El desnudo era aceptado por los que concurrían a los salones literarios franceses del siglo xix, siempre y cuando el entorno fuera claramente «clásico», presentando personajes de una cultura en la cual la desnudez era usual, como en este cuadro de Jean-Léon Gérôme, Jóvenes griegos con pelea de gallos (Musée d’Orsay, París, 1846).
El cuerpo desnudo en la Baja Edad Media
Protección u ornato, el vestido es la última envoltura de la vida social antes de los puros misterios del cuerpo. Volvamos por un instante al maestro peletero de Lucca puesto en escena por Sercambi y a su temor de perder en el baño su identidad al mismo tiempo que se despojaba de sus hábitos: siglos de vigilancia cristiana y de prohibiciones moralizantes le impiden reconocerse en su cuerpo opaco.
La desnudez es el signo de una regresión con respecto al orden colectivo, de una ruptura con los círculos de la sociabilidad medieval; hasta en los tímpanos de las catedrales, elegidos y precitos aparecen todavía vestidos. La desnudez femenina es la lujuria, malsana y pelirroja, tal como la ve Pisanello; es también la exhibición forzosa de las prisioneras cautivas entre las que un emperador de novela escoge una mujer, o son escenas de violencia al resplandor de las antorchas. En cuanto a la desnudez masculina, se asocia, en las representaciones literarias, a los fantasmas de la locura o la vida salvaje: el niño-lobo, el caballero enajenado carecen de memoria y de gestos controlados, y se hallan recubiertos de una nueva piel; en la catástrofe del baile de los Ardientes, que franqueaba los límites de lo conveniente al introducir en la corte de Carlos VI al hombre salvaje, la opinión común vio la sanción de lo prohibido. Finalmente, en el ceremonial de las ejecuciones públicas, los condenados que se presenta a la contemplación de la muchedumbre se ven privados de sus vestiduras: los ahorcados de Pisanello, los de Villon, los dibujos de Andrea del Sarto para las pinturas infamantes de los capitanes florentinos de 1530, son otros tantos espantosos y grotescos títeres en camisa.
Gloria y suplicio
Estas imágenes y escenificaciones nos ofrecen sin duda ciertos paroxismos obsesivos del cuerpo; lo que tienen en común unos con otros es la privación violenta, escandalosa, degradante, del vestido que hace sentirse seguro y distingue. Pero tampoco faltan otras imágenes que hacen de la desnudez una invención de la cultura cristiana: Adán el glorioso y Jesús el supliciado imponen al pueblo fiel los dos extremos de la historia de la Creación y de la Redención, esplendor del cuerpo virgen y dolor del cuerpo martirizado. A finales de la Edad Media, este espectáculo simbólico se encarna: la lengua alemana no dispone más que de un solo vocablo para la carne del cuerpo viviente y la carne de comer, Fleisch, y semejante ambigüedad expresa a la perfección el peso humano, en la pintura del norte de Europa, que habita a partir de comienzos del siglo XV la desnudez triunfante de Adán y Eva, y la desnudez de Cristo torturado hasta la muerte. Se ha retenido a veces del realismo las lecciones tenebrosas: el virtuosismo de los artistas y las expresiones de una piedad morbosa han multiplicado las representaciones de la carne muerta. De la Pietá de Enguerrand Quarton a los Vesperbilder germánicos y al Cristo muerto de Mantegna y, para concluir, a la predela de Holbein, del museo de Basilea, que ofrece el tamaño del ataúd para este cadáver solitario, hay un impresionante recorrido por el camino de la salvación.
Pero el nuevo Adán cumple las promesas hechas al cuerpo glorioso del primer hombre. Adán y Eva, en los paneles del Cordero místico de Van Eyck, presentan por primera vez en la historia de la pintura occidental la tez, el vello, las redondeces o los repliegues que sugieren la circulación de la sangre y el aliento de la vida; o se estremecen en su desnudez ejemplar bajo el cincel de Rizzo, en Venecia; pintados o grabados por Durero, adquieren toda la elegancia que la Antigüedad recobrada imprime sobre sus ademanes armoniosos. Son imágenes sosegadas y nobles que amansan el cuerpo de la juventud y que pregonan la belleza del mundo, en el que el hombre se ha convertido en la medida de todas las cosas.
