‘GUERRA PRO FIDE’
[…] El surgimiento de esta consideración de ―guerra santa debe entenderse como resultado de un proceso en el que el orden temporal, y la cosmología providencial de la sociedad cristiana occidental, quedaron anexionados de forma intrínseca a un proyecto bélico común bajo la dirección pontificia. El origen de esta doctrina puede situarse en torno a la década de 1050, cuando comenzó a aparecer una verdadera ―teología de la guerra‖ cristiana que determinó una nueva concepción religiosa y ecuménica de la violencia. Tal planteamiento se asentó sobre la base legal impuesta por el concepto de guerra justa, pero reformulada en torno a una cuidada elaboración ideológica que defendía el papel rector del Pontificado romano sobre una nueva forma de entender la violencia desde una perspectiva moral. De hecho, cabe destacar la pervivencia de tres aspectos que articulan esta naturaleza justa de la guerra proyectada por el pontificado: la consideración de una agresión pasada o presente o una acción dañina realizada por terceros como principio conflictivo, la respuesta sustentada por la autoridad de un príncipe y la legitimidad de la contienda en tanto poseyera una intención correcta y que socialmente fuera único medio de restauración.
Pero mientras la anterior concepción justa de la guerra era definida por su carácter secular, esta nueva visión ofrecía una perspectiva sacralizada del hecho bélico, que ampliaba su carácter defensivo en torno a un concepto universalista de cristiandad y un dominio territorial homogéneo. Esta doctrina adaptaba el modelo anterior de una guerra socialmente favorable, a una nueva religiosidad social reglada por la uniformidad pastoral y el derecho canónico dependiente de la curia romana. El papado consiguió unir así la idea del patrimonium petri, con la del milites sancti petri, dando lugar así a un verdadero cuerpo doctrinal en torno a la defensa de los derechos de la Santa Sede que acentuó acentuando su papel rector en la sociedad cristiana.
Como consecuencia del reforzamiento de los lazos de enfeudación espiritual con la Santa Sede, la Iglesia desarrolló la capacidad de realizar llamamientos militares propios a través de la promulgación de diversos dogmas doctrinales establecidos en torno al supremo beneficium espiritual pontificio. En la evolución de esta forma de entender la guerra bajo la dirección papal intervinieron diversos factores doctrinales e institucionales, que fueron modificando poco a poco la percepción de la guerra en Occidente. En ese sentido, León IV (847-855) comenzó a producirse la cristianización de la proyección clásica de gloria derivada de la defensa de la patria romana, entendida ahora como patria christianorum.
Pero no fue hasta dos siglos después, durante el pontificado de León IX (1049-1054), cuando realmente comenzó a impulsarse la concesión de proto-indulgencias a los participantes en contiendes que concernían a la Iglesia romana. A pesar de que esta conmutación de penitencias ofrecida por el Santo Padre no era más que una incitación doctrinal puntual ad hoc a participar en las empresas encabezadas por Roma, ofrecidas de forma puntual en circunstancias de imperiosa necesidad, tal determinación estableció una importante novedad de futuro. De hecho, con su sucesor Alejandro II (1061-1073) se aseguró la conmutación de penas para quienes participen en operaciones bélicas frente a los musulmanes, convirtiendo el combate frente al enemigo de Dios en algo lícito. Gregorio VII (1073-1085), consideró las indulgencias de una forma más ambigua.
A partir de su pontificado, combatir por la Iglesia frente a un enemigo de la fe, fue asimilado a la automática absolución de pecados. Asimismo, el proyecto de este papa recogía las primeras alusiones a la ayuda de los cristianos de Oriente, y la posible extensión jerosolimitana del proyecto pontificio. Recientemente, Paul Chevendden ha apreciado el concilio de Amalfi (1059), como el germen de lo que puede considerarse este tipo de empresas, dirigidas por el papado, para liberar a la iglesia cristiana oriental y recuperar las tierras perdidas a manos del infiel, como paso previo a la liberación de Jerusalén15. A finales del siglo XI, este tipo de guerra indulgenciada generó una nueva consideración de violencia legítima, a la par que se convirtió en un depurado instrumento institucional en manos del papado al introducirse una diferencia significativa: la consideración del ejército papal como militia Sancti Petri. Tal concepción universalista de las fuerzas romanas trataba de ganar la batalla al poder secular, establecida sobre la sublimación de la capacidad coactiva del santo padre en detrimento de la influencia de cualquier otra figura dominante en el seno del cristianismo militante.
De este giro eclesiológico iniciado durante esta centuria, nacieron paulatinamente las nuevas competencias espirituales del pontífice en cuestiones bélicas, de las que posteriormente surgió la cruzada como guerra pro fide. A lo largo de este periodo, el Pontificado fue componiendo un discurso formados por distintos elementos, fuertes por sí mismos, pero más vigorosos al asociarse, como eran la devoción, el milenarismo y la idea de salvación, lo cuales comenzaban a hacerse especialmente presentes en la sociedad medieval occidental. El proceso tuvo su culmen durante el pontificado de Urbano II (1088-1099), cuando comenzó la asimilación del movimiento popular que se estaba desarrollando entre las clases populares, con la recompensa divina derivada de un servicio armado entendido como peregrinación.
