Introducción sobre la Inquisición española.
La Inquisición española fue una institución religiosa y política establecida en 1478 por los Reyes Católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, con la aprobación del Papa Sixto IV. Su propósito principal era garantizar la uniformidad religiosa en los territorios españoles, combatiendo herejías y asegurando que los conversos al cristianismo, especialmente judíos y musulmanes, practicaran la fe católica sin desviaciones. Tomás de Torquemada, confesor de la reina Isabel, fue el primer Inquisidor General y símbolo de esta institución.
La Inquisición no fue un fenómeno exclusivamente español, ya que instituciones similares existieron en Europa desde el siglo XIII. Sin embargo, la española se distinguió por ser una herramienta permanente bajo control estatal, con un Consejo específico encargado de supervisar sus actividades. Entre las medidas más infames se encontraba la tortura para extraer confesiones y el auto de fe, una ceremonia pública en la que se anunciaban las sentencias, que podían incluir la prisión, confiscación de bienes o la muerte en la hoguera.
El impacto de la Inquisición fue significativo. Miles de personas fueron perseguidas, torturadas y ejecutadas bajo sospecha de prácticas heréticas. Además, muchas otras huyeron de España, lo que afectó profundamente la diversidad cultural y religiosa del país. A lo largo de los siglos, la Inquisición también dirigió su atención hacia grupos como los protestantes y, posteriormente, hacia intelectuales influenciados por las ideas ilustradas y revolucionarias.
El alcance de la institución se extendió incluso a América, donde se establecieron tribunales para controlar la religión en las colonias. A pesar de su abolición en varias ocasiones durante el siglo XIX, no fue eliminada definitivamente hasta 1834, durante el reinado de Isabel II. Su legado sigue siendo un tema controvertido en la historia española, recordado por sus excesos y su impacto cultural y social.
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«Soliloquio sobre la inquisición y los moriscos» Julio Caro Baroja
Es evidente que la Historia tiene que ver con la Moral, pero lo que no es tan claro es cómo tiene que ver. Para los hombres de confesión y de doctrina, no hay duda. Los buenos están a un lado y los malos a otro. La misión del historiador es exponer las maldades de unos (que llegan a lo físico o material) y las bondades de los otros; además, en esta tarea bastante similar a la del predicador o el abogado, hay que demostrar que son los hechos los que cantan, es decir, que el expositor hará gala de objetividad, rigor científico, equilibrio, además de convicciones y se sentirá como el juez justo ante el pleito claro.
La Historia es el triunfo de la Verdad; todo con mayúsculas. Lo malo es que hace ya mucho que los historiadores geniales no estuvieron de acuerdo con esta posición y que pensaron que la Moral propiamente dicha tiene poco que ver con el juego de las acciones humanas en la Historia. Tucídices frente a Herodoto. A los que, historiadores profesionales o no, han defendido postura semejante en épocas modernas, se les ha llamado «maquiavélicos», dando a la palabra un sentido peyorativo de inmoralidad. Hoy día hay que confesar que existen pocos discípulos de Tucídides y sí muchos autores de sermones moralizadores, de derechas y de izquierdas, que terminan juzgando; y, sobre esto, tenemos la lacra de las «escuelas» y de las rivalidades, un tanto farisaicas, de cátedras, profesores, candidatos en estado de merecer y alumnos.
Lo que para unos es la verdad absoluta, para otros es un conjunto de errores groseros, de patrañas o de malos argumentos. La sentencia pascaliana acerca de la significación de los Pirineos para determinar lo que es verdad o no, podría adaptarse a otros accidentes o elementos físicos, por ejemplo, las paredes de un flamante instituto de investigación. Se comprenderá así que el tratar de asuntos como el que me toca desarrollar ahora, es decir, el de la Inquisición y los moriscos tomando como ejemplo y guía a un historiador precristiano y aún tachado de ateo por algunos, puede decir cosas que parezcan horribles a una serie de gentes beatífícas en todo o, cuando menos, aquejadas de beatería intelectual.
Hacer la apología de la Inquisición es difícil desde hace tiempo. Hacer públicos sus horrores y errores, más fácil pero, en todo caso, las dos tareas se han llevado adelante y no seré yo el que vaya a continuarlas. Si hubiera vivido en tiempos de la Inquisición, creo que habría sido un enemigo más o menos tácito de ella. Pasado el tiempo en que funcionó, he de ser enemigo de los hábitos que dejó metidos en sangre a muchos españoles hasta hoy y que del ámbito religioso han pasado al político y burocrático. Hábitos de soplonería, denuncia secreta, ventajismo oficial, fanatismo y otras lacras que conocemos por experiencia larga.