Es posible que el primer estudio de un desnudo posando ante un pintor sea el dibujo de Durero, fechado en 1493, y que representa a una joven desnuda de pie. Ha dejado caer sus ropas pero conserva sus babuchas de casa, que la aislan del suelo frío mientras posa. Este detalle de la vida privada le otorga su nueva fuerza al estudio de este cuerpo expuesto sin pretexto alguno ni segundas intenciones a la mirada que lo escruta lo mismo que escrutaría una flor o un fruto. Ahora se puede medir el camino recorrido desde la Eva metafísica de Autun, que no dejó ninguna huella de su gestación; la joven alemana de 1493 es uno de los innumerables retratos posibles de Eva en el siglo XV y ni siquiera se la toma como su modelo.El diálogo entre el hombre y su imagen, tal como se la remiten los artistas, participa de la nueva conciencia que los hombres y las mujeres de finales de la Edad Media tuvieron de la revelación de su cuerpo. Y ello aunque no se hicieran ilusiones sobre el cuerpo delicioso y pecador, del que el alma habría de escapar con el ultimo suspiro para ir a habitar en la sombra el cuerpo doliente del purgatorio.
Frente al desnudo reconciliado del otoño de la Edad Media, que nadie espere que va a poder conocer por fin la intimidad. Lo privado se nos escaparía, si creyéramos encontrarlo dispuesto a revelársenos bajo la capa de las convenciones y los signos. No se alcanza lo íntimo igual que se pela una cebolla. La intimidad es ciertamente el último círculo de lo privado, ¿pero pasa necesariamente por el cuerpo ofrecido, despojado, asediado? Si levantara los edredones de los lechos «bien arreglados», linterna en mano, el medievalista no hallaría sino cuerpos desnudos y dormidos. La desnudez supone una mirada, una mirada percibida, y luego la llamada que resonó en el paraíso de los primeros días. Tratemos al menos de sorprender, en esta etapa, la mirada que los hombres y las mujeres del final de la Edad Media dirigieron a su propio cuerpo.
Las funciones naturales
Si la salud del cuerpo es un elemento determinante de la vida privada de los individuos, la única forma de aproximarse a semejante verdad tendrá que apoyarse en el análisis de los hechos estadísticos.
Puesto que se posee sobre los individuos, a partir del último tercio del siglo xiv, una documentación iconográfica mucho más amplia y fiable que para las generaciones anteriores, valdría la pena considerar como una población estadística el conjunto de los retratos conservados por clases de edad y por regiones, a fin de intentar, mediante fotografías de grupo, una aproximación a su salud física. A través del filtro de la pintura, extraeríamos sin duda de este examen la impresión de que los notables urbanos estaban bien alimentados, si bien ciertos detalles no dejarían de revelar, tal vez, complexiones o afecciones esclarecedoras para la historia fisiológica de un medio social. O por lo menos una clasificación por temperamentos, del sanguíneo al melancólico, ya que los secretos del ca¬rácter se desenmascaran, según el Calentarlo de los pastores, gracias al semblante. La tez, fruto de decocciones internas, es esencial en la Edad Media para la percepción de la identidad personal hasta el punto de que las heroínas de novela se tiñen simplemente el rostro a fin de pasar inadvertidas. Bajo la piel y la tez, el esqueleto. La osatura es también una señal, cuya medida estadística merece la pena de emprenderse: tamaño de las piedras sepulcrales y de las estatuas yacentes, gálibo de las armaduras, cuyas colecciones se hallan dispersas por toda Europa, y que no dan la impresión de que los guerreros que intervenían en las justas y los jefes fueran de talla reducida. Pero son sobre todo las investigaciones sistemáticas emprendidas a partir de las sepulturas rurales las que están enriqueciendo desde no hace mucho tiempo el conocimiento histórico sobre la parte más numerosa de la población europea de finales de la Edad Media. Los campesinos, que no disponían de tiempo para discurrir sobre los temperamentos, tenían, a buen seguro, la tez curtida o tostada. Así es como los describen los textos literarios que los sacan a escena. Los escasos retratos que los captan como personas y no como estereotipos ponen de relieve el vigor y la salud del modelo, como la de la mujer eslovena que posó tan sonriente para Durero, o la del barbudo con gorro de piel de cordero que se prestó al juego antes Lucas Cranach el Viejo.
