Absides del monasterio de Fitero (Navarra España). CC BY 2.5
User:papix – Trabajo propio
BIBLIOTECA GONZALO DE BERCEO
GONZALO DE BERCEO: DE LENGUA Y DE JUGLARÍA
El caminar hagiográfico comienza por la lengua. Es evidente que Sulpicio Severo está haciendo una labor culta cuando escribe la vida de San Martín (siglo V), por más que quisiera manifestar un sermo incultior; la hacen Paulino de Périgueux, Félix Enodio de Pavía y Venancio Fortunato en el VI; San Braulio de Zaragoza y Jonás de Susa en el VII, etc. Literatura con muchos resabios de retórica clásica, pero que ya en el siglo VI se va tiñendo con un nuevo sentido de religiosidad y espiritualidad que cobrará forma en las vidas de San Severino por Eugipio o de San Cesáreo de Arlés, que pretenden manifestar su estilo sin pompas ni adornos gramaticales, pero transcribiendo palabras de verdad. A esto volveré porque cae dentro de lo que son las protestas de humildad y la fidelidad a los casos acaecidos, pero me interesa señalar algo que se nos impone en cuanto nos asomamos a la obra de Berceo: el instrumento lingüístico en que está escrita.
Es evidente que las vidas de San Wandregiselo o de Santa Gertrudis (s. VII) estuvieron escritas en latín, pero, llegados los siglos XII y XIII, fue el romance la lengua utilizada. No cabe duda que la finalidad, en el siglo VII o en el siglo XIII, era la misma: edificar a los creyentes, pero no cabe duda tampoco de que lo que en un momento valía, en el otro no. Cierto que en la leguna coloquial se escribirían poemas, hagiográficos o no, pero el carácter de ejemplaridad que quieren tener las vidas de santos sólo podrán alcanzarlo si se cuentan en el habla popular. De ahí las protestas harto repetidas de Berceo: «Quiero fer una prosa en romanz paladino I en que suele el pueblo fablar con so vezino» (SD, 2 ab) 21. Protestas que dejan vacío de significado el verso siguiente ( «ca non so tan letrado por fer otro latino» ), pues sí era «latinista excelente»; por otra parte, carecía de sentido escribir otro relato, en latín, sobre la vida del santo, cuando ya se tenía el de Grimaldo y, además, faltaría el auditorio que lo comprendiera. Berceo pretende ser el obrero que obtendrá buen galardón. La explicación es obvia: escribirá en romanz paladino, «castellano claro», frente al encerrado latino de Grimaldo y su propósito consta en las cuatro primeras estrofas del poema, precisamente añadidas por él, pues nada tienen que ver con los inicios de la Vita en el ms. de la Academia de la Historia (s. XIII), en el de la Biblioteca Nacional ( c. 1400) y en el cerratense, concordes todos . Del mismo modo, en el arranque de SO (se habla de romançar el tratado sobre la santa. Se hace evidencia lo ya sabido: castellano frente a latín para alcanzar unos propósitos deliberados, como queda transparente en El martirio de San Lorenzo. Pero esto implica no sólo necesidad de transmitir, sino hacerlo conforme a la capacidad de comprensión de los oyentes, con lo que resulta que la lengua viene a ser una nueva visión del mundo. De pronto advienen unos considerandos que, si válidos para cualquier relato religioso en lengua vulgar, tienen un sentido preciso si se refieren al fin que las vidas quieren alcanzar.
En primer lugar esa protesta de humildad que hemos leído confiere al autor una aproximación ante su público. Supone un piadoso acercamiento hacia gentes que se consideran iletradas, lo que es una captatio benevolentiae para los fines que se persiguen. Está dentro de una vieja trayectoria que ahora se expresa en romance por más que se conociera en la etapa anterior de las Vitae, cuando los relatos se enunciaban en latín. Los más viejos hagiógrafos hablarían de la nulla eloquentia, que afectaba a los colores retóricos; los del siglo XIII se apartaban de lo que pudieran ser manifestaciones preceptistas para –en su conjunto– cambiar todo el registro: una lengua y no otra. El romanz paladino no era sino el sermo humilis del que tanto se alaban los antiguos o las protestas de una lengua rústica y sin ornato como quería el autor de la vida de San Huberto, bien que el saber, cuidadosamente celado, descubriera a veces unos niveles de habla que delataban conocimientos lingüísticos que no eran nada vulgares. He aducido los registros que Berceo poseía al caracterizar usos del romance frente al latín y ahora quiero considerar otras cosas.
