Exploraciones y viajes fabulosos durante la Edad Media
“Porque muchos toman placer y solaz en oír hablar de las cosas extrañas” Juan de Mandeville.
A lo largo de la Edad Media misioneros, conquistadores, mercaderes y aventureros recorrieron Europa y, cada vez con más frecuencia, se alejaron de ella explorando nuevas rutas a lugares ignotos. En algunos casos pudieron volver y relatar lo que vieron con sus propios ojos, oyeron contar a los lugareños o directamente inventaron confiando en la credulidad de un público que a menudo no distinguía la realidad de la fantasía. Narraciones en las que entraban en contacto con civilizaciones de extravagantes costumbres, criaturas monstruosas e, incluso, el mismísimo Paraíso Terrenal. Al fin y al cabo, para alguien que nunca había visto una jirafa, una caravana de camellos por el desierto o un palacio chino tales cosas podían resultar igual de increíbles —o verosímiles— que un basilisco, una ballena del tamaño de una isla o un reino de extraordinarias riquezas gobernado por un sacerdote-rey descendiente de los Reyes Magos.
Pese a la precariedad de los medios de transporte y de las vías de comunicación (en buena parte heredadas del Imperio Romano) los habitantes de la Europa medieval resultaron ser bastante viajeros. En el aspecto material, la escasez de propiedades privadas —al fin y al cabo las tierras pertenecían a cada señor feudal— no facilitaba precisamente el sedentarismo, mientras que en un plano espiritual mantenían una concepción cristiana de la vida como un viaje “por el valle de las sombras” en el que todos somos peregrinos. De manera que los estudiantes universitarios eran jóvenes errantes que usando el latín como lengua franca vagaban entre Salamanca, París, Bolonia, Oxford… los trovadores y juglares viajaban por palacios y ciudades ofreciendo su talento, los caballeros andantes y los llamados “justadores” iban de un torneo a otro demostrando su valor, mientras que otras profesiones como la de los pastores, arrieros y segadores también requerían una gran movilidad geográfica. Incluso los propios reyes y señores fueron grandes viajeros. Felipe II de Borgoña por ejemplo llegó a cambiar de residencia más de 100 veces al año. Los motivos que los impulsaban podían ser participar en cacerías, presenciar torneos y coronaciones o comprobar sus posesiones y de paso dejarse ver por sus súbditos. Por ello debían hacerse acompañar de grandes séquitos: en lo que a ostentación del poder se refiere, estos eran el equivalente nómada a construir grandes palacios o castillos. El rey Alfonso VI de León y Castilla viajaba a finales del siglo XI con un séquito de 226 personas, unos 200 caballos y 51 carros, así como varias vacas y ovejas. Entre el personal que le acompañaba, además de soldados, mayordomos y mozos de cuadra, también se encontraban capellanes, escribanos, juglares, halconeros y trompeteros, entre otros. No se privaban de nada.
Pero durante buena parte de una época tan variopinta y extensa como la Edad Media, fueron los motivos religiosos los que dieron lugar a los más tenaces e intrépidos viajeros, ya fuera en forma de peregrinos, cruzados o misioneros. El arzobispo franciscano de Ruán, Eudes Rigaud, por ejemplo se estima que recorrió caminando en el siglo XIII unos 80.000 kilómetros. Con tanto afán expedicionario no es de extrañar que acabasen adentrándose en lo desconocido, incitados por el ansia de ganar nuevos territorios para la cristiandad. Pioneros en esa tarea fueron los monjes irlandeses que exploraron durante la Alta Edad Media las islas del Atlántico Norte, practicando la peregrinatio pro christo.