El haber vivido años en que rebrotó la casta de los denunciantes públicos, de lo que en castellano antiguo se llamaron malsines y en griego recibió el raro nombre de «sicofantes», nos puede servir para recrear o revivir históricamente otras épocas y otros ambientes. También puede servirnos en este caso el haber observado los efectos terribles del odio entre grupos raciales. Pero vamos al cuento.«A más moros, más ganancia»
En los estados medievales de la Península Ibérica, Iberia o España, aparte de diferencias étnicas y lingüísticas que caracterizaban, como hoy caracterizan, a catalanes y aragoneses, castellanos y navarros, gallegos, asturianos o vascongados, portugueses y andaluces, etc., había tres grupos étnicos de significado religioso: en esencia, cristianos, moros y judíos. Cuando don Carnal hacía su «convocatoria» famosa en el poema del Arcipreste de Hita, empezaba así:
«Don Carnal poderoso por la gracia [de Dios
A todos los xristianos, moros é [judiós» Como un rey podía hacerlo.En el siglo XIV vivían moros y judíos repartidos en proporciones diversas en las distintas partes de España. Los moros que quedaron en los estados cristianos reconquistados, estaban más concentrados al Este y al Sur; también los había en ciertas zonas del centro y llegaban hasta la parte más meridional de Navarra y Cataluña. En las ciudades había barrios enteros constituidos por esta clase de población, pero otro sector grande vivía en aldeas, alquerías y granjas de señores. En Aragón y Valencia había pueblos enteros de moros. La población judía era esencialmente urbana. Aunque no faltaban, eran pocos los judíos que vivían en distritos rurales.
El elemento cristiano dominante por doquier, salvo en el pequeño y muy abatido reino moro de Granada, tenía una postura ambigua entre los pertenecientes a las dos grandes religiones sometidas. Vivían los judíos pegados a los castillos reales y siendo a veces personas de toda confianza de monarcas y grandes. De vez en cuando, el pueblo guiado por hombres religiosos y violentos, irrumpía en las aljamas, hacía grandes matanzas y saqueos. En casos, también se obligó a muchos judíos a convertirse al Cristianismo por la fuerza, por miedo. Primeros intentos de «unificación». Benditísima palabra siempre.
Los moros, que recibían nombres distintos y que eran conocidos en general por mudéjares, vivían con sus autoridades religiosas y civiles que han dejado leyes escritas, incluso en romance, partiendo siempre del Corán. La «Morería» era su barrio propio en los núcleos mayores y solían ser buenos artesanos y artífices. Más famosos eran aún como hortelanos y cultivadores de vergeles con variedad de árboles frutales, en tierras de regadío. Económicamente dependían de señores cristianos que sacaban de ellos mucha ganancia. Un refrán que se popularizó y que está en el Vocabulario de Gonzalo Correas, es el de «A más moros, más ganancia».Los señores en sus estados, sobre todo en los reinos de Aragón y Valencia, tenían a los moros muy sumisos, más sumisos que a los vasallos cristianos. Entre el labrador cristiano viejo que cultivaba trigo y cereales en los secanos y el moro horticultor se desarrolló una antipatía que quedó hasta la época del conflicto final con los moriscos, según expresan textos como el del aragonés Aznar de Cardona.
Pero no sólo era por leyes civiles y religiosas, géneros de vida, trabajo y estatuto dentro de los reinos por los que los moros eran distinguibles. Se distinguían también porque hablaban el árabe, mejor o peor, y el romance con peculiaridades propias. Su atuendo, sobre todo el femenino, era distinto, como distintas eran las comidas, fiestas y tradiciones en general. En última instancia, escribían también con caracteres árabes tanto en su idioma como en el romance, al que llamaban aljamia. Modernamente se han hecho grandes avances en el estudio de la literatura aljamiada que llega a los moriscos. En término de lo que los antropólogos llaman «Cultura», los mudéjares tenían una y los cristianos otra, con sus variedades regionales que hacían distinguirse al moro «tagarino » de la banda del Ebro, del valenciano, del andaluz o el murciano.
El espíritu de linaje, la solidaridad agnática era entre ellos más fuerte de lo que se ha dicho, siguiendo acaso demasiado al pie de la letra un texto memorable de Aben Jaldún.Comienza el drama
A fines del siglo XV, esta situación que puede considerarse válida para los doscientos años anteriores, queda cambiada por completo. El reino de Granada cae. Los moros son totalmente vencidos como potencia estatal. El enemigo secular ha desaparecido ante el empuje evidente de los cristianos que se expresa no sólo en la guerra. Los moros que quedan en el reino conquistado son gente parecida en hábitos y costumbres a los mudéjares viejos, salvo algunas familias aristócratas que de modo más o menos lento se incorporan a la nobleza cristiana o se «camuflan» como pueden.