Las apasionantes averiguaciones que se están desarrollando a partir del examen de los esqueletos, como las llevadas a cabo en Saint-Jean-le-Froid por F. Piponnier y R. Bucaille, han aportado nuevas conclusiones sobre la constitución física, el régimen alimentario, y hasta los grupos sanguíneos de ciertas poblaciones rumies A diferencia de los mineros, como los del villorrio de montana de Brandes en Oisans, expuestos al saturnismo y a las deformaciones óseas debidas a sus condiciones de trabajo, los campesinos de Borgoña han dejado señales irrefutables de su buen estado de salud: bien plantados, poseían una excelente dentición, y sus huesos no presentan huellas de enfermedades crónicas. No hemos de extender a toda Europa el resultado de unas encuestas iniciales, pero sí cabe comprobar, con M.-Th. Lorcin, que la arqueología confirma en este caso la imagen que nos ofrecen del hombre del campo textos como los Fabliaux, y las Novelliere de Sercambi, o miniaturas como las de Las muy ricas Horas del duque de Berry. Los personajes representados aparecen en la plenitud de sus fuerzas; poseen la frescura inocente y brutal que Emmanuel Le Roy Ladurie advierte en la población de Montaillou; cumplen con toda su energía las funciones naturales del cuerpo, comer y beber, evacuar y hacer el amor.
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Aproximación a la intimidad, siglos XIV y XV
HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA
De la Europa federal al Renacimiento 2
Dirección de Phillippe Ariés y Georges Duby
Varios autores
Adán y Eva [Durero]
Fernando Checa Cremades
Adán, 1507, óleo sobre tabla, 209 x 81 cm, firmado en el ángulo inferior de la derecha con el monograma «A.D.» [P2177].
Eva, 1507, óleo sobre tabla, 209 x 80 cm, firmado y fechado. En una rama pende una cartela de madera, donde figura un papel con el letrero: «ALBERT DÜRER ALMANUS / FACIEBAT POST VIRGINIS / PARTUM 1507 A.D.» [P2178].
Museo del Prado
Como ha señalado Fedja Anzelewsky, las dos tablas con el tema Adán y Eva conservadas en el Museo del Prado no pertenecen, como resultaba habitual en la época en la que fueron pintadas, a ningún conjunto de especial significación religiosa, como podían ser trípticos con una escena en su mitad o partes exteriores de las alas de un altar. La pareja en cuestión ha de ser contemplada como tal, y solo así, en una visión de conjunto, se entiende su composición y las relaciones de tipo compositivo que establecen entre sí ambas figuras y sus gestos. No estaríamos tan solo, ni siquiera principalmente, ante unas obras de predominante sentido religioso, sino más bien delante de dos estudios de desnudos que tienen que ver con el interés de Durero por el tema de las perfectas proporciones humanas, una preocupación muy típica del renacimiento y que sería obsesiva en el artista de Núremberg. Las dos tablas fueron pintadas por Alberto Durero en los primeros meses de 1507, apenas regresado de su segundo viaje a Venecia, tiempo en el que estaba especialmente interesado en el estudio teórico sobre las proporciones humanas. Recordemos que fue en 1504 cuando realizó su famosa estampa Adán y Eva, precedente más directo de las dos tablas del Museo del Prado. En esta estampa nos muestra las figuras de nuestros primeros padres en el Paraíso terrenal, rodeados de animales y de vegetación, con los rostros de estricto perfil y con una clara relación psicológica y gestual entre ambos. Sin embargo, en las pinturas, la relación entre ambas figuras es más formal y compositiva que psicológica. Adán, cuyo rostro se presenta de tres cuartos, entreabre la boca en un gesto y una