Entre ellos destacó Brandán de Clonfert, nacido a finales del siglo V y también conocido como “El navagante”, “El viajero” o San Borondón. De acuerdo a la legendaria narración sobre su vida escrita varios siglos después, Navigatio brendani, Brandán recibió cierto día la visita de un monje ermitaño que le habló sobre el paraíso terrenal en el que una vez estuvo y le animó a buscarlo, tarea en la que le acompañaron otros 14 monjes. Como en toda narración que se precie, lo importante acabó siendo el propio viaje y no el destino. Al cabo de 40 días de navegación hacia el sur hallaron la Isla de las Delicias, y tras ella otra poblada por carneros. Uno de ellos les servirá para celebrar la Pascua de Resurrección, sacrificándolo a lomos de una isla que en realidad resultó ser una colosal ballena. La Pascua de Pentecostés la celebraron en la Isla de los Pajaros y la Navidad en otra habitada por dos cenobitas llamada Albea. Y así durante siete años siguieron ese ciclo de celebraciones anual, mientras iban explorando nuevas ínsulas. Incluso dan con una gigantesca columna de cristal que desde el fondo del mar llega hasta el cielo. Finalmente desembarcan en la Isla de la Felicidad, también conocida como Isla de San Borondón, que resultaba ser el paraíso que el ermitaño le describió. Esta narración se haría muy popular durante los siglos venideros, hasta el punto de que el diez de agosto de 1958 en su página seis el periódico ABC, tan apegado a la realidad como de costumbre, publicó una fotografía de dicha isla. Posteriormente parece ser que es la que inspiró a cierta serie.
Los otros grandes exploradores durante la Alta Edad Media fueron los vikingos, que además de abrir rutas comerciales por los ríos europeos hacia el Este, exploraron el Atlántico hasta llegar a Islandia, Groenlandia —a la que su descubridor, Erik el Rojo, bautizó como Tierra Verde en un pionero ejercicio de propaganda— e incluso Norteamérica, a la que llamaron Vindland dado que en ella crecían las vides. Pero volviendo a los periplos de inspiración religiosa merece una atención especial la figura del peregrino. Su recorrido afrontando penalidades era una demostración de fe y su destino un lugar que por un motivo u otro resultaba sagrado. A veces el peligro no cesaba al llegar. Como en el caso del santuario de Mont-Saint-Michel, situado junto a una playa y solo accesible durante la marea baja, de tal manera que en 1318 hubo 18 peregrinos ahogados, 12 murieron en las arenas movedizas y otros 13 asfixiados por las multitudes en el interior del recinto. Otro lugar de peregrinación muy apreciado fue el Purgatorio de San Patricio, en el punto más occidental de Irlanda, del cual se decía que si se permanecía un día entero encerrado en su cueva, soportando las espantosas visiones que en su interior al parecer se sufrían (¿quizá por falta de oxígeno?) entonces quedaba uno perdonado de sus pecados. Con el paso del tiempo cada ciudad europea quiso su particular reliquia, de forma que si se juntasen todos sus restos Cristo tendría más extremidades que un Kraken. Pero los tres grandes destinos de peregrinación de la cristiandad fueron sin duda Compostela, Roma y, cómo no, Jerusalén.
Como decíamos, la peregrinación estaba sujeta a toda clase de peligros, como los bandoleros que acechaban en los caminos o los naufragios. Con el fin de dar cobertura a los viajeros fueron floreciendo toda clase de hostales y hospitales que curaban a aquellos que enfermaban durante el recorrido. Para mantener sus servicios se financiaban adueñándose de las propiedades de aquellos enfermos que se les morían, así que supongo que al ser ingresado mejor que te vieran aspecto de pobre… De todos los destinos de peregrinación, el de mayor valor simbólico, y también el más peligroso, era el de Jerusalén. A finales del siglo XI, el papa Urbano II promovió además las Cruzadas: ocho tendrían lugar para arrebatar dicho lugar a los musulmanes. Para llegar, la ruta más habitual era por mar, atravesando el Mediterráneo. Había que hacer frente no solo a las terroríficas bestias de ultramar y a las hordas infieles, aunque las amenazas que se cernían sobre los peregrinos podían ser a veces más, eh… peregrinas. Así las describía el fraile dominico Féli Faber de Ulm, que viajó en dos ocasiones a Tierra Santa a finales del siglo XV:
Como dice el poeta: mierda a punto es carga insoportable (maturum stercus est importabile pondus). Cada peregrino tiene junto a sí sobre su yacija un orinal —recipiente de barro o frasco— en el que orina y vomita. Pero como aquellos lugares resultan estrechos para la muchedumbre que albergan, además de oscuros, y con tantas idas y venidas, es raro que los dichos recipientes no se viertan antes de la madrugada. Por lo regular en efecto, impulsado por una necesidad apremiante que lo obliga a levantarse, un desgraciado derriba a su paso cinco o seis orinales, extendiendo así un hedor insoportable. Por la mañana, cuando los peregrinos se levantan y les pide gracia su vientre, suben al puente y se dirigen a proa donde, de un lado y del otro del espolón, hay dispuestos distintos retretes. No es raro que se forme delante de estos lugares una cola de trece o más personas que aguardan a tener un sitio en el asiento, y no es apuro sino irritación lo que se manifiesta cuando alguien se retrasa más de la cuenta. Yo comparaba de buena gana esta espera con la de las gentes que se confiesan en tiempo de Cuaresma.