Y aquí comienza otro gran drama. Los moros granadinos son objeto de grandes campañas de catequización llevadas adelante por dos hombres de temperamento distinto. Fray Hernando de Talavera, primer arzobispo de Granada es un hombre religioso en esencia. Fray Francisco Jiménez de Cisneros, un religioso con ideas políticas. Lo que el uno quiere llevar adelante por medio de la mansedumbre y paciencia, el otro lo procura realizar por métodos de fuerza y hasta de soborno. Hizo una gran limpia de libros arábigos, bautizó en masa y las coacciones fueron tan grandes que en 1500 y 1501 hubo revueltas. Se dio otra opción entonces. Salieron más moros a Berbería y los que quedaron, como otros de Castilla, se bautizaron en bloque. Ya son todos cristianos. Otro paso hacia la deseada «Unidad».
Desde mucho antes de 1492 se considera que la «Unidad» es un bien. Ya en tiempos de Herodoto, cuando los griegos llegaron a triunfar de los persas, corrieron lemas unitarios como el de «igualdad ante la ley, igualdad de idioma; democracia». En otras épocas, los ideales de «Unidad.. han sido otros.Los elementos que lo pusieron en marcha, allá en tiempos de los Reyes Católicos, eran burocrático-teocráticos y el que representó mejor la combinación de los intereses monárquicos y los intereses de la Iglesia fue el cardenal Cisneros, seguido en esto por Carlos V. Dejemos por unos momentos a los grandes de la tierra haciendo grandes cosas y hablemos de ciertos cambios sobrevenidos a raíz de la conquista de Granada, en las generaciones que empiezan a actuar a comienzos del siglo XVI.
No cabe duda de que entonces hay unos años de orgullo colectivo entre los cristianos viejos. No cabe duda también de que se constituyen firmes unos ideales que podrían llamarse «neogóticos» o un sistema de valores en que la fe, la sangre y la espada andan unidas. Todo es «hacerse de los godos» y extasiarse ante la propia perfección. Los vencidos, los oprimidos, sean «cristianos nuevos» de moro o «cristianos nuevos» de judío, no sólo tienen una mácula religiosa cercana. Son también de «sangre impura». Este peculiar cristianismo hispánico, en última instancia, es el resultado poco cristiano en verdad de que pueblos enteros vivan obsesionados por nociones como la de «limpieza» o «pureza» de sangre y que proliferen los famosos estatutos, que excluyen de cargos determinados no sólo a los conversos sino a sus descendientes por algún costado. La pureza en beneficio del «enchufista». iQué hermosura!
Nadie puede calcular lo que la aplicación de estas ideas ha costado en términos de dinero, de preocupación, de vergüenza y esfuerzos de astucia. Nadie puede determinar la cantidad de neurosis y monomanías que han podido producir. Nadie sabrá, a punto fijo, la cantidad de ficciones, ocultaciones y posiciones ambiguas que. ha producido el miedo a la impureza y la baladronada goticista. Los franceses e, italianos del XVI, observadores malévolos del poder hispánico, ya dijeron bastante con respecto a este ambiente en el que se crea todo el lenguaje.La palabra «morisco», por ejemplo, parece suponer la existencia del latín «mauriscus». En griego vulgar también «maurikós». Con valor adjetivo en el habla medieval, registra vocablos adelante como «grecisco», equivalente a griego o cosa de griegos y en el se habla común «berberisco», El «morisco» aparece al bautizarse, «vellis nollis», el moro, el mudéjar, sea tagarino, elche o de la estirpe y actividad que sea.
Covarrubias, en su Tesoro, lo definiría así, casi al tiempo de la expulsión: «Los convertidos de moros a la Fe Católica».A esto añade: «y si ellos son católicos, gran merced les ha hecho Dios y a nosotros también». Notemos el tono reticente.
El morisco es un personaje tópico en la España del XVI, como lo puede ser el vizcaíno, eI mercader de origen hebreo, el soldado fanfarrón o el pícaro. Se usa de especial perspectiva para juzgarlo. Con relación a tiempos pasados, el moro es una cosa. En el presente, el morisco, otra muy distinta El antiguo sabio astrónomo y astrólogo, arquitecto estupendo, caballero cumplido, galán sentimental y generoso. El moderno, un pobre hombre de negado, cerril, terco, dedicado a las tareas humildes, los mismo en el campo que en la ciudad. Comer berenjenas era propio de su calidad de horticultor. Hace buñuelos lo propio de la estirpe en las plazuelas y callejas de villas y ciudades.
Los romances fronterizos y otros referentes a los últimos tiempos de la monarquía granadina, los cultos y más tardíos también, nos dan una imagen romántica del moro que influye sobre la literatura europea hasta la época de Chateaubriand, por lo menos. Por ejemplo, Johann Gottfried Von Herder, se recreaba traduciendo:
«Abenamar, Abenamar!
Mohr aus diesem Mohrenlande
Jener Tag, der dich geboren
Hafte schöne grose Zeichen».O aquello del moro Zaide.
[…]
Soliloquio sobre la inquisición y los moriscos
Julio Caro Baroja
Embarco de moriscos en el Grao de Valencia, de Pere Oromig.