En ese sentido, Riley-Smith define la Primera Cruzada (1096-1099) como una «guerra santa por vez primera proclamada por el papa en nombre de Cristo, cuyos participantes recibían el tratamiento de peregrinos, se comprometían mediante votos y disfrutaban de indulgencias. Las claves del fenómeno por tanto si bien, no novedosos por separados, sí lo son como realidad conjunta». La convocatoria de esta empresa debe ser vista, por tanto, como consecuencia última de la particular modalidad de guerra cristiana surgida a partir del desarrollo de la concepción de ―guerra santa‖ y el mencionado reformismo gregoriano. Pero mientras estos llamamientos puntuales estaban destinados a resolver un problema estricto que afectara al Pontificado romano, este nuevo tipo de guerra tenía un carácter universalista.
La principal novedad que se estableció durante el pontificado de Urbano II, fue el paso del llamamiento puntual, destinado a la defensa colectiva del Patrimonuim Petri, a la consideración de la convocatoria destinada a la liberación de Jerusalén realizado en nombre de Cristo, para la salvaguarda de todo el catolicismo militante. La convocatoria realizada por este pontífice pretendía canalizar una nueva devoción popular surgida en este periodo, la cual proyectaba el combate, más que como una guerra santa, como un hecho sacralizado y meritorio, que contaba con elementos escatológicos ligados con la noción apocalíptica jerosolimitana y el combate del Fin de los Tiempos. En ese sentido, Jean Flori determinaba que «para los cristianos de aquel tiempo [este movimiento de cruzada original] se presentó como una guerra de liberación querida y emprendida por Dios, que reunía todos los caracteres de sacralidad que permitieron, en el seno del cristianismo, esta revolución doctrinal que condujo a la religión de Cristo, religión de amor y no-violencia, a revalorizar la acción guerrera hasta el punto de hacer de ella una acción meritoria. Una acción piadosa que permitía expiar pecados que, en la conciencia de los hombres de hoy, parecen mucho más benignos que la muerte de un hombre, aunque sea ―infiel‖».
La cruzada fue definida así como un acto de fe, conceptualizada como la respuesta a un ideal penitencial exigido por Dios mismo a sus creyentes, que excedía los términos de la guerra santa. Sin embargo, Christopher Tyerman ha puntualizado con bastante acierto, que la convocatoria pontificia pretendió institucionalizar tal sentimiento en torno al desarrollo de «una guerra en respuesta a una orden dada por Dios, autorizada por una autoridad legítima, el papa, quien, en virtud del poder que se le atribuía como vicario de Cristo, identificaba el objetivo de la guerra y ofrecía a los que la llevaran a cabo la remisión total de las culpas de sus pecados confesados y un conjunto de privilegios temporales relacionados con esa empresa […] La duración de los privilegios espirituales y temporales la determinaba el cumplimiento del juramento, la absolución o la muerte del sujeto; […] componiendo una serie de analogías con un cometido casi monástico».
En este aspecto, la convocatoria pontificia de cruzada fue, por tanto, un producto de «la pretendida preeminencia romana en el territorio espiritual temporal», de tal manera que «el hilo conductor, no las formas, fueron los anhelos de la sede de San Pedro por erguirse como gran poder universal expresados mediante control de brotes del movimiento general expansivo –cruzadas musulmana, oriental o báltica–, el castigo de las infidelidades o la supeditación al dominio eclesiástico del Imperio […] las acciones contra musulmanes, paganos eslavos, cristianos de rito griego o herejes eran igualmente políticas en cuanto dirigidas al mantenimiento de la preeminencia romana».
Con estas breves líneas conceptuales, se ha pretendido incidir en el hecho de que no todo combate sancionado por Roma debe ser tomado sensu stricto como cruzada. En ese sentido, el historiador germano Carl Erdmann afirmaba que «cruzada y guerra santa no son lo mismo, ni conceptos equivalentes; ni disolución del primero en el seguro, sino que desde uno, surge otro con raíces propias en la segunda mitad del siglo XI. En ese sentido, este historiador afirmaba que, en una verdadera contienda cruzada, «la religión por sí misma determina la causa específica de la guerra, sin comprometer el bienestar del bien público, la defensa territorial, el honor nacional o intereses de estado». Más allá de categorizarse como una guerra justa o santa, esta categorización definía el sentimiento de participar en un combate escatológico que conllevaba un verdadero acto de penitencia, una decisión de total abnegación. Pero al poco tiempo, ese espíritu original cruzadista fue canalizado hacia un movimiento institucional que convirtió la toma de la cruz en un símbolo de lealtad a Roma, lo que acabó diluyendo la verdadera naturaleza primigenia de la cruzada en una pretendida definición penitencial y litúrgica.
Tal definición de la evolución de este concepto lleva a determinar que la verdadera consideración de una empresa como cruzada debe derivar de otros factores más profundos que la mera cuestión institucionalista de su convocatoria, los cuales fueron resultado, tanto de esta lenta evolución de la definición cristiana doctrinal de la guerra, como de una nueva forma de entender la religiosidad cristiana surgida en el seno de las capas más bajas de la sociedad europea. Se hace necesario, por tanto, incidir sobre esta última faceta para poder entender el verdadero alcance del fenómeno cruzado desde una perspectiva poliédrica que pueda incidir en todas las facetas de dicho término.»
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LA CRUZADA EN LAS FUENTES CRONÍSTICAS CASTELLANAS DE LA GUERRA DE GRANADA
TESIS DOCTORAL
JOSÉ FERNANDO TINOCO DÍAZ
DEPARTAMENTO DE HISTORIA
UNIVERSIDAD DE EXTREMADURA
Ms Fr 6465 Fol.174 Urbano II (c.1035-99) predicando la Cruzada en Clermont en presencia del Rey Felipe I (1053-1108) de Francia en 1095, de ‘Les Grandes Chroniques de France’, c.1460.