentencias, capítulos o psalmos que en los libros de los cathólicos se ponen y allegan y declaran, ni menos las epístolas y evangelios que en la Iglesia se cantan en los officios sagrados de la misa por el discurso del año, agora se impriman por sí solos agora con los sermones o declaraciones que para la edificación de los fieles se han compuesto o compusieren por autores cathólicos de sana y cathólica doctrina” (apud., Bujanda, 1993, VI: 51).
El Índice de Quiroga atacó la profanación de los misterios sagrados en panfletos, imágenes e invenciones. Al contrario del índice tridentino, permitió que las traducciones de los autores griegos y latinos de la Antigüedad que habían realizado autores herejes se pudieran leer, salvo aquellas que contuvieran alguna “doctrina reprovada”, tal como se desglosa en la cuarta regla:
Item se prohiben todas y qualesquier versiones o translaciones de la Biblia así del Viejo como del Nuevo Testamento en qualquier lengua que sean hechas por autores herejes. Pero no se prohiben las translaciones e interpretaciones que los tales herejes han hecho de autores Griegos o hebreos mientras no se hallare en las dichas translaciones algún error o sospechosa doctrina y reprovada, y eso mismo se dize de los otros libros que los autores herejes han recogido y juntado de los santos o filósofos o poetas, no poniendo en ellos más que la diligencia en recopilarlos como son apothegmas similitudes, dictionarios, indíces y otras semejantes cosas. Las quales todas se permiten no abiendo en ellas algún error en la fee o sospechosa y reprovada doctrina (apud., Bujanda, 1993, VI: 51).
Esta inflexibilidad del Índice de Quiroga con los libros de piedad popular, estuvo acompañada de una centralización de la censura en el poder civil que se había llevado a cabo dos décadas antes. Aunque en 1558 Juana de Austria había solicitado al Santo Oficio que permitiera que los libros de liturgia tales como las horas, las flores de santos, los misales, los sermones y las cartillas para aprender a leer se imprimiesen solamente con la aprobación de las autoridades eclesiásticas locales, el 2 de marzo de 1569 Felipe II estableció una nueva disposición en la que obligaba a que todas las reimpresiones de obras litúrgicas, constituciones sinodales y libros destinados a la enseñanza de la gramática fueran revisados por el Consejo Real:
Mandamos que no se impriman en estos reynos misales, diurnales, pontificales, manuales, breviarios en latin ni en romance, ni otro alguno libro de coro, sin que primero se traigan a nuestro Consejo, y se examinen por las personas a quien lo cometieren, y se les de licencia firmada de nuestro nombre, para que en ellos no pueda haber ningun vicio contra lo ordenado por su Santidad… (apud., Bujanda, 1984, VI: 18).
Esta limitación y control absolutamente definido de las lecturas “básicas” del vulgo, mayoritariamente las de las mujeres y las de los niños, no se resolvió de manera repentina, sino que dependió de un proceso paulatino. El dictamen del monarca es el resultado de un ambiente crispado marcado por la inestabilidad política y religiosa de los Países Bajos. Estas medidas pretendían atacar las carencias del sistema educativo desde la raíz, debido a que los libros de horas, los misales y las cartillas constituían las primeras lecturas de la juventud y posiblemente las únicas para las mujeres. Justamente este acceso que venían patrocinado los moralistas no contó con la aprobación de ciertos sectores de la Iglesia. Unos años antes el franciscano Vicente Lunel, teólogo del Concilio de Trento, dictaminaba la escasa necesidad que tenían particularmente las mujeres de acudir a los textos sagrados:
Y porque vemos que las traducciones en lengua vernácula tienen más eficacia para dañar a los que las leen y escuchan que para su pía instrucción, convencido el concurrido concilio de ellos por la experiencia maestra de sus santos padres obispos, debía prohibírselas al pueblo inconstante e inestable, sobre todo a las mujeres. A esas mujeres a las que San Pablo no permite enseñar en la iglesia ni leer sus escritos (apud., Fernández, 2003: 176-177).
En el siglo XVI se puede localizar una corriente contrarreformista que atacaba reciamente las traducciones de la Biblia y algunos de los libros devotos en lengua vulgar porque consideraba que estas lecturas eran el origen de las peores herejías, mientras que, alternativamente, circulaba otra postura doctrinal conformada también por las órdenes mendicantes y algunos humanistas, que veían en estas traducciones los frutos de la devotio moderna, de una nueva religiosidad que estaba renovando oportunamente a la cristiandad.
Gigliola Fragnito (2005: 261-264) recoge algunos testimonios de lectores de este período que demostraron su informidad con estas condenas de las autoridades civiles y religiosas. Las mujeres se mostraron especialmente resistentes a la limitación de su biblioteca devota, enviando peticiones al Santo Oficio para que se les permitiese leer la Biblia y los manuales de espiritualidad que habían sido prohibidos recientemente. Alegaban en estos documentos la reivindicación de una piedad que no sólo requería un alimento espiritual sino la comprensión y participación activa en los ritos y ceremonias religiosas. Fernández también recoge algunos casos de mujeres que solicitaron licencias de lectura, como la que reclamó doña Greida de Lanunza a la Inquisición de Aragón y Navarra en marzo de 1529:
…se nos ha pedido y suplicado que os diésemos liçencia de tener una Biblia en romance y leer en ella, por algunos buenos respetos que a ello nos mueven, por el tenor de la presente, vos damos licencia y facultad para que tengáys una Biblia en romance y leáys en ella (apud,. Fernández, 2003: 50).
Considero que este último discurso que defendía la lectura didáctica para el pueblo y, en especial, para la mujer para reducir lecturas profanas, nacía de una preocupación social y moral por la instrucción femenina y de un debate político por el control de la censura. Es evidente que después del Índice de Fernando de Valdés la monarquía española percibió los grandes peligros de los libros heterodoxos y que la única manera de controlarlos era disponiendo su escrutinio, por encima de las autoridades eclesiásticas que habían llevado la batuta del expurgo librario. Detrás de estos intentos por controlar la impresión de libros heréticos existían no pocos desacuerdos entre el poder central y la Iglesia, y entre las órdenes mendicantes que patrocinaban y atacaban la producción de la literatura espiritual según diferentes principios ideológicos y culturales.
Como consecuencia de esta paradoja no es posible distinguir corrientes unívocas en la prohibición de los libros devotos. Igualmente, cabe considerar que algunos autores espirituales buscaban asegurar su producción literaria por medio de un público sólido y definible como eran las mujeres y prohibiciones como las que proclamaba la Inquisición y el poder civil contra las lecturas devotas en lengua vulgar amenazaban su misión pastoral.
A continuación examinaré algunos de los criterios por los que se prohibieron los libros litúrgicos en el siglo XVI. La presencia de la lectura femenina en este discurso censorio es muy relevante, pues desde el siglo XV ellas fueron las principales destinatarias de esta literatura devota y la prohibición afectó de manera especial la conformación de su biblioteca piadosa.
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LA REPRESENTACIÓN DE LA LECTURA FEMENINA EN EL SIGLO XVI
MARÍA CECILIA TRUJILLO MAZA
VOLUMEN I
DIRECTORA: MARÍA JOSÉ VEGA RAMOS
Doctorado de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada Departamento de Filología Española y Teoría de la Literatura Universitat Autònoma de Barcelona Bellaterra, 2009