San Millán de la Cogolla, el lugar de la palabra
EL Monasterio de San Millán de la Cogolla se lo relaciona, especialmente, con la lengua española. Ahora bien, hay que advertir que esta asociación es contemporánea. Se logra y se extiende, en el ámbito científico y universitario a partir de la publicación de las Glosas Emilianenses llevada a cabo por D. Ramón Menendez Pidal en los preliminares de sus Orígenes del Español hace, tan sólo, 73 años. Y en el ámbito hispánico, universal, a partir de los estudios publicados con motivo de la celebración del decimoquinto centenario del nacimiento de San Millán, en el año 473, y de la solemne fiesta milenaria del así llamado “Milenario de la Lengua Castellana”, en noviembre de 1977.
Nadie duda de que el objeto “cultural” con que se lo relaciona es de una altísima entidad, la lengua española, lo que contribuye a realzar y convertir en transcendental el papel histórico desempeñado por el monasterio riojano. Nadie pone en cuestión, en efecto, que una de las dimensiones básicas, fundantes, de la entidad humana es la lengua. ¡Qué bellamente lo ha dicho un poeta: “La palabra es igual que un espejo que permitiera recordar, y recordar es recrear, pues cada vez que digo una palabra se hace un milagro, se hace un milagro configurante, mientras la música me besa con unos labios insustituibles, y al pronunciar la palabra azucena se va abriendo una flor. La palabra es conciencia que nos permite conocer, y conocer es comprender. Cada vez que se dice, por primera vez, una palabra se ensancha el mundo conocido, pero también se interioriza, y cuando digo la palabra envidia el mundo amarillea. La palabra se hace real cuando se verifica la comunicación, la comunicación nos hace libres, y confiere también su libertad al mundo pues es preciso traducir esa voz de las cosas que nos rodean, esa voz inaudible, esa voz que tan sólo destierra su mudez encarnando en la nuestra, mientras los árboles caminan en el bosque sin levantar los pies. La palabra es la energía creadora y esta energía se convierte en acción; la acción es vinculante y al unir dos imágenes de carácter distinto se crea una nueva realidad; antes de que volaran las palomas, las palabras volaban en el cielo. Y finalmente la palabra es también un sistema de instalación vital, nombrar es poseer, y cuando nada quede en torno nuestro quedarán las palabras, las palabras que son como un origen y pueden instalarnos para siempre en el mundo”. Hasta aquí la interpretación, tan valiosa, de un poeta como Luis Rosales, que nos invita incesantemente a habitar de nuevo las palabras.
Más fría y cerebral es la visión del lingüista “puro”, quien a nuestra pregunta sobre la definición ontológica, esencial, de la lengua, aquello que constituye la dimensión óntica sobre la que descansa su teoría lingüística y que da, además, sentido y garantía científica a sus investigaciones, contestaría aproximadamente así: “ una lengua, en abstracto, como acervo lingüístico, como saber hablar, es un conjunto de actos lingüísticos -o de representaciones- comunes, organizados en sistema y de naturaleza virtual; que existen, se depositan, como memoria en la conciencia de los hablantes pertenecientes a una comunidad”. Reconstruyo esta definición, tan influyente en la ciencia lingüística actual, de los estudios de teoría lingüística de E. Coseriu. Su fundamento es la concepción del lenguaje como “la actividad cognoscitiva ante-predicativa, creadora de significados conceptuales arbitrarios y realizada mediante símbolos por el hombre como sujeto absoluto e histórico”.
Desde nuestro personal entendimiento de la esencia del lenguaje, este es, primariamente, el conocimiento -o conocer en acto- habitual manifestativo -no operativo u objetivo-intencional -de las abstracciones o articulaciones verbales-nominales que lleva a cabo la presencia mental. Y ese “saber hablar”, como hábito intelectual, como inteligir habitual en acto de las operaciones cognoscitivas mismas (no de los objetos intencionales), subsume la dimensión ontológica que venimos concibiendo como “lengua abstracta” o “lengua histórica”.
Claro es que el ejercicio cabal del lenguaje -los “actos del habla” concretos – exige, además, el hábito o dominio teórico-técnico de la imaginación y conexión de símbolos fónicos, así como diversas habilidades tanto elocucionales y expresivas (conocimiento habitual de las normas elocucionales y expresivas) como psicofísicas (dominio de los mecanismos psicofísicos del hablar). Pero el “saber hablar” (“hablar en potencia”) es esencial y primariamente un acto cognoscitivo habitual, a nuestro juicio, la actividad más intensa y perfecta del ser humano, aquella que le permite proseguir, en el ascenso intelectual, ejerciendo la operación de objetivar ideas generales y, la más sublime, la operatividad o presecución racional.