Es un lugar común hablar de la torpeza del narrador, sea en latín, sea en romance, pues lo único que sirve es la verdad que reside en Dios, según manifestaban los hagiógrafos . Lógicamente estas protestas tendrán carácter más creíble si el narrador es original y no mero traductor; Berceo las antepone en su quehacer como protesta que ha de servirle para ser más fácilmente creído. El sermo simplex de San Braulio era congruente con el sentido de los antiguos retóricos y lo es en Gonzalo, que traduce -no lo olvidemos- la vida escrita por el obispo de Zaragoza. Tenemos, pues, que el hagiógrafo recurría a la actualización lingüística como procedimiento para acercarse al pueblo al que pretendía servir, y esta actualización le lleva a su identificación como criatura real, y conocida, y al uso del dialecto local. En el primer caso, su intrusión en el poema sirve para asegurar la veracidad del relato, pues queda avalada por aquel hombre cuyas señas de identidad conocemos ; en el segundo, el riojano facilita la comprensión, y la identificación. Estudiando muchos documentos de la región, concluí que el dialecto riojano terminaba con Gonzalo de Berceo, fue él quien lo elevó a su máxima cumbre tanto por la variedad como por la intensidad de sus rasgos, independientemente que su condición de autor haya quedado oscurecida por las sombras de tantos copistas como nos han dado un Berceo distinto del que fue. Se ha dicho que de toda la gran tradición manuscrita del Graal, no queda sino el nombre de Crestiens de Troies, que agrupa tantos materiales dispersos, del mismo modo que Gonzalo de Berceo reordena esos manuscritos heterogéneos que amenazan a cada editor de las obras del poeta, y menos mal que podemos ahorrarnos el inventar «riojanismos», pues poseemos la feliz coincidencia de que el poeta y algunas copias caracterizadas de sus textos estuvieron adscritos al mismo monasterio.
Pero hay algo que nos hace entrar en este mundo de la creación hagiográfica a través de la lengua, me refiero al empleo del verso, y del traductor como juglar. Cierto es que, en el siglo XIII, la lengua para ejercer la ejemplificación de los feligreses tenía que ser el romance y no el latín. Cierto, también, que esa ejemplificación podía hacerse por otros recursos que no fueran exclusivamente las vidas de santos, pero éstas, resulta inevitable, tenían que escribirse en lengua vulgar para que fueran entendidas. Surge aquí otro problema que liga a Berceo con la tradición hagiográfica: el escribir en verso y el caracterizarse como juglar. Es evidente que un relato en prosa puede servir para la ejemplificación, pero de modo distinto a cómo lo hace un poema. Un antiguo artículo de Cirot nos muestra al poeta rodeado de las buenas gentes lugareñas mientras les va leyendo las cuadernas de sus textos. No era idea descabellada. Quiero, sin embargo, llegar a estas conclusiones por caminos distintos y ahora pertinentes. El verso servía para comunicar la palabra en una lectura colectiva; la prosa, en privado. Poseemos informes que ayudan a aclarar semejantes propósitos. Nada menos que Veda el Venerable en la Vita Sancti Cuthberti nos dejó unos versos memorables:
«Flammivomisque soles dare qui nova famina linguis, I Munera da linguae, verbi tua dona canentis», y Grimaldo, en la Vita Sancti Dominici, seguida por Berceo, pone: « Volens ostendere legentibus in sequentibus eum virtutibus et doctrina bonorum pastorum floruisse» , lo que ,hace pensar en una lectura particular frente a los poemas que se consideraban propios de las reuniones en las que «vulgarisent l’enseignement officiel et se font le reflet de la mentalité de leurs auditeurs». Por eso abundan tanto las vidas poemáticas de santos: seguir las listas que elaboró Brigitte Cazelles resulta impresionante 48. No conviene olvidar que, en el siglo XII francés, hubo 24 y en el XIII, 114; que Gonzalo de Berceo se instauró en esa tradición de la que aprendió no poco y que, en relación con Galorromania, hay un desarrollo literario en La Rioja que, en torno a Berceo, vendría a situar la Vida de Santa María Egipciaca y el Libro de la infancia y muerte de Jesús.
Berceo se vio forzado a utilizar el romance y, en función de él, escribió vidas en verso que leería para edificación de sus feligreses. Todo va resultando coherente, pues el recitado en lengua vulgar haría pensar en el oficio de los juglares. No es nuevo el hallazgo, ya que tiene antecedentes fuera de la literatura española, y creo que, viendo así las cosas, no estamos ante los tópicos de la humildad y de la modestia de que tanto se ha hablado, sino en una postura intelectualmente coherente. Hay que escribir en romanz paladino para que la gente entienda, hay que escribir en verso para que las vidas lleguen a quienes no saben leer, hay que hacer de juglar. Disponemos aquí de unos principios de rigor que nada tienen que ver con la ingenuidad, sino con la eficacia didáctica y, veremos, con la necesidad de los clérigos. Esto refuerza el carácter de lectura que tuvieron los poemas: si era necesario que las gentes supieran de los votos de San Millán, no se podía confiar en que leyeran unos pocos, muy pocos letrados, tenían que escucharlos todos, y había que mantener despierta la atención de los oyentes, tal y como hacían los juglares. Por eso el versificador de SO (184 a), consciente de su quehacer poético, puede acomodarse bien con el juglar de SD, lo mismo que contrapone al pedir un vaso de vino (SD, 2 d) como el solicitar el rezo de una oración (Sacrif., 297 c). Por otra parte, conviene no olvidar que los juglares que cantaban vidas de santos eran estimados por la Iglesia, según el testimonio de Thomas Cabham, casuista inglés del siglo XIII, y es sabido que, en el mismo siglo, unos donceles que iban a ser armados caballeros, en su vigilia, escuchaban a un juglar la vida de San Mauricio, bien que sea significativo y, si aislado, poco probatorio, que el santo mandaba la legión tebana, que prefirió ser inmolado a abdicar de su fe. Diezmados sus componentes una y otra vez, fue Mauricio quien llevó la voz de sus hombres hasta alcanzar el sacrificio. Era el año 283 o el 302.