mirada de deseo que nos conduce hacia fuera de la composición y no tanto hacia Eva. Ésta se presenta de frente, casi como caminando hacia el exterior, ya que su pierna derecha avanza hacia el espectador. El artista se ha concentrado en la belleza de ambos rostros y cuerpos, una belleza que emana, sobre todo, de la perfección y compostura de sus miembros, cuyos perfiles se recortan sobre un fondo uniforme de color negro que no nos distrae en absoluto con ninguna anécdota o figuras complementarias como sucede en la estampa de 1504. Ambas figuras se apoyan en un suelo muy austero con un horizonte bajo que acentúa su esbeltez y elegancia. El árbol bíblico de la ciencia del bien y del mal, del que surge la serpiente, que centraba el grabado, se desplaza, perdiendo su protagonismo, a la izquierda de la tabla en la que aparece Eva. La mencionada belleza de ambos cuerpos ha hecho que se relacione la figura de Adán con la de Apolo, el dios de la belleza y serenidad del clasicismo griego, y la postura grácil y en cierta manera danzante de Eva nos recuerda a la de su correspondiente femenino en el panteón clásico, Venus. Se trata, pues, de uno de los momentos de mayor clasicismo artístico de su autor, seducido por estos aspectos del renacimiento italiano que había visto en Venecia y que igualmente le había mostrado el artista italiano Jacopo de Barbari a su paso por Núremberg, quien le enseñó en 1500 diversas figuras realizadas según el canon clásico de las proporciones. En estas tablas los paradigmas de la belleza masculina y femenina del clasicismo se aplican a la historia de nuestros primeros padres, con lo que se lograba una interpretación clasicista del asunto muy distinta a la que proponía un Lucas Cranach en la Alemania de inicios del siglo XVI, ajena en buena medida a la idealización de la figura humana de la que tanto gustaban los italianos. Durero planteaba, en cambio, la concordatio de un modelo antiguo de procedencia clásica con otro de ascendencia cristiana: una operación no solo formal, estética y puramente artística, sino también ideológica y teórica, que le emparenta, por su complejidad, con Leonardo da Vinci y lo mejor del renacimiento italiano de principios del siglo XVI. Lo bueno es bello y a la vez perfectamente medido y proporcionado. Nada mejor que nuestros primeros padres, el origen bíblico de la Humanidad, para realizar una auténtica confesión de fe en las posibilidades del arte para representar la belleza humana, incontaminada antes del pecado. No está clara la razón por la cual fueron pintadas estas dos tablas, adquiridas a la muerte de la mujer de Durero por el Ayuntamiento de Núremberg. En 1586 éste las ofreció al emperador Rodolfo II, apasionado coleccionista del artista alemán, y en 1648, a la caída de Praga, formaron parte del botín de los suecos. En 1654, la reina Cristina de Suecia, que deseaba centrar sus colecciones en el arte italiano, las regaló a Felipe IV, quien supo apreciar estas pinturas como modelos clásicos de perfección del desnudo humano y las instaló en las llamadas bóvedas de Tiziano del Real Alcázar de Madrid, junto con el resto de su colección de desnudos, preferentemente rubensianos y tizianescos.
BIBLIOGRAFÍA
Anzelewsky, Fedja, Albrecht Dürer. Das malerische Werk, Berlín, Deutscher Verlag für Kunstwissenschaft, 1991, t. I, pp. 78-79 y 212-216, n.os 103-104.
Durero. Obras maestras de la Albertina, cat. exp., Madrid, Museo Nacional del Prado, 2005, pp. 228-231.
Portús Pérez, Javier, La Sala Reservada del Museo del Prado y el coleccionismo de pintura de desnudo en la corte española, 1554-1838, Madrid, Museo del Prado, 1998.