Pero en este viaje espiritual los apuros corporales podían resultan aún si cabe más problemáticos, nos explica:
Las dificultades aumentan con el mal tiempo, porque los retretes se hallan entonces batidos constantemente por golpes de mar y los remos colocados encima de los bancos. Ir al excusado en plena tormenta, es exponerse a quedar completamente empapado, hasta el punto de que hay viajeros que se quitan las ropas y van al retrete totalmente desnudos. En este recorrido, el pudor tiene no poco que sufrir y no dejan de sobresaltarse las partes pudendas. Los que no están dispuestos a hacerse notar de esta manera van a agacharse en otros lugares que no dejan de ensuciar, lo que da lugar a escándalos, grescas y desconsideración a las personas honorables.
Estos barcos que transportaban a los peregrinos solían ser genoveses y venecianos, que controlaban el Mediterráneo Oriental y, a partir del siglo XIII, la Ruta de la Seda. Por ella se adentraron los hermanos Nicolás y Mateo Polo en 1255 para llegar a Asia. Allí el gran rey Kubblai Kan, cuarto hijo de Gengis Kan, les pidió que le trajeran aceite de la lámpara sagrada que ardía sobre el Santo Sepulcro de Cristo en Jerusalén. En su segundo viaje, iniciado en 1271, llevaron consigo al hijo de Nicolás, Marco, quién por entonces era apenas un adolescente y que pasaría en Oriente los 24 siguientes años de su vida. A su vuelta, tras ser capturado durante una guerra de venecianos contra genoveses, escribió en la cárcel El libro de las maravillas, una minuciosa descripción del inmenso Imperio Mongol (abarcaba casi toda Asia) que se convirtió en el relato de viajes más popular durante los siglos posteriores. Aunque en general era bastante realista, incluía partes fantásticas probablemente oídas a otros viajeros y tomadas por ciertas.
Así por ejemplo nos cuenta cómo en el límite occidental del imperio pasó por la provincia de Tangut, entre cuyas costumbres está la de no quemar los cadáveres hasta el día que fijan los astrólogos, y mientras al difunto le sirven de comer y de beber como si estuviera vivo. Además en el palacio de Kan los magos hacen levitar las copas y se comen hervidos a los condenados a muerte. En otra región hay un paraje cuyo suelo está cubierto de diamantes, pero permanece rodeado de escarpadas montañas infestadas de serpientes venenosas. Para hacerse con ellos, los lugareños lanzan filetes de carne a los que se pegan las piedras preciosas, y acto seguido acuden por ellos las águilas. Al remontar el vuelo las cazan o espantan para que dejen caer los filetes y se hacen con el tesoro. En la provincia de Tebet, los hombres rechazan casarse con una mujer virgen ya que la consideran mal vista por los dioses, de tal manera que las jóvenes han de ofrecerse a los viajeros, quienes a cambio les entregan un anillo o medalla. Por ello las chicas lucen en sus cuellos con gran orgullo a menudo más de 20 baratijas o medallas, demostrando así que han tenido muchos amantes y es entonces cuando podrán encontrar esposo. En la provincia de Caragián encontró monstruos “muy repugnantes de ver y de mirar” que podían tragarse a un hombre de un solo bocado, mientras que en Madagascar dio con grifos, unas aves tan grandes que podían apresar a elefantes entre sus garras y salir volando. Por último, cabe destacar también sus numerosas referencias al Preste Juan, un sacerdote-rey descendiente de los Reyes Magos que gobernaba un país de increíbles riquezas y que en la Edad Media muchos asociaban al Paraíso.
