Es evidente que en la Edad Media, aún más que en nuestro tiempo, todo lo extraordinario sorprendía de un modo harto llamativo. La credulidad se hallaba en un estado más puro y primigenio que ahora. Ahí están para corroborarlo las pueriles reacciones que suscitaba un fenómeno astronómico como un eclipse, las incontables mirabilia que asombraban a los viajeros y que ilustran sus libros de viajes, los seres grotescos de los bestiarios, las mismas descripciones teriomórficas del Anticristo y la obsesión e ingenuidad que hasta algunos de los más sesudos sabios del momento demostraban al afirmar el año exacto en el que habría de producirse el temido final del mundo.
Esta curiosidad -incluso preocupación- se observa en el mismo don Fernando de Antequera, quien, siendo ya rey de Aragón, remitió una carta a fray Vicente Ferrer el 10 de mayo de 1414 para que le explicara el significado de una cruz luminosa aparecida en el cielo de una villa de Guadalajara mientras un fraile franciscano predicaba a la multitud. Al margen de la respuesta a esta carta, que además de diversas explicaciones a este hecho sorprendente incluía referencias al fin del mundo y al Anticristo, es importante reparar en la actitud del rey aragonés ante la aparición del prodigio, que él no había visto personalmente, sino que le había sido referido en un informe remitido a su palacio de la Aljafería en Zaragoza.
Sobran en la Edad Media europea ejemplos de este tipo, en los que puede apreciarse cómo la afición a las visiones, profecías y pronósticos apocalípticos alcanzaba hasta los más altos estamentos de la sociedad. Así, hacia mediados del siglo X, la reina Gerberga, esposa de Luis IV de Ultramar, pedía al monje Adso de Montier que le diera noticias ciertas de la impiedad y persecución del Anticristo, movida tal vez por simple curiosidad intelectual o por el miedo a su aparición inmediata. El rey Pedro I de Castilla requirió en varias ocasiones a un moro granadino llamado Benahatín para que le aclarara el significado de una profecía merliniana.
El infante Pedro de Aragón, hijo del rey Jaime II, fue aficionadísimo a los vaticinios y él mismo escribió varios de ellos como resultado de sus visiones, en una de las cuales pronostica la destrucción de España y la aparición del Anticristo. íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana, también mostró su interés hacia las profecías calamitosas en su Lamentación de Spaña, en donde, una vez más, como él mismo escribe, «a la gruesa Spaña terribles e infinitos males se apparejan, onde los buenos ni los malos non storcerán, ni en los advenimientos dellos será luenga distançia».
No quiero, sin embargo, que estos ejemplos sirvan de fácil argumento para justificar la extensión de las preocupaciones apocalípticas en Europa, porque, aunque puedan encontrarse muchos más testimonios como éstos -a los que habría que añadir un corpus enorme de otras manifestaciones-, por sí mismos sólo indican que determinados personajes de los altos estamentos sociales se sintieron atraídos, como curiosidad o como verdadera creencia, por el mundo de las profecías. No obstante, habrá que manejar otros datos más fiables para comprobar la posible extensión de lo apocalíptico en la Edad Media.
Parece que la jerarquía eclesiástica, aún sin negar la realidad del fin del mundo y la venida del Anticristo, siempre actuó con prevención frente a aquellos que se atrevieron a profetizar la inminencia de estos acontecimientos. Un pasaje evangélico fue manejado constantemente para corroborarlo: «De aquel día y de aquella hora nadie sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mt. 24.36). En el siglo V, la autoridad indiscutible de Agustín de Hipona refrendó en uno de los capítulos de su De civitate Dei esta prudente opinión13. Como muestra de una condena oficial puede servir como ejemplo la que un congreso de eclesiásticos emitió en Tarragona en el año 1316 contra algunas obras de Arnaldo de Vilanova, el médico catalán que estaba convencido de que la llegada del hijo de perdición se produciría en el año 1376. La sentencia reputaba como temerarias y erróneas las ideas de éste sobre la cercanía de la venida del Anticristo y el fin del mundo y las calificaba como contrarias a la Sagrada Escritura, a sus doctores e intérpretes.
No fue, sin embargo, hasta ciento sesenta años más tarde, cuando el decreto Supremae majestatis praesidio, promulgado en el V Concilio de Letrán en el año 1516, condenó de un modo tajante cualquier especulación que tratara de fijar los tiempos apocalípticos.
A pesar de esta postura oficial de la Iglesia, no faltaron nunca voces entre la misma clerecía que proclamaron la realidad inmediata de los acontecimientos finales.
Es difícil conocer el alcance que pudieron tener estas declaraciones, pero uno quiere imaginarse que, dada la atracción que el mundo medieval sentía hacia lo extraordinario, debieron de ser casi siempre «muy bien» acogidas. La inquietud, el temor y también las esperanzas que sembraron fueron motivo constante de preocupación, pues no sólo era el hecho de la destrucción de todo lo existente lo que causaba espanto, sino el momento decisivo en el que cada cual tendría que dar cuenta de sus acciones en este mundo. La misma regla de San Benito lo enuncia con toda claridad en su capítulo IV, al referirse a los instrumentos de las buenas obras de los monjes. El precepto número 44 es «temer el día del Juicio», mensaje que, por otra parte, estaba continuamente a la vista de todos en los numerosos Juicios esculpidos en los tímpanos de muchas catedrales o en las pinturas y frescos que a veces se encuentran en sus interiores. Un himno anónimo del siglo X lo expresaba perfectamente desde su primer verso: «Libera me, domine, de morte aetema in die illa tremenda». Son muchas las manifestaciones literarias de este tipo, como queda reflejado también en el poema De extremo iudicio, cuyo autor, el influyente Bernardo de Claraval, se hacía eco en el siglo XII de ese mismo miedo que inspiraban las representaciones iconográficas.
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PREOCUPACIONES APOCALÍPTICAS EN LA EUROPA MEDIEVAL
José Guadalajara Medina
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Imágenes del Beato Emilianense.