Pero hay más, la lengua de que hablamos, la lengua española facilita a varios cientos de millones de usuarios, mediante su estructuración peculiar, una conmensuración entre los significados y las “cosas” aspectualmente análoga. Es decir, las formas de contenido con que los hispanohablantes representamos el mundo (esto es, poseemos en presencia lo cognoscible en acto de las entidades extralingüísticas) son las mismas o muy parecidas: en nuestras mentes se conmesura análogamente, insisto, la verdad de las cosas con las cosas mismas. ¿Cabe algún vínculo interhumano más profundo que este de convivir en la misma lengua?
Sin olvidar que la lengua española, por los azares históricos, ha adquirido mayor extensión geográfica que sus hermanas, las lenguas romances, y un empuje literario excepcional. Es realmente asombrosa la herencia, la caudalosa herencia que de las primeras palabras escritas, que en seguida analizaremos, se ha desprendido. Lo que a mediados del siglo X se nos viene presentando como un penoso balbuceo es hoy la lengua de más de 400 millones de hombres y tiene a sus espaldas el haber creado, única entre las lenguas modernas, mitos de universal valía: La Celestina, Don Juan, Don Quijote, Doña Bárbara, Martín Fierro, Macondo.Una literatura, en suma, incomparable.(¡Cuán importante es admitir y proclamar que los clásicos españoles son los clásicos de todos los hispanohablantes y que los clásicos, v. gr. hispanoamericanos son también clásicos de España!).
Pero en el otro extremo de la relación, de la interrelación San Millán-Lengua Española, figura un terminal (San Millán de la Cogolla) que también determina, en alta medida, el modo de ser y de configurarse de la lengua española y que proporciona, desde luego, datos imprescindibles para trazar el perfil de su protohistoria o de su historia primitiva.
Nos referimos, en primer lugar, a la aportación de Gonzálo de Berceo. El poeta riojano enriquece notablemente de cultismos a la lengua española, ya por la necesidad de expresar nociones nuevas sacadas de los “dictados”, ya por la consciente intención de incorporar al romance palabras que evocaran el prestigio cultural de la lengua latina. Y esto había de conseguirlo incorporando sistemáticamente el cultismo a la lengua romance. La obra de Berceo, como afirma Bustos Tovar ( J. J. de Bustos Tovar, Contribución al estudio del cultismo léxico medieval. Madrid, 1974, 231-261. 215), ocupa un lugar central en el estudio de la historia de los cultismos, en cuanto que concentra el esfuerzo máximo de latinización de nuestra lengua medieval. Ahora bien, la obra del poeta riojano representa el nacimiento de un lenguaje docto que también lo es artístico. Sus neologísmos cultos, que nacen por necesidad significativa y expresiva, no son solo instrumento para lograr una aséptica solemnidad expresiva, sino que adquieren virtualidad matizadora, estéticamente eficaz. El arte de Berceo ofrece paradógicamente un lenguaje culto -el más culto de la Edad Media hasta el humanismo del siglo XV- y un denodado esfuerzo para que su lengua sea entendida por un amplio número de oyentes. Por eso necesita explicar el neologísmo cuando sospecha que puede haber dificultades de comprensión. (Milagros 321ab: “colgava delant ella un buen aventadero,/en el seglar lenguaje dízenli moscadero”). El verdadero prodigio de Berceo se halla en su sabiduría que le orienta a transfundir la latinidad en el alma misma del romance. Berceo percibe con claridad que el instrumento lingüístico disponible hasta entonces es insuficiente y se decide a enriquecer el vocabulaio culto como nadie lo ha hecho con tal intensidad en la literatura española. Y la fuente había de ser forzosamente el latín. En consecuencia, Berceo es el más cuantioso latinizador de nuestra lengua. En este sentido representa la plenitud de los caracteres universalizadores de la cultura monástica. Pero lo hace con un notable grado de adaptación formal al castellano. Con ello, el cultismo como recurso neológico cobra un impulso definitivo. Para que se vea el alcance del proceso latinizador disponemos de la nómina de cultismos documentados por primera vez en Berceo. He aquí algunos testimonios: acoplar, adornar, adversidad, amito, apostólico, arcángel, audiencia, aurora, báratro, blasfemia, candelabro, cántico,cartulario, catedral, citarista, clemencia, compunción, concordia, congregación, consagración, conservar, consignar, constitución, contemplación, controversia, coro, crimen, crisma, crucifixo, cruzada, custodia, deidad, demorar, dormitorio, dulcísima, edificación, elector, enfermería, integridad, escapulario, estatua, exilio, exorcismo, familia, fantasía, fariseo, festival, fraternidad, etc., etc.
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San Millán de la Cogolla, el lugar de la palabra
Claudio García Turza
Catedrático de Lengua Españolad e La Universidad de La Rioja
Fuente: Biblioteca Gonzalo de Berceo.
Tablilla de marfil de la arqueta que contuvo los restos de San Millán, siglo XI