Otro explorador veneciano que describió su larga estancia en Asia, desde 1414 hasta 1440, fue Nicolo dei Conti, también bastante veraz aunque de nuevo alude a ese imaginario Preste Juan. Por su parte, Ruy González de Clavijo fue embajador del rey Enrique III de Castilla entre 1403 y 106 en la exótica ciudad de Samarcanda, capital del reino mongol. De esa aventura surgió su crónica Embajada a Tamorlán. Pero si alguien rivalizó en la descripción de sus aventuras con Marco Polo fue el autor anónimo de Viajes de Juan de Mandeville, un caballero inglés que en realidad no existió y que supuestamente recorrió Asia tras una peregrinación a Jerusalén. Aquí puede leerse una edición en castellano a la que recomiendo echar un vistazo pinchando en cualquier de los capítulos del margen izquierdo, porque es realmente divertida. Se trata de una narración que describía un buen número de islas del océano Índico, habitadas cada una de ellas por las más extraordinarias criaturas. Como los astomori, con un agujero en medio de la cabeza y que se alimentan únicamente del olfato. También habla de monópodos, monobrazos, hombres con bigotes de gato, grifos, basiliscos (con cabeza de pájaro y cuerpo de serpiente), mantícoras (con rasgos de hombre, león y escorpión), cinocéfalos (hombres con cabeza de perro), centauros, sirenas, mujeres serpiente, gallinas lanudas, corderos que nacen de vainas de árboles… prácticamente no se deja nada por inventar.
En el siglo XV, con la elaboración de mapas cada vez más realistas —como el llamado Atlas Catalán— junto con mejora de los sistemas de navegación, la atención se desplazó de las rutas terrestres a las marítimas, y de Oriente a Occidente. Buscando inicialmente una ruta que bordease África occidental, como la llegada al cabo Bojador en 1431. Mandeville en la obra anteriormente mencionada aludía a la posibilidad de llegar al Oriente atravesando el Atlántico en una vuelta al mundo, lo que influyó en un tal Cristóbal Colón, el último viajero medieval. Lo que reflejaría la paradójica naturaleza del mito que, siendo irreal, cautiva la imaginación de los hombres de tal modo que acaban transformando la realidad para asemejarla a él.
En cualquier caso hoy día ya no quedan más regiones del mundo por explorar y poblar con seres salidos de nuestra imaginación. Pero quedan otros mundos. Quizá quienes algún día los visiten vuelvan describiendo a seres tan extraordinarios que a su lado las mantícoras y los basiliscos parezcan mascotas…
1.- El Atlas Catalán, del año 1375
2.- Dragones de Yunnan del Libro de las Maravillas de Marco Polo, edición francesa del año 1410-1412.
3.- St. Brandan
4.- La Cruzada de San Luis.
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Bibliografía:
–Viajes y descubrimientos en la Edad Media, Eduardo Aznar Vallejo (Ed. Síntesis)
–Entre Oriente y Occidente, ciudades y viajeros en la Edad Media, varios autores (Ed. Universidad de Granada)
–Historia de la vida privada, el individuo en la Europa Feudal, varios autores (Ed. Taurus)
–Viajeros medievales, Margaret W. Labarge (Ed. Nerea)
–Historia Universal de las exploraciones, varios autores (de. Espasa Calpe)
–Los viajeros medievales, José Ángel García de Cortázar (Ed. Santillana)
–El mundo de los viajeros medievales, Miguel Ángel Ladero (Anaya)
–Libro de las Maravillas, Marco Polo
Publicado por Javier Bilbao
Jot Down Cultural Magazine (Difusión por Biblioteca Gonzalo de Berceo).
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