En el mismo hombre se daba la conciencia del poeta culto y la necesidad de actuar como cantor popular. Eran, simplemente, aspectos de una misma pretensión: comunicar y obtener los frutos de esa comunicación. De este modo atenúo algo que vio Gicovate con acierto: no se trata de sumisión juglaresca, sino de unos clisés sin significado. Suscribo lo primero y no puedo aceptar plenamente lo segundo: si carecieran de significado, ¿para qué su empleo? Están porque deben estar y no poco acierto es haber visto que, en la obra culta (la de Berceo), «adquieren cierto sentido irónico», lo que, en verdad, dista mucho de la ingenuidad. Tampoco me parece cierto que sea escritor «para una minoria especial», pues, si lo fuera, hubieran sobrado muchas cosas, incluidos los votos de San Millán. Escribía para todos: los clérigos que le seguían y que se harían cargo de sus pedanterías; los alcaldes, merinos, etc., que entenderían las peticiones de ayuda económica; las gentes piadosas que se edificarían con los milagros, y los feligreses que, además, comprenderían el mundo local al que ellos también pertenecían. Creo que algunas ideas de Zumthor tienen plena validez en este momento. Cuando trata de explicar qué es la poesía oral, recurre a la idea anglosajona de performance, entendiendo como tal «l’action complexa par laquelle un message poétique est simultanément transmis et perçu, ici et maintenant. Locuteur, destinataire(s), circonstances (que le texte, par ailleurs, a l’aide de moyens linguistiques, les represent ou non) se’trouvent concretement confrontés, indiscutables». Creo que resultan claras muchas cosas que no lo estaban antes y valdrán para explicar de modo diferente qué se entiende por actitud juglaresca en los autores del mester de clerecía. Acaso no podamos separar, esta voluntad de comunicarse con los oyentes, de una forma de la espiritualidad benedictina: estos monjes misioneros y reformadores fueron gramáticos y uno de ellos, Esmeragdo, abad de San Mihiel (mitad del siglo IX), enseñó que la gramática, como los tratados de vida espiritual, era un camino para ganar el cielo y había comentarios a Esmeragdo en la biblioteca de San Millán, ya en el siglo X. Su latín era un latín eclesiástico, pero, desde una consideración estrictamente religiosa, se tuvo como un enriquecimiento de la lengua clásica por la espiritualidad que aportó, y, una vez más, valga el juicio de Leclercq.
Tendríamos aquí cumplida esa dualidad que se da en la literatura traducida. Trasvasar de una lengua a otra es un quehacer erudito que exige no poca capacidad de (re)creación: ahí queda el testimonio de Berceo como intérprete de una gran tradición medieval. Pero, al mismo tiempo, el juglar reelabora sus textos haciéndolos vivir en sus variantes 58. En la conciencia del escritor Gonzalo de Berceo convergen la trayectoria del erudito y la del cantor popular. Una y otra crean la misma necesidad de reelaborar los textos sea para interpretarlos sea para darles una eficacia inmediata. Nosotros no poseemos los textos escritos por el propio poeta, sino copias más o menos autorizadas; leer las variantes de una obra no demasiado -compleja en su transmisión nos deja atónitos y nos plantea la existencia de tantas versiones de una original como copias nos han llegado. Debatirnos para restablecer la lengua del autor es necesario y debemos hacerlo, pero no olvidemos otra cuestión: quienes copiaban también participaban en la «creacióm», aportaban su saber (o su ignorancia) y creían establecer un texto mejor para que pudiera comprenderse. No de otro modo a como actuó el poeta al terminar un poema, suyo por la interpretación, no por la invención: «Gonzalvo fue so nomne qui fizo est’ tractado» (SM, 489 a).
Merecería la pena que pensáramos sobre la obra de Berceo. La transmisión de sus manuscritos nos puede aleccionar en este momento: el llamado S de la Vida de Santo Domingo de Silos «es una copia sacada en San Millán por un monje silense» que debía proceder de Campoo o una zona castellano-leonesa de carácter semejante. El monje «colaboró» con Berceo sustituyendo riojanismos por leonesismos y poniendo las rúbricas cuando estuvo de regreso en su monasterio.
[…]
GONZALO DE BERCEO COMO HAGIÓGRAFO
MANUEL ALVAR